Me contempló en silencio cuando me senté. Después dijo:
– Usted es el tipo más cabeza dura que he conocido. ¡No me diga que todavía está escarbando en aquel embrollo!
– Hay algo que me preocupa un poco. Me imagino que ahora no habrá inconveniente en que dé por sentado que usted representaba a Harlan Potter cuando me vino a ver a mi celda.
El hizo una inclinación de cabeza. Me toqué suavemente el costado de la cara con la punta de los dedos. Las heridas habían cicatrizado y la hinchazón había desaparecido, pero uno de los golpes debió haber afectado un nervio. Todavía tenía entumecida parte de la mejilla.
– ¿Y que cuando fue a Otatoclán lo delegaron allí como representante temporario de la oficina del Fiscal de Distrito?
– Sí, pero no siga machacando con eso, Marlowe. Era una conexión valiosa. Quizá le di demasiada importancia.
– Espero que todavía sea valiosa para usted.
Endicott sacudió la cabeza.
– No. Aquello ha terminado. El señor Potter utiliza para sus asuntos legales a firmas de San Francisco, Nueva York y Washington.
– Me imagino que Potter me debe odiar… si es que piensa alguna vez en todo aquello.
Endicott sonrió.
– Aunque parezca curioso, le echó toda la culpa a su yerno, el doctor Loring. Un hombre como Harlan Potter tiene que echarle la culpa a alguien. El cree que nunca podría equivocarse. Potter piensa que si Loring no le hubiera estado recetando a la mujer drogas peligrosas, no habría ocurrido nada.
– Se equivoca. Usted vio el cadáver de Terry Lennox en Otatoclán, ¿no es cierto?
– Claro que sí. En la trastienda de la casa de pompas fúnebres. No tienen morgue en ese lugar. Cuando llegué preparaban el ataúd. El cadáver estaba frío como el hielo. Vi la herida en la sien. No hubo problema alguno con la identificación del cadáver.
– Pero tengo entendido que estaba un poco desfigurado, ¿no?
– Se había oscurecido la cara y las manos y se había teñido el cabello de negro. Pero se veían las cicatrices perfectamente. Y, por supuesto, las impresiones digitales pudieron ser verificadas con facilidad por las que había en los objetos que solía usar en la casa.
– ¿Qué clase de fuerza policial existe en esa ciudad?
– Primitiva. El jefe apenas sabe leer y escribir, pero conoce bien la cuestión de las impresiones digitales. El tiempo era caluroso muy caluroso. -Frunció el ceño, se sacó el cigarrillo de la boca y lo dejó caer negligentemente, en un enorme cenicero de basalto negro. -Tuvieron que traer hielo del hotel; mucho hielo. Allí no embalsaman a la gente, de modo que tienen que trabajar rápido.
– ¿Usted habla castellano, señor Endicott?
– Sólo unas pocas palabras. El administrador del hotel hizo de intérprete. -Sonrió e hizo una breve pausa-. Era un tipo amable; muy bien vestido. Al principio parecía medio rudo, pero se mostró muy cortés y servicial. Todos los trámites se hicieron con mucha rapidez.
– Yo recibí una carta de Terry. Pienso que el señor Potter debería estar enterado. Se lo conté a su hija, la señora Loring, y le mostré la carta. Adentro había un retrato de Madison.
– ¿Un qué?
– Un billete de cinco mil dólares.
Endicott enarcó las cejas.
– ¡No me diga! Bueno, por cierto que podía darse el gusto. Cuando se casó por segunda vez, su mujer le regaló un cuarto de millón, limpio de polvo y paja. Tenía la idea de que lo que él planeaba era irse a México… y olvidar todo lo ocurrido. No sé qué pasó con el dinero.
– Aquí está la carta, señor Endicott, si tiene interés en leerla.
La saqué del bolsillo y se la di. La leyó con sumo cuidado, en la forma en que los abogados leen todas las cosas. Cuando terminó, la puso sobre el escritorio, se reclinó contra el respaldo y quedó mirando al vacío.
– Un poco literario, ¿no le parece? -dijo con calma-. Me pregunto por qué lo hizo.
– ¿Por qué hizo qué, matarse, confesar o escribir la carta?
– Confesar y matarse, por supuesto -dijo Endicott en tono cortante-. La carta es comprensible. Al menos, usted recibió una recompensa razonable por lo que hizo por él… y desde entonces…
– Lo que me preocupa es el buzón -contesté-. En la carta dice que había un buzón en la calle, debajo de su ventana y que el mozo del hotel iba a sostener la carta en alto con la mano antes de echarla adentro, para que Terry lo viera.
Vi que algo se apagaba en los ojos de Endicott.
– ¿Por qué le preocupa tanto el buzón? -preguntó con indiferencia. Sacó otro cigarrillo con filtro de una caja cuadrada. Le alcancé el encendedor por encima del escritorio.
– No creo que tuvieran uno en un lugar como Otatoclán -dije.
– Continúe.
– Al principio no me di cuenta. Entonces estudié el lugar. Es una simple aldea. La población no pasa de los mil doscientos habitantes. Hay una sola calle pavimentada. El jefe tiene un Ford modelo A como coche oficial. El correo está en la esquina de un negocio: la chanchería o sea la carnicería del lugar. Un hotel, un par de cantinas, ni un camino bueno, un pequeño campo de aviación. En las montañas cercanas hay mucha caza y por eso está el aeródromo. Es el único modo decente de llegar allí.
– Continúe. Conozco Io de la caza.
– Y, sin embargo, hay un buzón en la calle. Con el mismo criterio podríamos pensar que hay un hipódromo y una pista para carreras de galgos, cancha de golf, pista de patinaje y un parque con fuentes de colores y banda de música.
– Entonces se habrá equivocado -dijo Endicott fríamente-. Quizás era algo que le pareció un buzón… por ejemplo, un receptáculo para desperdicios.
Me puse de pie. Agarré la carta, la doblé y la guardé en el bolsillo.
– Un receptáculo para desperdicios -repetí-. Claro, eso es. Pintado con los colores mexicanos, verde, blanco y rojo y un cartel encima que dice en letras de imprenta: Mantenga limpia nuestra ciudad. Y alrededor hay siete perros sarnosos.
– No se haga el vivo, Marlowe.
– Siento mucho tener que darle trabajo a mi cerebro. Hay otro pequeño detalle que ya le planteé a Randy Starr. ¿Cómo es que la carta pudo ser despachada? De acuerdo con la carta, el método estaba arreglado de antemano. De modo que alguien le habló sobre el buzón. Alguien mintió. Y, sin embargo, alguien despachó de todos modos la carta con un billete de cinco mil adentro. ¿No cree que todo eso resulta un poco intrigante?
Lanzó una bocanada de humo y la contempló mientras desaparecía en el aire.
– ¿Qué conclusión saca… y qué pito toca Starr en este asunto?
– Starr y otro rufián, llamado Menéndez, fueron compañeros de Terry en el ejército inglés. Son tipos que en cierto sentido van por mal camino…; sería más apropiado decir en casi todos los sentidos, pero, sin embargo, todavía tienen orgullo personal y demás. Aquí se ocultaron y taparon las cosas por razones evidentes. Y en Otatoclán pasó lo mismo, por razones completamente diferentes.
– ¿Cuál es su conclusión? -me preguntó de nuevo y en tono mucho más cortante.
– ¿Cuál es la suya?
No me contestó. Le agradecí el tiempo que me había dedicado y partí.
Cuando abrí la puerta vi que Endicott tenía el ceño fruncido, pero me pareció que su expresión de asombro era sincera. O quizás estaba tratando de recordar si había un buzón en la esquina del hotel.
Había puesto otra rueda en movimiento… y no había más. La rueda giró durante un mes antes de producirse alguna novedad.
Entonces, finalmente, un viernes por la mañana, al entrar en mi oficina, vi a un desconocido que me estaba esperando. Era un mexicano o sudamericano, elegantemente vestido. Estaba sentado al lado de la ventana abierta y fumaba un cigarrillo marrón, de aroma penetrante. Era alto, muy delgado y muy elegante, de bigote oscuro, cabello oscuro y más largo que el que usan los norteamericanos; tenía un traje de color tostado de lana liviana. Usaba anteojos oscuros. Se puso de pie cortésmente.
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