– Todo eso es posible, señor, y yo lo sé muy bien. Pero usted me acusó de mentir. Me dijo que yo no entré en el cuarto donde estaba el señor Lennox para retirar la carta.
– Usted estaba adentro, compañero…, escribiéndola.
Se levantó y se sacó los anteojos oscuros. Nada puede cambiar el color de los ojos de un hombre.
– Supongo que es demasiado temprano para que vayamos a tomar un gimlet -dijo.
Habían hecho con él un maravilloso trabajo en la ciudad de México. ¿Y por qué no? Sus médicos, técnicos, hospitales, pintores, arquitectos, son tan buenos como los nuestros. A veces, un poco mejores. Un policía mexicano inventó el test de parafina para los nitratos en polvo. No pudieron hacerle un rostro perfecto, pero realizaron un trabajo magnífico. Hasta le cambiaron la nariz; le sacaron un pedazo del hueso para hacerla más chata, menos nórdica. No pudieron eliminar totalmente las cicatrices, de modo que le pusieron algunas en la otra mejilla. Las cicatrices de cuchillo no son raras en los países latinos.
– Hasta me pusieron un injerto de nervio aquí -dijo Lennox, tocándose la mejilla en que antaño había tenido las cicatrices.
– ¿Estuve cerca de la verdad?
– Bastante cerca. Hay algunos detalles equivocados, pero carecen de importancia. Fue un plan rápido y en parte improvisado y yo mismo no sabía qué era lo que iba a suceder. Me indicaron que hiciera ciertas cosas y que dejara una pista clara. Mendy no quería que yo le escribiera, pero en eso me mantuve firme y no aflojé. El lo subestimó a usted un poco; nunca se percató del detalle del buzón.
– ¿Usted sabía quién mató a Sylvia?
No me contestó directamente.
– Es muy duro entregar a una mujer por asesinato… aunque nunca haya significado mucho para uno.
– Vivimos en un mundo cruel. ¿Harlan Potter estuvo metido en todo esto?
Sonrió de nuevo.
– ¿Usted cree que Potter dejaría que alguien lo supiera a ciencia cierta? Mi pálpito es que no tuvo nada que ver y que a estas horas me da por muerto. ¿Quién le diría lo contrario… a menos que lo hiciera usted?
– ¿Cómo anda Mendy…? ¿O es que está…?
– Oh, está muy bien. Ahora se encuentra en Acapulco.
Se escapó por causa de Randy. Pero Mendy no es tan malo como usted cree. Tiene corazón.
– También lo tienen las víboras.
– Bueno, ¿qué hay de ese gimlet?
Me puse de pie sin contestarle y me encaminé hacia la caja de hierro. Hice girar el dial y saqué el sobre que contenía el billete con el retrato de Madison y los cinco cheques de cien que olían a café. Volqué todo sobre el escritorio y después recogí los cheques de cien.
– Estos me los guardo. Es lo que gasté en la investigación. Con el retrato de Madison me divertí jugando.
Se lo extendí delante de él, sobre el borde del escritorio. Lo miró, pero no hizo ademán de tocarlo.
– Quiero que se lo guarde -me dijo-. Yo tengo mucho dinero. ¿Por qué no dejó las cosas como estaban?
– Ya sé. Después que ella mató a su marido y se salió con la suya, habría podido continuar haciendo cosas mejores. En realidad, Wade no tenía mayor importancia. No era nada más que un ser humano, con sangre, cerebro y emociones. Sabía lo que había ocurrido y trató con todas sus fuerzas de sobreponerse y seguir viviendo. Era escritor. Debe haber oído hablar de él.
– No pude dejar de hacerlo, créame, Marlowe -dijo lentamente-. No quería hacer daño a nadie, pero si me quedaba aquí no habría podido defenderme; no tenía la menor posibilidad. Un hombre no puede calcular con tanta rapidez todos los aspectos y consecuencias de una cosa. Estaba asustado y escapé. ¿Qué es lo que debí haber hecho?
– No lo sé.
– Eileen tenía ciertos indicios de locura. Hubiera podido matarlo de todas maneras.
– Sí, tal vez.
– Bueno, no se ponga de mal humor. No se tome las cosas tan a pecho. ¿Qué le parece si nos vamos a tomar una copa a algún lugar fresco y tranquilo?
Ahora no es el momento, señor Maioranos. No tengo tiempo.
– En una época éramos muy buenos amigos -dijo tristemente.
– ¿Nosotros? Me parece que se trataba de otras dos personas. ¿Vive en México permanentemente?
– Sí. Ni siquiera estoy legalmente aquí. Nunca lo estuve. Le conté que había nacido en Salt Lake City, pero nací en Montreal. Dentro de muy poco tiempo seré ciudadano mexicano. Todo lo que se necesita es un buen abogado. Siempre me ha gustado México. No correría mucho riesgo si fuéramos al bar Victor a beber un gimlet.
– Llévese su dinero, señor Maioranos. Está manchado con demasiada sangre.
– Usted no es más que un pobre hombre.
– ¿Cómo podría saberlo usted?
Recogió el billete, lo alisó con los dedos y se lo guardó negligentemente en el bolsillo interior de la americana. Se mordió el labio con los dientes.
– No pude decirle nada más que lo que le conté aquella mañana que me llevó a Tijuana. Entonces le di la oportunidad de que llamara a la policía y me entregara.
– No estoy enojado con usted. Lo que pasa es que usted es un tipo de hombre así. Durante mucho tiempo no pude formarme una idea sobre su persona. Tenía un modo de ser agradable y cualidades agradables, pero había algo que no me acababa de gustar. Tenía sus normas y vivía en conformidad con ellas, pero eran normas personales. No guardaban relación con ninguna clase de ética, de moral o de escrúpulos. Usted era un buen muchacho porque poseía una naturaleza buena, pero se sentía tan feliz en compañía de rufianes o gente de mal vivir, como en la de gente honesta. Siempre que los rufianes se expresaran correctamente y tuvieran en la mesa modales aceptables. Usted es un derrotista moral. Puede ser que la guerra tenga la culpa o quizá haya nacido así.
– No alcanzo a comprenderlo -exclamó-, realmente no lo entiendo. Estoy tratando de pagarle lo que le debo y usted no me deja. No hubiera podido contarle más que lo que le dije. Usted no me lo habría permitido.
– Ese es el cumplido más agradable que me hayan dicho nunca.
– Me alegro de que le guste algo de lo que digo. Me encontraba en un aprieto terrible y justamente conocía a personas que saben manejárselas en esos casos. Tenían una deuda de agradecimiento conmigo por un incidente ocurrido hace mucho tiempo, durante la guerra. Fue probablemente la única vez en la vida que hice lo que tenía que hacer a su debido tiempo y rápido como el rayo. Y cuando necesité de ellos, se pusieron a mi disposición. Y gratis. Usted no es el único tipo en el mundo que no tiene precio, Marlowe.
Se inclinó sobre el escritorio y agarró uno de mis cigarrillos. Bajo el cutis moreno pude percibir que se había sonrojado y las cicatrices resaltaban aún más. Sacó del bolsillo un encendedor en forma de cartucho de revólver y prendió el cigarrillo.
– Usted compró mucho de mí y por nada, Terry. Por una sonrisa, una inclinación de cabeza, un saludo con la mano y algunas copas tomadas de vez en cuando en un bar tranquilo y confortable. Fue agradable mientras duró. Hasta la vista, amigo. No le digo adiós. Se lo dije cuando tenía algún significado. Se lo dije cuando era triste, solitario y final.
– Regresé demasiado tarde -dijo-. Estos trabajos plásticos llevan tiempo.
– Usted no habría regresado si yo no hubiera descubierto todo el asunto.
En sus ojos vi súbitamente un reflejo de lágrimas. En seguida se colocó los anteojos oscuros.
– No estaba seguro -me contestó-. No me había decidido. No querían que le dijera nada a usted y yo no estaba decidido.
– No se preocupe por eso, Terry.
– Estuve en los comandos, amigo. Uno no puede ingresar ahí si es un tipo blando. Quedé malherido y le aseguro que no era nada divertido estar con esos médicos alemanes. Eso influyó mucho en mi modo de ser.
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