– ¿Quién cuenta con el apoyo de Jamie? -La pregunta procedía de Mariana, de pie en el umbral. Hacía años que su marido no veía tanto fuego en sus ojos.
– Abigail. Hablábamos de lo que ha hecho George.
– Es muy triste, pero nunca me han gustado los Willard y no fingiré que los aprecio ahora que están en apuros. Peter, te repetiré la pregunta que he formulado a tu padre: ¿crees posible que George matara a Thaddeus Brown?
Peter, que nunca había visto a su madre, ni a ninguna mujer, con pantalones, trató de no mirarla fijamente.
– Tal vez, madre.
– ¿Qué has hecho con tu ropa? -inquirió ella-. Está destrozada.
– Es una larga historia, madre.
– Me la contarás durante la cena -dijo, volviendo a la cocina- Ya está en la mesa. No dejéis que se enfríe.
– Un momento, papá -dijo Peter cuando el viejo médico se levantaba para seguir a su esposa-. ¿Has dicho que Jamie tiene tratos con Ned el Carnicero?
– ¿Lo he dicho? No sé. Jamie fundó un sindicato y lleva años especulando con la tierra. Ha insistido muchas veces en que participe en el negocio, pero… -Se encogió de hombros-. Pero no soy jugador, hijo.
– ¿Tierra? ¿Te refieres a la tierra que rodea el Collect?
– Entre otras. A Jamie le han ido bien las cosas… -Tonneman se interrumpió al recordar de pronto las palabras de Quintin. ¿Por qué no había establecido la relación antes?
Poco antes del amanecer Peter salió a hurtadillas de la casa. Las farolas de aceite de ballena de la calle proyectaban una tenue luz, y hacía más frío. Envolviéndose en su capa, echó a andar a paso ligero hacia la cárcel.
Jerry el Tuerto roncaba espatarrado en la entrada. Otro alguacil dormía en la silla de Alsop, ante el escritorio alto. Saltando por encima de Jerry el Tuerto, pasó por delante del alguacil dormido, cogió la lámpara de la mesa y se encaminó hacia las celdas.
– ¿Quién anda ahí? -inquirió Simone con voz áspera y algo temerosa.
– Soy yo, Peter. -Se iluminó el rostro con la lámpara.
– Gracias a Dios. -Simone se hallaba sentada en el camastro-. Volverán a por mí. C'est la vie. Debo salir de este lugar infernal.
Peter negó con la cabeza.
– Aquí estás a salvo. Creen que estás muerta en el fondo del río. Jake te ayudará, pero tendrás que explicar todo al juez.
– Me matarán. -La mujer se tendió en el camastro, asustada y cansada-. Si no muero de esta herida.
Peter se arrodilló junto al jergón.
– Simone, ¿alguna vez oíste a Ned mencionar el nombre de Maurice Jamison?
– ¿Jamison? -La mujer frunció el entrecejo-. ¿Jamison? -repitió. Luego negó con la cabeza.
– Jamie.
– Jamie. -Simone volvió a negar con la cabeza; de pronto se le formaron hoyuelos en las mejillas-. Oh, là -exclamó-. Miento. He oído ese nombre. Una vez. Ned me llevó a echar un vistazo a un terreno cerca de la finca Stuyvesant. Afirmó que algún día valdría mucho. De regreso nos detuvimos en una casa de Richmond Hill. Eso fue el pasado julio. -Suspiró-. Nueva York es peor que París en julio. Me hizo esperar en el coche. -Esbozó una sonrisa y continuó-: No me gustaba esperar ahí dentro; además, hacía mucho calor. Así, pues, bajé para dar una vuelta.
»Había una ventana abierta. La gente hablaba y, por supuesto, escuché. En mi oficio nunca sabes qué puede serte útil. Oí a Ned decir: "Es nuestro por una bicoca, Jamie»
AVISO
MINTURN & CHAMPLIN, QUE HAN TRASLADADO SU OFICINA POR EL MOMENTO DEL MUELLE FRANKLIN AL NÚM. 21 DE ROBINSON STREET, TIENEN A LA VENTA 1500 BARRILES DE HARINA EXTRAFINA.
New-York Herald
Febrero de 1808
Miércoles , 10 de febrero. Por la mañana
La servidumbre de los Willard ya estaba en pie. Una joven con un holgado abrigo barría con vigor los senderos. Tonneman ataba a Sócrates a la cerca cuando Betty se apeó de un carro y dio instrucciones a un muchacho para que llevara a la cocina lo que había comprado en el Fly Market.
– Rápido, Justin -ordenó-. ¡Oh, doctor Tonneman! -Se llevó las manos a la boca-. Me ha dado un susto.
Las palabras de la cocinera se perdieron con el toque de corneta del afilador de cuchillos, que entró en Liberty procedente de Greenwich Street empujando su carro.
Abigail Willard había madrugado. Para ella había sido una larga noche de insomnio. George no había regresado y no había tenido noticias de Jamie. En aquellos momentos tomaba su segunda taza de té en el pequeño salón contiguo a su dormitorio. Le dolía la cabeza, y se sentía bastante débil. Tal vez todo era por su culpa. George era su hijo menor. De haber vivido, el coronel habría enseñado disciplina al muchacho. Oh, sí, pensó, a base de latigazos.
Ante el escritorio, atendía la correspondencia y las facturas con desgana. George y su horrible problema seguían acaparando todos sus pensamientos.
¿Dónde estaba Jamie? Le había enviado un mensaje inmediatamente después de que se hubiera marchado Jacob Hays. Si no fuera por su cuñado, que había sido como un padre para George…
En los últimos años había acudido a Jamie en busca de fuerzas y consejo. Teniendo en cuenta la acusación del alguacil mayor, no le extrañaba que George no hubiera regresado a casa la noche anterior. De todos modos, éste no parecía necesitar ningún pretexto para no dormir en casa, una práctica cada vez más habitual en los últimos años.
Siempre que expresaba su preocupación a Jamie, éste la tranquilizaba diciendo que George a menudo pasaba la noche en Richmond Hill. Abigail rezaba para que estuviera allí, para que Jake Hays no lo encontrara y para que no hubiera cometido ese espantoso crimen.
Abigail había albergado la esperanza de casar a George con una hija de los Livingston, Schuyler o Beekman. Eso jamás ocurriría ya, pensó, permitiéndose una sonrisa irónica. Su hijo había rechazado todo lo que se asemejara a una profesión, había dilapidado su herencia y no se había comportado bien en la ciudad de Nueva York.
Tendría que esperar a la muerte de Jamie para heredar la fortuna de los Greenaway. Y una vez se hubiese olvidado ese horrible asunto, tal vez podría casarlo bien en Filadelfia. O en Baltimore.
En aquel momento le llegó la tarjeta de Tonneman, acompañada del sonido de su voz procedente de la planta baja. A pesar del dolor y las lágrimas, a Abigail se le iluminó el rostro. John Tonneman siempre había ejercido ese efecto en ella. Había sido su primer amor. De haberse casado con él…
Indicó con un gesto a la criada Sara que lo hiciera pasar.
– John -exclamó, dirigiéndose a su dormitorio-. Sube.
Sólo entonces leyó lo que había escrito en la tarjeta con trazos delgados e inseguros: «Es urgente que te vea.»Ya en su alcoba, se examinó el peinado en el espejo plateado de mano. Un esfuerzo innecesario, ya que todos los cabellos estaban en su lugar. Su rostro era el de una dama entrada en años, pero se enorgullecía de su tez y sus ojos. Resultaba extraño cómo los breves y dolorosos momentos de congoja de su vida se habían presentado junto con John Tonneman para interrumpir su autocomplacencia. Le habría gustado recibirlo sentada en el salón, pero ella era demasiado lenta, y él demasiado rápido. Lo encontró de pie en el umbral, con los hombros hundidos, como si cargaran con todo el peso del mundo. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Su hijo Peter también era sospechoso de asesinato.
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