Umberto Eco - El nombre de la rosa

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El nombre de la rosa: краткое содержание, описание и аннотация

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Apasionante trama y admirable reconstrucción de una época especialmente conflictiva, la del siglo XVI.
Valiéndose de características propias de la novela gótica, la crónica medieval, la novela policíaca, el relato ideológico en clave y la alegoría narrativa,
narra las actividades detectivescas de Guillermo de Baskerville para esclarecer los crímenes cometidos en una abadía benedictina… Y a esta apasionante trama debe sumarse la admirable reconstrucción de una época especialmente conflictiva, reconstrucción que no se detiene en lo exterior sino que ahonda en las formas de pensar y sentir del siglo XVI.

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—¿Salvatore? —preguntó Ubertino volviéndose hacia nosotros, pues ya estaba de nuevo arrodillado—. Creo que fui yo quien lo donó a esta abadía… Junto con el cillerero. Cuando dejé el sayo franciscano, regresé por algún tiempo a mi viejo convento de Casale, y allí encontré a otros frailes angustiados, porque la comunidad los acusaba de ser espirituales de mi secta… Así se expresaban. Traté de ayudarles y conseguí que los autorizaran a seguir mi ejemplo. Al llegar aquí, el año pasado, encontré a dos de ellos, Salvatore y Remigio. Salvatore… En verdad parece una bestia. Pero es servicial.

Guillermo vaciló un instante:

—Le oí decir penitenciágite.

Ubertino calló. Agitó una mano como para apartar un pensamiento molesto.

—No, no creo. Ya sabes cómo son estos hermanos laicos. Gentes del campo que quizá han escuchado a un predicador ambulante y no saben lo que dicen. No es eso lo que le reprocharía a Salvatore. Es una bestia glotona y lujuriosa. Pero nada, nada contrario a la ortodoxia. No, el mal de la abadía es otro, búscalo en quienes saben demasiado, no en quienes nada saben. No construyas un castillo de sospechas basándote en una palabra.

—Nunca lo haré —respondió Guillermo—. Dejé de ser inquisidor precisamente para no tener que hacerlo. Sin embargo, también me gusta escuchar las palabras, y reflexionar después sobre ellas.

—Piensas demasiado. Muchacho —dijo volviéndose hacia mí—, no tomes demasiados malos ejemplos de tu maestro. En lo único en que hay que pensar, ahora al final de mi vida lo comprendo, es en la muerte. Mors est quies viatoris, finis est omnis laboris. [28] «la muerte es el descanso del viajero, es el fin de todo trabajo». Ahora dejadme con mis oraciones.

HACIA NONA

Donde Guillermo tiene un diálogo muy erudito con Severino el herbolario.

Atravesamos la nave central y salimos por la portada que habíamos cruzado al entrar. Las palabras de Ubertino, todas, seguían zumbándome en la cabeza.

—Es un hombre extraño —me atreví a decir.

—Es, o ha sido, en muchos aspectos, un gran hombre —dijo Guillermo—. Pero precisamente por eso es extraño. Sólo los hombres pequeños parecen normales. Ubertino habría podido convertirse en uno de los herejes que contribuyó a llevar a la hoguera, o en un cardenal de la santa iglesia romana. Y estuvo muy cerca de ambas perversiones. Cuando hablo con Ubertino me da la impresión de que el infierno es el paraíso visto desde la otra parte.

No entendí lo que quería decir.

—¿Desde qué parte? —pregunté.

—Pues sí —admitió Guillermo—, se trata de saber si hay partes, y si hay un todo. Pero no escuches lo que digo. Y no mires más esa portada —dijo, dándome unos golpecitos en la nuca mientras mi mirada volvía a dirigirse hacia aquellas fascinantes esculturas—. Por hoy ya te han asustado bastante. Todos.

Cuando me volví de nuevo hacia la salida, vi ante mí otro monje. Podía tener la misma edad que Guillermo. Nos sonrió y nos saludó con cortesía. Dijo que era Severino da Sant’Emmerano, y que era el padre herbolario, que se cuidaba de los baños, del hospital y de los huertos, y que se ponía a nuestra disposición si deseábamos que nos guiase por el recinto de la abadía.

Guillermo le dio las gracias y dijo que al entrar ya había reparado en el bellísimo huerto, que, por lo que podía apreciarse a través de la nieve, no sólo parecía contener plantas comestibles sino también albergar hierbas medicinales.

—En verano o en primavera, con la variedad de sus hierbas, adornadas cada una con sus flores, este huerto canta mejor la gloria del Creador —dijo a modo de excusa Severino—. Pero incluso en esta estación el ojo del herbolario ve a través de las ramas secas las plantas que crecerán más tarde, y puedo decirte que este huerto es más rico que cualquier herbario, y más multicolor, por bellísimas que sean las miniaturas que este último contenga. Además, también en invierno crecen hierbas buenas, y en el laboratorio tengo otras que he recogido y guardado en frascos. Así, con las raíces de la acederilla se curan los catarros, y con una decocción de raíces de malvavisco se hacen compresas para las enfermedades de la piel, con el lampazo se cicatrizan los eczemas, triturando y macerando el rizoma de la bistorta se curan las diarreas y algunas enfermedades de las mujeres, la pimienta es un buen digestivo, la fárfara es buena para la tos, y tenemos buena genciana para la digestión, y orozuz, y enebro para preparar buenas infusiones, y saúco con cuya corteza se prepara una decocción para el hígado, y saponaria, cuyas raíces se maceran en agua fría y son buenas para el catarro, y valeriana, cuyas virtudes sin duda conocéis.

—Tenéis hierbas muy distintas y que se dan en climas muy distintos. ¿Cómo puede ser?

—Lo debo, por un lado, a la misericordia del Señor, que ha situado nuestro altiplano entre una cadena meridional que mira al mar, cuyos vientos cálidos recibe, y la montaña septentrional, más alta, que le envía sus bálsamos silvestres. Y por otro lado lo debo al hábito del arte que indignamente he adquirido por voluntad de mis maestros. Ciertas plantas pueden crecer, aunque el clima sea adverso, si cuidas el suelo que las rodea, su alimento, y si vigilas su desarrollo.

—¿Pero también tenéis plantas que sólo sean buenas para comer? —pregunté.

—Has de saber, potrillo hambriento, que no hay plantas buenas para comer que no sean también buenas para curar, siempre y cuando se ingieran en la medida adecuada. Sólo el exceso las convierte en causa de enfermedad. Por ejemplo, la calabaza. Es de naturaleza fría y húmeda y calma la sed, pero cuando está pasada provoca diarrea y debes tomar una mezcla de mostaza y salmuera para astringir tus vísceras. ¿Y las cebollas? Calientes y húmedas, pocas, vigorizan el coito, naturalmente en aquellos que no han pronunciado nuestros votos. En exceso, te producen pesadez de cabeza y debes contrarrestar sus efectos tomando leche con vinagre. Razón de más —añadió con malicia— para que un joven monje guarde siempre moderación al comerlas. En cambio, puedes comer ajo. Cálido y seco, es bueno contra los venenos. Pero no exageres, expulsa demasiados humores del cerebro. En cambio, las judías producen orina y engordan, ambas cosas muy buenas. Pero provocan malos sueños. Aunque no tantos como otras hierbas, porque las hay incluso que provocan malas visiones.

—¿Cuáles? —pregunté.

—¡Vamos, vamos, nuestro novicio quiere saber demasiado! Son cosas que sólo el herbolario debe saber; si no, cualquier irresponsable podría ir por ahí suministrando visiones, o sea mintiendo con las hierbas.

—Pero basta un poco de ortiga —dijo entonces Guillermo—, o de roybra o de olieribus, para protegerte de las visiones. Confío en que estas buenas hierbas no falten en vuestro huerto.

Severino miró de reojo a mi maestro:

—¿Sabes de hierbas?

—No mucho —dijo Guillermo con modestia—. En cierta ocasión tuve entre mis manos el Theatrum Sanitatis de Ububchasym de Baldach

—Abdul Asan al Muchtar ibn Botlan.

—O Ellucasim Elimittar, como prefieras. Me pregunto si existirá alguna copia aquí.

—Y de las más bellas, con exquisitas ilustraciones.

—Alabado sea el cielo. ¿Y el De virtutibus herbarum de Platearius ?

—También está, y De plantis y De vegetalibus de Aristóteles, traducido por Alfredo de Sareshel.

—He oído decir que en realidad no es de Aristóteles —observó Guillermo—, como se descubrió que no lo es De causis .

—De todos modos es un gran libro —observó Severino, y mi maestro le aseguró que pensaba lo mismo, pero sin preguntarle si se refería a De plantis o a De causis , obras que yo desconocía, pero de cuya gran importancia había quedado convencido al escuchar aquella conversación.

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