– ¡Oh, cállese!
– Claro, ciérreme la boca. No soy nada más que un ciudadano privado. No se tape los ojos con una venda, Bernie. Nosotros no tenemos rufianes y tahúres y gángsters y sindicatos del crimen porque tengamos políticos deshonestos con sus representantes ubicados en la Municipalidad y en las legislaturas. El delito no es una enfermedad, sino un síntoma. La policía es como el médico que receta aspirina para un tumor de cerebro, con la diferencia de que la policía cura más bien con una cachiporra. Somos un pueblo grande, rudo, rico y salvaje, y el delito es el precio que pagamos por ello y el delito organizado es el precio que pagamos por la organización. Lo tendremos durante largo tiempo. El delito organizado no es más que el lado sucio de la lucha por el dólar.
– ¿Cuál es el lado limpio?
– Nunca lo he visto. Puede ser que Harlan Potter se lo pueda decir. Vamos a tomar algo.
– Tenía usted muy buen semblante cuando franqueó la puerta de entrada -dijo Ohls.
– Usted lo tenía mejor cuando Mendy sacó el puñal y se le fue encima.
– Chóquela -me dijo, extendiendo la mano.
Tomamos una copa y salió por la puerta de atrás, por la cual había entrado utilizando una palanca de hierro. Las puertas traseras son fáciles de manejar si se abren hacia afuera y si son lo bastante viejas como para que la madera esté seca y sentada. Uno no tiene más que sacar las clavijas de las bisagras y el resto es fácil. Ohls me mostró una mella en el marco y se dirigió hacia la parte de la colina donde había dejado estacionado el coche, en la calle próxima. Con la misma facilidad hubiera podido abrir la puerta principal, pero habría roto la cerradura y eso se habría notado demasiado.
Lo seguí con la mirada mientras iba subiendo por la colina, iluminándose el camino con una linterna, hasta que desapareció entre los árboles. Cerré la puerta, me preparé una bebida suave y me senté en el living-room . Miré la hora y vi que todavía era muy temprano, aunque tenía la impresión de que había pasado un tiempo largo desde mi llegada a casa.
Me acerqué al teléfono, llamé a la operadora y pedí comunicación con el número de teléfono de los Loring. El criado preguntó quién llamaba y después fue a ver si la señora Loring estaba en casa. Casi en seguida ella acudió al teléfono.
– Quería decirle que hice muy bien el papel de cabra, pero que agarraron al tigre vivo. Tengo algunas magulladuras.
– Algún día tendrá que contármelo.
Tenía la voz tan lejana como si ya estuviera en París.
– Podría contárselo delante de una copa… si es que tiene tiempo.
– ¿Esta noche? ¡Oh! Estoy preparando mi equipaje para mudarme. Me temo que me será imposible.
– Claro, comprendo. Bueno, pensé que le gustaría saberlo. Y fue muy amable al ponerme sobre aviso. Su padre no tuvo nada que ver en el asunto.
– ¿Está seguro?
– Segurísimo.
– ¡Oh! Espere un minuto. -Desapareció por un rato y cuando regresó parecía más afectuosa y amable. -Quizá tenga tiempo de tomar una copa con usted. ¿Dónde?
– Donde usted diga. Esta noche no tengo auto, pero puedo conseguir un taxi.
– Tonterías. Yo pasaré a buscarlo, pero tardaré una hora o más, ¿cuál es su dirección?
Se la di y ella cortó la comunicación. Encendí la luz del pórtico y permanecí al lado de la puerta abierta, aspirando el aire de la noche. Había refrescado bastante.
Después de un rato entré al living y traté de comunicarme con Lonnie Morgan, pero no pude encontrarlo. Entonces, nada más que por darme el gusto, llamé al “Club Terrapin”, en Las Vegas, para hablar con Randy Starr. Pensé que probablemente no me atendería, pero lo hizo. Tenía la voz de un verdadero hombre de negocios, tranquila, servicial y competente.
– Me alegro de hablarle, señor Marlowe. Cualquier amigo de Terry es amigo mío. ¿En qué puedo serle útil?
– Mendy está en camino.
– ¿En camino de dónde?
– De Las Vegas, con los tres tipos que envió usted en el Cadillac negro, con el reflector rojo y la sirena. Supongo que el auto es suyo.
Starr se rió.
– Como dijo un periodista, en Las Vegas usamos los Cadillac como acoplados. ¿De qué se trata?
– Mendy se apareció en mi casa con un par de guapos. Tenía la idea de darme una tunda por un artículo aparecido en un diario; según parece, Mendy creyó que yo tenía la culpa de su publicación.
– ¿Era culpa suya?
– No soy propietario de ningún periódico, señor Starr.
– Y yo no tengo guapos en Cadillac, señor Marlowe.
– Pudiera ser que fueran agentes.
– No podría decirlo. ¿Algo más?
– Me golpeó con el revólver y yo le di una trompada en el estómago y le puse la rodilla encima. Me pareció que quedó muy disgustado. Pero espero que llegue a Las Vegas con vida.
– De eso estoy seguro. Y ahora me temo que tendré que cortar.
– Un momento, Starr. ¿Usted también estuvo en el asunto de Otatoclán o Mendy trabajó solo?
– ¿Cómo dice?
– No bromee, Starr. Mendy no estaba enojado conmigo por la razón que me dio…; la cosa no era como para venir a mi casa y tratarme como a Willie Magoon. Aquella razón no era suficiente. Hace mucho tiempo me advirtió que me quedara quieto y que no removiera el caso Lennox. Pero yo no le llevé el apunte, porque no lo creí necesario, y entonces él hizo lo que acabo de contarle. De modo que existía una razón más poderosa.
– Comprendo -dijo lentamente, con voz suave y tranquila-. ¿Usted cree que hay algo no muy católico en la forma en que murió Terry? ¿Piensa, tal vez, que él no se suicidó, sino que alguien lo mató?
– Creo que los detalles ayudarán a esclarecer la cosa. Terry escribió una confesión falsa. Me escribió una carta que me llegó por correo. El mozo o criado del hotel era el encargado de sacarla de la habitación y ponerla en el buzón. Terry estaba vigilado en el hotel y no podía salir. Dentro del sobre había un billete de los grandes y Terry estaba terminando de escribirla, cuando sintió que alguien golpeaba a la puerta. Me gustaría saber quién entró en la habitación.
– ¿Por qué?
– Si hubiera sido el criado o el mozo, Terry habría añadido unas líneas en la carta diciéndomelo. Si hubiera sido la policía, la carta no habría llegado a mis manos. ¿Quién era el que entró… y por qué Terry escribió aquella confesión?
– No tengo idea, Marlowe, ni la menor idea.
– Lamento haberlo molestado, señor Starr.
– No es ninguna molestia, encantado. Preguntaré a Mendy qué es lo que opina del asunto.
– Sí… si es que lo vuelve a ver… vivo. Si eso no ocurre, de todos modos trate de averiguar lo que le pregunté.
Si no, alguien podría interesarse en hacerlo.
– ¿Usted? -Su voz adquirió un matiz de dureza, aunque seguía tranquila.
– No, señor Starr. Yo no. Alguien que sin mucho esfuerzo podría hacer que usted saliera volando de Las Vegas. Créame, señor Starr. Se lo digo con toda franqueza.
– Puede estar seguro de que veré a Mendy vivo. No se preocupe por eso, Marlowe.
– Yo pensaba que usted estaría enterado de todo. Adiós, señor Starr.
Cuando el coche se detuvo frente a mi casa, salí al pórtico y me dispuse a bajar las escaleras, pero el chófer negro ya había bajado del auto y sostuvo la puerta para que saliera la señora Loring. Después la siguió escaleras arriba, llevando en la mano un pequeño maletín de viaje. Me quedé esperando, al lado de la puerta. La señora Loring llegó arriba y se dio vuelta hacia el chófer.
– El señor Marlowe me llevará al hotel, Amos. Gracias por todo. Lo llamaré por la mañana.
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