– Por lo que parece la conversación debió de ser un monólogo -concedió Fidelma-. Pero a mucha gente le gusta hablar y no le importa si es en un diálogo o un monólogo. Quizás nuestro amigo Cornelio es uno de ésos. Sencillamente quería alguien a quien hablar, no con quien hablar.
– Es el abad Puttoc el que no inspira confianza -observó Furio Licinio agriamente.
– Eso es verdad. Ambicioso, entrometido… -Fidelma se detuvo-. Me pregunto hasta qué punto es ambicioso.
Eadulf de repente frunció el ceño, mirando a la religiosa irlandesa de forma inquisitiva.
– Venga, Fidelma. Os estáis olvidando del hermano Ronan Ragallach. ¿No estaréis realmente sospechando que el abad mató a Wighard?
Fidelma sonrió un poco.
– No he olvidado a Ragallah, Eadulf. Pero todavía mantengo la mente abierta con respecto a él. Todavía hay algo que resolver aquí.
Furio Licinio esperaba con una mirada de creciente impaciencia en su cara aristocrática de rasgos juveniles.
– ¿Todavía queréis ir al alojamiento del hermano Ronan Ragallach? -preguntó.
– Dentro de un momento, Licinio. Quiero examinar todas las habitaciones de este piso. No porque no hayamos encontrado nada aquí hemos de dejar de mirar las otras habitaciones.
– Pero estaban ocupadas en el momento de la muerte de Wighard -dijo Licinio, claramente incómodo.
– No es así -replicó Fidelma-. Nos hemos enterado, por el hermano Eanred, de que su habitación estaba vacía, pues él no regresó hasta después del asesinato.
– ¿Queréis registrar todas las habitaciones? -preguntó Eadulf en tono de broma-. ¿La de Puttoc, por ejemplo?
Furio Licinio hizo una mueca de tristeza.
– La habitación del abad está en el otro extremo del pasillo, pero nadie sospecharía del abad…
Fidelma resopló exasperada.
– Si voy a llevar este asunto, he de estar enterada de todos los hechos -le soltó al joven oficial-. Primero se me dice que se ha hecho un registro. Me encuentro con que no se han registrado las dependencias de Wighard y luego me decís que no se han registrado todas las habitaciones de este piso. Solamente se revisaron las que se creía que no estaban ocupadas.
El rostro del joven tesserarius palideció ante aquella vehemencia.
– Lo siento, pero era responsabilidad del decurión… -Hizo una pausa, al darse cuenta de que parecía que le estaba echando las culpas a otro-. Yo sólo pensé…
– Dejadme que eso lo haga yo -interrumpió Fidelma-. Simplemente decidme la verdad, real y específica, ni más ni menos.
Furio Licinio se agitó incómodo.
– Pero ciertamente no podéis registrar la habitación del abad Puttoc. Él es… bien, él es un abad…
El resoplido poco femenino que soltó Fidelma expresaba lo que pensaba al respecto e indujo a Furio Licinio a buscar otra excusa.
– Pero él estaba en su habitación en aquel momento. El asesino no pudo ocultar nada allí sin molestar al abad…
Fidelma se giró hacia Eadulf.
– Comprobad si Puttoc y Eanred se han ido a su reunión con el obispo Gelasio. Si es así, examinaremos su habitación ahora.
Furio Licinio se mostraba escandalizado.
– Pero…
– Tenemos autorización, tesserarius - le cortó Fidelma- ¿Os lo tengo que recordar?
Eadulf avanzó por el pasillo y regresó un momento después.
– Se han ido -informó.
Fidelma se dirigió a las habitaciones del abad y su criado. No tardaron mucho en registrar la habitación del abad Puttoc. Lo único que quedó claro era que a Puttoc le gustaba la comodidad, pues la suya no era la estancia simple y sencilla que Fidelma asociaba con un hombre que proclama su piedad frugal. Resultaba obvio que Puttoc había reunido muchos pequeños lujos para llevárselos a su monasterio. Pero no había señal de que se hubiera escondido nada en esas habitaciones que se pudiera asociar con el tesoro desaparecido del baúl de Wighard.
Había una ventana, similar a la que existía en la habitación de Eadulf, que daba a un patio interior, tres pisos más abajo. Bajo la ventana se veía un alféizar estrecho que se extendía a lo largo de todo el edificio. Medía unas pocas pulgadas de ancho; Fidelma se dio cuenta de que era imposible que nadie escondiera nada allí.
– ¿Y la habitación de Eanred es la de al lado? -preguntó Fidelma, irritada, al salir de la habitación.
Licinio hizo un suave gesto de asentimiento. No quería provocar la ira de aquella monja diciendo algo inconveniente. Nunca había conocido a una mujer que pudiera mandar y regañar a los hombres como aquella irlandesa.
Fidelma se metió en la otra habitación. Estaba desprovista de muebles y era sencilla. No había apenas nada de valor salvo un sacculus en el que el hermano Eanred guardaba sus pertenencias; en su interior había solamente un segundo par de sandalias, algo de ropa interior y útiles para el afeitado.
Fidelma se quedó con las manos cruzadas examinando la habitación. Luego la atravesó hasta la ventana y miró por ella. La habitación estaba situada formando ángulo recto con el siguiente bloque de edificios que configuraban el patio cuadrado, pero al que no se podía acceder desde la domus hospitalis. Sus ojos escrutadores percibieron que el edificio parecía hecho con un yeso y unas tejas más limpios, lo que evidenciaba que el edificio era de construcción más reciente que aquel en el que estaban. Esto probablemente explicaba que las habitaciones no constituyeran una unidad. Sin embargo, se dio cuenta de que el pequeño alféizar bajo la ventana no era igual en el otro edificio, puesto que el arquitecto había sido más generoso con la anchura. El alféizar medía todo un pie de ancho y, al estar la ventana de esta habitación muy próxima el ángulo formado por los dos edificios resultaba fácil pasar caminando a ese alféizar.
– ¿Lo veis? -preguntó Eadulf detrás de ella-. Yo creo que Furio Licinio tiene razón. Estamos siguiendo el camino equivocado.
– La habitación de Eanred es bastante espartana, ¿no? -comentó ella volviéndose hacia el interior de la estancia.
– A Eanred parece que le gusta la austeridad -comentó Eadulf.
Se giró y siguió a Furio Licinio hasta el pasillo. Fidelma se detuvo un momento y luego se encogió de hombros. Eadulf probablemente tuviera razón. Tal vez ella se estaba imaginando más de lo que mostraban los hechos. Era sólo que no se podía sacar de encima ese extraño sentimiento de que se le escapaba algo.
– Todavía tenemos que registrar las habitaciones ocupadas por Ine y Sebbi -dijo.
Salió al pasillo y estaba cerrando la puerta cuando sus ojos se posaron en el marco de la puerta. La madera estaba astillada a unos tres pies por encima del suelo y una diminuta pieza de material se había quedado prendida, una tirita irregular arrancada que quedaba colgando del marco.
Se inclinó y la desenredó.
Eadulf la observaba frunciendo el ceño.
– ¿Qué es?
Ella negó con la cabeza.
– No estoy segura. Un trozo de tela de saco, creo.
La tomó entre el pulgar y el índice y se enderezó levantando el objeto hasta la luz.
– Sí, un trozo de tela de saco.
Eadulf asintió con la cabeza al ver el pedazo de tela.
– ¿Qué significa esto? -preguntó Furio Licinio, observándolos.
– Todavía no lo sé -replicó Fidelma-. Tal vez alguien llevaba algo a la habitación de Eanred y una astilla hizo que se enganchara un trozo de material y lo arrancara.
Eadulf miraba a la muchacha, intentando leer sus pensamientos.
– ¿Queréis decir que el tesoro fue acarreado hasta la habitación de Eanred?
Eadulf siempre tenía la habilidad de extraer deducciones rápidas de las ideas con las que especulaba Fidelma.
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