– ¿Señor Marlowe?
– ¿En qué puedo servirle?
Me entregó un papel doblado y me dijo:
– Vengo de parte del señor Starr, de Las Vegas.
Agarré el papel y lo leí. “Le presento a Cisco Maioranos, un amigo mío. Creo que le será de utilidad. S.”
– Entremos, señor Maioranos -dije.
Abrí la puerta y la sostuve para dejarlo pasar. Olía a perfume y tenía las cejas demasiado bien delineadas. Pero con seguridad no era tan delicado y refinado como parecía, porque en ambos lados de la cara tenía cicatrices de cuchilladas.
El hombre se sentó en la silla de los clientes y cruzó las piernas.
– Según me han dicho, usted desea alguna información sobre el señor Lennox.
– Unicamente sobre la última escena.
– Yo estuve allí en esa época, señor. Tenía un empleo en el hotel. -Se encogió de hombros-. Un empleo insignificante y por supuesto, temporario. Era el empleado de la administración, en el turno diurno.
– No tiene tipo para eso -dije.
– Hay momentos en que uno tiene dificultades en la vida.
– ¿Quién me despachó la carta por correo?
Me alcanzó un paquete de cigarrillos.
– Pruebe uno de éstos.
– Son demasiado fuertes para mí. Me gustan los cigarrillos colombianos. Los cubanos son un veneno.
Sonrió ligeramente, encendió otro cigarrillo y echó el humo poco a poco. El tipo era tan endemoniadamente elegante que comenzaba a sentirme molesto.
– Estoy enterado de la carta, señor. El mozo tuvo miedo de subir a la habitación del señor Lennox cuando apostaron la guardia en el hotel; la policía, usted me entiende. De modo que yo mismo llevé la carta al correo. Después que se pegó el tiro, por supuesto.
– Debió haber mirado adentro. Había un billete de los grandes.
– La carta estaba cerrada, señor -dijo fríamente-. El honor es algo serio para mí.
– Le pido perdón. Continúe, por favor.
– Cuando entré en la pieza, el señor Lennox tenía en la mano izquierda un billete de cien pesos. Cerré la puerta en la cara del guardia. En la mano derecha tenía un revólver. Sobre la mesa, estaba la carta y otro papel que no leí. Yo rechacé el billete.
– Demasiado dinero -comenté, pero el tipo no reaccionó ante el sarcasmo.
– El señor Lennox insistió. De modo que finalmente me lo llevé y más tarde se lo entregué al mozo. Puse la carta debajo de la servilleta que había encima de la bandeja en que antes le habían traído el café. El polizonte me miró con ojos penetrantes, pero no dijo nada. Estaba en la mitad de la escalera, cuando oí el disparo. Rápidamente escondí la carta y corrí escaleras arriba. El guardia estaba tratando de abrir la puerta. Usé mi llave y abrimos. El señor Lennox estaba muerto.
Con la punta de los dedos recorrió suavemente el borde del escritorio y suspiró.
– Sin duda está enterado de lo demás.
– ¿El hotel estaba lleno?
– No, lleno no. Había media docena de huéspedes.
– ¿Americanos?
– Dos americanos del norte. Cazadores.
– ¿Verdaderos gringos, o simplemente mexicanos transplantados?
– Tengo la impresión de que uno de ellos debe haber sido de origen español. Hablaba el español fronterizo. Muy poco elegante.
– ¿Esos dos se acercaron a la habitación de Lennox?
Levantó la cabeza bruscamente, pero la expresión quedó oculta tras los anteojos oscuros.
– ¿Para qué iban a hacerlo, señor?
– Bueno, ha sido muy amable al molestarse en venir y contarme todo, señor Maioranos. Dígale a Randy que le estoy muy agradecido.
– No hay de qué, señor.
– Y dígale que, más adelante, cuando tenga tiempo, podría mandarme a alguien que sepa de lo que está hablando.
– ¡Señor! -Su voz era suave, pero helada-. ¿Duda de mi palabra?
– Ustedes siempre se la pasan hablando del honor. No se enoje. Quédese tranquilo y déjeme que explique.
Se reclinó sobre la silla con aire altanero.
– Esto no es más que una suposición. Podría equivocarme. Pero también podría tener razón. Aquellos dos norteamericanos fueron allí con un propósito determinado. Llegaron en avión. Simularon ser cazadores. Uno de ellos se llamaba Menéndez, un jugador fullero. Se inscribió con otro nombre o tal vez no. No podría afirmarlo. Lennox sabía que estaba allí. Y sabía por qué. Me escribió aquella carta porque tenía la conciencia intranquila. No se había portado bien conmigo y era un tipo demasiado bueno para que aquello no le remordiera la conciencia. Puso el billete en la carta, cinco mil dólares, porque tenía mucho dinero y sabía que yo no estaba en la misma situación. Además escribió al pasar una leve insinuación que pudo haber sido captada o no. Era el tipo de hombre que siempre quiere hacer lo que es correcto y apropiado, pero se las arregla al final para hacer algo más. Usted me dijo que llevó la carta al correo. ¿Por qué no la echó en el buzón que está frente al hotel?
– ¿En el buzón, señor?
– Sí, en el buzón.
El señor Maioranos se sonrió.
– Otatoclán no es la ciudad de México, señor. Es un lugar muy primitivo. ¿Un buzón en las calles de Otatoclán? Nadie sabría para qué sirve. Nadie sacaría las cartas de ahí.
– Ah, bueno, no hace falta que agregue nada más. Usted no llevó ningún café a la habitación del señor Lennox, señor Maioranos. Usted no pasó por delante del guardia al querer entrar en la habitación de Lennox. Pero los dos norteamericanos sí que entraron. Por supuesto, ajustaron las cuentas al policía y a algunas otras personas. Uno de los norteamericanos golpeó a Lennox por detrás. Entonces agarró la Mauser, abrió uno de los cartuchos, sacó la bala y volvió a colocar el cartucho. Acercó el revólver a la sien de Lennox y apretó el gatillo. Le produjo una herida de aspecto desagradable, pero no lo mató. Lo sacaron del hotel en una camilla, rápidamente y sin mucha alharaca. Cuando llegó el abogado norteamericano, Lennox estaba como muerto; lo habían drogado con narcóticos, estaba rodeado de hielo y lo tenían en un rincón oscuro de la carpintería, donde un hombre preparaba el ataúd. El abogado vio a Lennox; estaba frío como el hielo, sumido en un profundo estupor y tenía en la sien una herida sanguinolenta y negruzca. Parecía bien muerto. El abogado norteamericano regresó con las impresiones digitales de Lennox y una especie de documento que era justamente la bolilla que faltaba. ¿Qué le parece, señor Maioranos?
Maioranos se encogió de hombros.
– Podría ser posible, señor. Claro que eso habría requerido dinero e influencia. Quizás habría sido posible si ese señor Menéndez hubiera estado estrechamente relacionado con la gente influyente de Otatoclán, el alcalde, el propietario del hotel y demás.
– Bueno, también eso es posible. Es una buena idea. Eso explicaría por qué eligieron un lugar pequeño y lejano como Otatoclán.
Maioranos sonrió abiertamente.
– Entonces ¿es posible que el señor Lennox esté vivo todavía?
– Seguro. El suicidio tenía que ser un invento fraguado para fundamentar la confesión. Debía tener bastantes visos de realidad como para engañar a un abogado que había sido Fiscal del Distrito, pero si se descubría el engaño, habría dejado muy mal parado al Fiscal de Distrito en ejercicio. Este Menéndez no es tan guapo como piensa, pero no tuvo más remedio que hacerse el guapo y golpearme con el revólver porque no me quedé quieto y seguí investigando el asunto. De modo que tenía que tener razones para hacerlo. Si el engaño se descubría, Menéndez se vería envuelto en un lío internacional. A los mexicanos no les agrada el trabajo policial deshonesto, en la misma forma que tampoco nos agrada a nosotros.
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