Maan Meyers - El policía honrado

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Aparece un cadáver en el principal depósito de agua potable de Nueva York. Corre el año 1808, y John Tonneman, ya sexagenario, empieza a plantearse la jubilación. Sin embargo el hallazgo de dicho cadáver y, posteriormente, de un cráneo enterrado treinta años atrás, junto con la súbita desaparición de su hijo mayor, arrastran a John a una nueva investigación.

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– Para Maurice Jamison, la pistola que mató a Alexander Hamilton servirá. -Se llevó el cañón a los labios-. En fin, después de todo, moriré como él murió. -Se metió el cañón en la boca y apretó el gatillo.

Burr paseó cauteloso entre los cadáveres, la sangre y la materia fecal. Examinó el arma junto a la mano de Jamie.

– No era ésta, sino la otra pistola, Jamie. Siempre fuiste imbécil e irritante.

Se produjo un profundo silencio.

John Tonneman clavó la vista en el cuerpo destrozado de su viejo amigo.

– Ah, Jamie, ni siquiera el divino perfume de Caswell-Massey número 6 puede disimular ahora tu infame olor.

Aarón Burr se volvió hacia Jake Hays.

– Me alegra volver a verte, alguacil mayor.

Jake inclinó la cabeza, cortés.

– Señor…

– ¿Cómo están tu encantadora esposa y tus hijos?

– Muy bien, señor.

– ¿Y mi joven tocayo?

– Estupendamente, señor.

– Bueno, entonces la Providencia ha sido generosa contigo, Jacob.

– Le debo toda mi vida de trabajo, señor. Estoy en deuda con usted. Sin embargo, he dado mi palabra de defender la ley.

– Tu reputación se conoce incluso en Francia, alguacil.

– Hay muchas cosas que hacer aquí. Si mientras estoy de espaldas, usted desapareciera, ¿qué podría hacer yo? ¿Y quién me creería si asegurara que usted se encontraba aquí? -diciendo esto, Jacob Hays, alguacil mayor de la ciudad de Nueva York, volvió la espalda al hombre cuyo nombre había puesto a su hijo.

Aarón Burr inhaló el fétido olor, miró desesperado la alfombra persa y el hermoso par de pistolas que lo habían llevado a la ruina y… sonrió. Era demasiado ridículo para no hacerlo.

– ¡Agárrame! -exclamó, y se apresuró a salir por la puerta trasera.

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New-York Evening Post

Febrero de 1808

52 Miércoles 10 de febrero Inmediatamente después del atardecer Dos - фото 108

52

Miércoles, 10 de febrero. Inmediatamente después del atardecer

Dos guardias nocturnos encendían las farolas de Broadway. Tonneman se sentía impaciente por regresar a casa. Empujó suavemente al tranquilo Sócrates, que lo esperaba ante la entrada de Richmond Hill. El animal resopló y movió la testuz en un gesto equino de asentimiento, ensanchando los ollares.

Tonneman cabalgaba por John Street en dirección a su casa, cuando un caballo desbocado, tirando de un carro que había perdido una rueda, pasó galopando por su lado en dirección a Broadway. Si había un conductor, Tonneman no lo vio. De pronto se oyeron las campanas de incendio.

Se trataba de un sonido estridente que resultaba aún más terrorífico por el inconfundible olor del fuego y el silencio que siempre seguía a la primera alarma.

Entonces empezaron los gritos. La brigada de bomberos, compuesta por ciudadanos voluntarios, apareció corriendo; en los muelles, otros voluntarios llenaban cubos de agua en East River y los depositaban en el carro.

Un miedo cerval se apoderó de Tonneman al ver qué dirección tomaba la brigada de bomberos. Rutgers Hill. Espoleó a Sócrates para que avanzara más deprisa. El caballo relinchó, tan asustado como el jinete. El humo llenó el aire y cubrió el cielo cada vez más oscuro.

A medida que se aproximaba a su casa, las cenizas caían sobre él como granizo caliente, chamuscándole la ropa y quemándole la piel. Se detuvo, desmontó y se apresuró a atar a Sócrates a la barandilla de los Bernhardt. No lo ató muy fuerte; no quería que, si las cosas no iban bien, el caballo muriera abrasado.

Un grupo de mujeres y niños se había congregado delante de la casa de Bernhardt; las mujeres montaban guardia con cubos de agua, los niños con bolsas para rescatar del fuego todo cuanto fuera posible, y trapos húmedos para apagar las ascuas. Volvieron a sonar las campanas de incendio.

Como cuando Tonneman era joven, aún se pedía a los neoyorquinos que guardaran cubos de cuero y bolsas de trapo en los vestíbulos de sus casas. La ley indicaba que, si estallaba un incendio, los ciudadanos debían acudir corriendo con sus cubos llenos de agua y bolsas de trapos, a fin de ayudar a rescatar la propiedad de las víctimas.

– ¡Gracias a Dios que está usted aquí, doctor! -exclamó la señora Bernhardt en medio del repique de las campanas.

El resplandor de las llamas que se elevaban de la casa de Tonneman iluminó la colina.

– ¿Mi esposa? ¿Mis hijas? -vociferó él.

– No las he visto. Tal vez…

Tonneman no esperó a escuchar el resto.

El sudor corría por su rostro manchado de hollín. No reconocía a ninguna de las personas que atestaban la calle y los alrededores. Por suerte los carros de incendio se movían tirados por caballos; no eran las reliquias arrastradas por hombres de su juventud. Y con el deshielo tan impropio de la estación, el agua no se congelaría. Tal vez…

Había creído que volvía a ser el joven doctor Tonneman hasta que sintió el familiar dolor que le oprimía el pecho. Aminoró el paso y trató de respirar en medio del humo. Impotente, observó cómo la cocina de su casa era engullida por las llamas. Le caían ascuas ardientes, mofándose de él. Los hombres gritaban y corrían de un lado a otro.

Los bomberos apuntaron las dos mangueras al tejado, y las llamas rugieron cuando el agua las golpeó. Tonneman seguía buscando a su familia. Le escocían la nariz y la garganta a causa del humo, y le lloraban los ojos.

– ¡Mariana! -llamaba una y otra vez.

– ¡Papá!

Con el rostro negro de hollín, Leah estaba casi irreconocible. Se hallaba al otro lado del camino, sana y salva. Corrió hasta ella tan deprisa como pudo, alegre y temeroso a la vez. ¿Dónde estaba Gretel? ¿Y Mariana?

La calle aparecía casi tan iluminada como en pleno día debido a las lámparas y el fuego voraz. Al acercarse a su hija menor, vio que la muchacha frotaba con suavidad el brazo de Micah. A pesar del humo, el olfato, antes que la vista, le indicó que Leah restregaba grasa de pollo derretida en la quemadura que la criada presentaba en el brazo. Ésta lloraba.

– Estate quieta, Micah -ordenó Leah, severa. Su pequeña doctora, pensó Tonneman. Las dos jóvenes se hallaban sentadas en un par de sillas de la cocina, como si aún se hallaran en esa estancia.

Tonneman examinó el brazo de Micah.

– ¿Dónde está tu madre? -preguntó a su hija-. ¿Y Gretel?

– Mamá…

– Yo no quería… -balbuceó Micah. La joven había perdido la mayor parte del cabello, las pestañas y las cejas. La quemadura del brazo no era grave, pero sí las ampollas que presentaba en el rostro.

– Leah, Sócrates está atado delante de la casa de los Bernhardt -explicó Tonneman-. Ve a buscar mi maletín. Es preciso que le apliquemos ungüento de pamplina en la cara y el brazo.

Su hija entornó los ojos y, limpiándose las grasientas manos en la chamuscada falda, preguntó:

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