Umberto Eco - El nombre de la rosa

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El nombre de la rosa: краткое содержание, описание и аннотация

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Apasionante trama y admirable reconstrucción de una época especialmente conflictiva, la del siglo XVI.
Valiéndose de características propias de la novela gótica, la crónica medieval, la novela policíaca, el relato ideológico en clave y la alegoría narrativa,
narra las actividades detectivescas de Guillermo de Baskerville para esclarecer los crímenes cometidos en una abadía benedictina… Y a esta apasionante trama debe sumarse la admirable reconstrucción de una época especialmente conflictiva, reconstrucción que no se detiene en lo exterior sino que ahonda en las formas de pensar y sentir del siglo XVI.

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—Me agradaría —concluyó Severino— conversar honestamente contigo sobre las hierbas.

—Y a mí más todavía —dijo Guillermo—, pero, ¿no violaremos la regla de silencio que impera, creo, en vuestra orden?

—La regla —dijo Severino— se ha ido adaptando con los siglos a las exigencias de las distintas comunidades. La regla preveía la lectio divina pero no el estudio. Sin embargo, ya sabes hasta qué punto nuestra orden ha desarrollado la investigación sobre las cosas divinas y las cosas humanas. La regla también prevé que el dormitorio sea común, pero a veces es justo que, como sucede aquí, los monjes puedan reflexionar también durante la noche, y por tanto cada uno dispone de su propia celda. La regla es muy severa en lo que se refiere al silencio, e incluso aquí está prohibido que converse con sus hermanos no sólo el monje que realiza trabajos manuales sino también el que escribe o lee. Pero la abadía es ante todo una comunidad de estudiosos, y a menudo es útil que los monjes intercambien los tesoros de doctrina que van acumulando. Toda conversación relativa a nuestros estudios se considera lícita y beneficiosa, siempre y cuando no se desarrolle en el refectorio o durante las horas de los oficios sagrados.

—¿Tuviste ocasión de hablar mucho con Adelmo da Otranto? —preguntó de pronto Guillermo.

Severino no pareció sorprenderse.

—Veo que el Abad ya te ha hablado —dijo—. No. Con él no solía conversar. Pasaba el tiempo pintando miniaturas. A veces lo oí discutir con otros monjes, Venancio de Salvemec, o Jorge de Burgos, sobre la índole de su trabajo. Además, yo no paso el día en el scriptorium sino en mi laboratorio —y señaló el edificio del hospital.

—Comprendo —dijo Guillermo—. Entonces no sabes si Adelmo tenía visiones.

—¿Visiones?

—Como las que provocan tus hierbas, por ejemplo.

Severino se puso rígido:

—Ya te he dicho que vigilo mucho las hierbas peligrosas.

—No me refería a eso —se apresuró a aclarar Guillermo—. Hablaba de las visiones en general.

—No entiendo —insistió Severino.

—Pensaba que un monje que se pasea de noche por el Edificio, donde según reconoció el Abad pueden sucederle cosas tremendas al que allí penetre durante las horas prohibidas, pues bien, pensaba que podía haber tenido visiones diabólicas capaces de empujarlo al abismo.

—Ya te he dicho que no frecuento el scriptorium, salvo cuando necesito algún libro, pero suelo tener mis propios herbarios, que guardo en el hospital. Como ya te he dicho, Adelmo estaba mucho con Jorge, con Venancio y desde luego con Berengario.

También yo advertí la leve vacilación en la voz de Severino.

A mi maestro no se le había escapado:

—¿Berengario? ¿Por qué desde luego?

—Berengario da Arundel, el ayudante del bibliotecario. Eran de la misma edad, hicieron juntos el noviciado, era normal que tuviesen cosas de que hablar. Eso quería decir.

—Entonces era eso lo que querías decir —comentó Guillermo, y me asombré de que no insistiese en el asunto. Lo que hizo fue cambiar bruscamente de tema—. Pero quizá sea hora de que entremos en el Edificio. ¿Quieres guiarnos?

—Con mucho gusto —dijo Severino con alivio más que evidente.

Nos condujo por el costado del huerto hasta la fachada occidental del Edificio.

—En la parte que da al huerto está la puerta de la cocina —dijo—, pero la cocina sólo ocupa la mitad occidental de la planta baja, en la otra mitad está el refectorio. En la parte meridional, a la que se llega pasando por detrás del coro de la iglesia, hay otras dos puertas que llevan a la cocina y al refectorio. Pero entremos por ésta, porque desde la cocina podremos pasar al interior del refectorio.

Al entrar en la amplia cocina advertí que, en el centro, el Edificio engendraba, en toda su altura, un patio octagonal. Como más tarde comprendí, era una especie de pozo muy grande, privado de accesos, al que daban, en cada piso, una serie de amplias ventanas similares a las que se abrían hacia el exterior. La cocina era un atrio inmenso lleno de humo, donde ya muchos sirvientes se ajetreaban en la preparación de los platos para la cena. En una gran mesa dos de ellos estaban haciendo un pastel de verdura, con cebada, avena y centeno, y un picadillo de nabos, berros, rabanitos y zanahorias. Al lado, otro cocinero acababa de cocer unos pescados en una mezcla de vino con agua, y los estaba cubriendo con una salsa de salvia, perejil, tomillo, ajo, pimienta y sal. En la pared que correspondía al torreón occidental se abría un enorme horno de pan, del que surgían rojizos resplandores. Al lado del torreón meridional, una inmensa chimenea en la que hervían unos calderos y giraban varios asadores. Por la puerta que daba a la era situada detrás de la iglesia entraban en aquel momento los porquerizos trayendo la carne de los cerdos que habían matado.

Por esa puerta salimos y pasamos a la era, en la parte más oriental de la meseta, donde, contra la muralla, había un conjunto de construcciones. Severino me explicó que la primera albergaba los chiqueros: primero estaban las caballerizas, después el establo donde se guardaban los bueyes, los gallineros y el corral techado para las ovejas. Delante de los chiqueros los porquerizos estaban removiendo en una gran tinaja la sangre de los cerdos que acababan de degollar, para que no se coagulara. Si se la removía bien y en seguida, podía durar varios días, gracias al clima frío, y utilizarse luego para fabricar morcillas. [29] Trozo de tripa de cerdo, carnero o vaca, o materia análoga, rellena de sangre cocida, que se condimenta con especias y, frecuentemente, cebolla, y a la que suelen añadírsele otros ingredientes como arroz, piñones, miga de pan, etc.

Volvimos a entrar en el Edificio, y sólo echamos una ojeada al refectorio, mientras lo atravesábamos para dirigirnos hacia el torreón oriental. El refectorio se extendía hacia dos de los torreones: el septentrional, donde había una chimenea, y el oriental, donde había una escalera de caracol que conducía al scriptorium, es decir, al segundo piso. Por allí iban los monjes todos los días a su trabajo; y también por dos escaleras, menos accesibles pero bien caldeadas, que ascendían en espiral detrás de la chimenea y del horno de la cocina.

Guillermo preguntó si, siendo domingo, encontraríamos a alguien en el scriptorium. Severino sonrió y dijo que, para el monje benedictino, el trabajo es oración. El domingo los oficios duraban más, pero los monjes adictos a los libros pasaban igualmente algunas horas arriba, que solían emplear en provechosos intercambios de observaciones eruditas, consejos y reflexiones sobre las sagradas escrituras.

DESPUÉS DE NONA

Donde se visita el scriptorium y se conoce a muchos estudiosos, copistas y rubricantes así como a un anciano ciego que espera al Anticristo.

Mientras subíamos, vi que mi maestro observaba las ventanas que iluminaban la escalera. Al parecer, me estaba volviendo tan sagaz como él, porque advertí de inmediato que, dada su disposición, era muy difícil que alguien pudiera llegar hasta ellas. De otra parte, tampoco las ventanas que había en el refectorio (las únicas del primer piso que daban al precipicio) parecían fáciles de alcanzar, porque debajo de ellas no había muebles de ninguna clase.

Al llegar a la cima de la escalera entramos, por el torreón oriental, en el scriptorium, ante cuyo espectáculo no pude contener un grito de admiración. El primer piso no estaba dividido en dos como el de abajo, y, por tanto, se ofrecía a mi mirada en toda su espaciosa inmensidad. Las bóvedas, curvas y no demasiado altas (menos que las de una iglesia, pero, sin embargo, más que las de cualquiera de las salas capitulares que he conocido), apoyadas en recias pilastras, encerraban un espacio bañado por una luz bellísima, pues en cada una de las paredes más anchas había tres enormes ventanas, mientras que en cada una de las paredes externas de los torreones se abrían cinco ventanas más pequeñas, y, por último, también entraba luz desde el pozo octagonal interno, a través de ocho ventanas altas y estrechas.

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