Peter Tremayne - Una Mortaja Para El Arzobispo

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Sor Fidelma se encuentra en Roma para presentar al Santo Padre la regla de su orden. Según sus previsiones, la estancia en la Ciudad Eterna será breve, pero un suceso inesperado y de consecuencias imprevisibles va a trastocarlo todo: el arzobispo Wighard de Canterbury ha sido asesinado y robados los tesoros y reliquias de incalculable valor que había traído consigo. A la joven monja y a su amigo Eadulf les encargan la resolución de un caso en apariencia sencillo, pues las pruebas acusan claramente a un religioso irlandés que ya ha sido apresado. Sor Fidelma, sin embargo, se resiste a confirmar su culpabilidad: son muchos los cabos sueltos y demasiados los sospechosos envueltos en una trama en la que se mezclan horrendos crímenes pasados, locos sueños de grandeza y oscuras ambiciones de poder. Además, un sentimiento que ella creía haber descartado la empuja a retrasar lo más posible el momento en que deberá separarse de Eadulf.

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Capítulo 9

Furio Licinio los condujo por los muchos patios y jardines del palacio de Letrán hasta que salieron, a través de una puerta lateral de las murallas, a las laderas de la colina de Celio. Incluso Fidelma quedó impresionada por los extensos terrenos del palacio. Por una vez Licinio se mostró satisfecho de poder mostrar sus conocimientos señalando un edificio que se veía desde el lugar en que estaban.

– Ése es el Sancta Sanctorum - dijo indicando una capilla que descollaba. Se dio cuenta de que Fidelma fruncía el ceño y se permitió dar una explicación-. El Sanctorum es la capilla privada del Santo Padre que ahora alberga la Scala Santa , la verdadera escalera por la que bajó Jesucristo desde la casa del gobernador Pilato después de que fuera condenado.

Fidelma alzó las cejas con escepticismo.

– Pero esa casa estaba en Jerusalén -señaló.

Licinio esbozó una sonrisa de satisfacción al percibir que tenía conocimientos que Fidelma no tenía.

– Santa Elena, madre del gran Constantino, trajo la escalera desde Jerusalén (veintiocho escalones de mármol tirio) que incluso el Santo Padre ha de subir sólo de rodillas. Encontró la escalera en el mismo momento en que encontró la verdadera cruz, enterrada en la colina del Calvario, el mismo madero sobre el que el Salvador sufrió condena.

Fidelma había oído la historia de que la anciana madre del emperador Constantino había encontrado, hacía unos trescientos años, la verdadera cruz. Tenía dudas de que tal objeto de madera se hubiera podido identificar con certeza, pero se sentía algo culpable por atreverse a cuestionar el asunto.

– He oído que la piadosa Elena envió barcos llenos de reliquias de Tierra Santa, incluso pedazos de madera del Arca de la Alianza -se permitió comentar mostrando sus dudas al respecto.

Licinio estaba serio.

– Permitidme que os la muestre, hermana, pues estamos muy orgullosos de las sagradas reliquias que tenemos aquí en el palacio de Letrán.

El joven hubiera olvidado qué era lo que buscaban realmente y hubiera regresado, tal era su entusiasmo por mostrárselo a la joven. Fidelma lo frenó poniéndole la mano en el hombro.

– Tal vez más tarde, Furio Licinio. Lo primero es lo primero. Ahora tenemos que examinar el alojamiento de Ronan Ragallach.

Licinio enrojeció furioso al darse cuenta de cuánto se había dejado llevar por su entusiasmo juvenil. Inmediatamente señaló hacia el acueducto del otro lado de la plaza en la que estaban, en el extremo este de los terrenos del palacio.

– Aquel edificio de allí es el hostal gobernado por Bieda.

El alojamiento del hermano Ronan Ragallach estaba en una casa pequeña y ruinosa junto al Aqua Claudia, tal como Furio Licinio les había explicado. Los impresionantes arcos de piedra del acueducto se alzaban a muchos metros de altura, de manera que incluso Fidelma se sintió obligada a admirar su inmensidad.

La pensión estaba construida bajo la sombra del acueducto, casi debajo de uno de los grandes arcos.

Había un único miembro de los custodes del palacio haciendo guardia en el exterior de la casa de Bieda.

– Está apostado ahí por si el hermano Ronan Ragallach intenta regresar -explicó el joven tesserarius mientras se adentraba en el sórdido edificio.

Fidelma resopló con desprecio.

– Dudo que el hermano Ronan Ragallach sea tan poco inteligente como para hacer eso, sabiendo que éste es el primer lugar en que se le buscará.

Licinio apretó las mandíbulas. Todavía no estaba acostumbrado a las críticas de una mujer o a que le diera órdenes. Había oído hablar de las mujeres de Irlanda, Britania y Galia, que ocupaban una posición en la sociedad muy diferente a la de las mujeres de Roma. Éstas sabían cuál era su lugar y se quedaban en casa. Resultaba muy poco digno que una mujer, una mujer extranjera, pudiera darle órdenes. Sin embargo, procuraba recordar que el gobernador militar, el Superista Marino, le había dicho claramente cuál era su deber. Tenía que servir y obedecer a esa mujer, y al suave y casi tímido religioso sajón.

Cuando empezaron a subir las escaleras de la casa a oscuras, una mujer bajita de mediana edad surgió de una habitación de la planta baja, vio el uniforme de Licinio y soltó una retahila de insultos en el curioso dialecto de las calles de Roma. Fidelma apenas pudo entender una palabra, aunque se enteró de que lo que la mujer le decía al joven tesserarius no era adulador. Captó el final de la frase que invitaba a Licinio «ad malam crucem»!

– ¿Por qué está esta mujer tan disgustada? -preguntó la muchacha.

Licinio fue incapaz de contestar antes de que la mujer se adelantara y se dirigiera a Fidelma, hablando con mayor lentitud para que se la entendiera:

– ¿Quién me va a pagar por esta habitación vacía? El hermano extranjero no va a regresar ahora para darme lo que me debe. Todo un mes, eso es, pues no había pagado nada. Y ahora, con todos los peregrinos que hay en Roma y teniendo yo una habitación vacía, no se la puedo alquilar a otros, ¡todo por culpa de las órdenes de este catalus vulpinus!

Fidelma sonrió con cierto cinismo.

– Calmaos. Estoy segura de que seréis compensada, pues cuando hayamos acabado, si el hermano Ronan Ragallach no regresa, podréis vender las pertenencias que haya dejado, ¿no os parece?

La mujer no llegó a percibir el cinismo que contenía la voz de Fidelma.

– ¡Ésta si que es buena! -exclamó con socarronería-. Nunca le he arrendado una habitación a un peregrino irlandés que tuviera más posesión que las ropas que llevaba encima. No tiene dinero. No hay pertenencias en su habitación que puedan venderse o alquilarse. ¡Continuaré pobre!

– Sin duda alguna, ya os habéis asegurado de que no hay nada de valor -preguntó Fidelma secamente.

– Por supuesto que he…

De repente la mujer cerró la boca.

Furio Licinio frunció el ceño con ira.

– Se os ordenó que no entrarais en la habitación hasta que os lo dijeran -dijo él, amenazante.

La mujer hizo una mueca agresiva.

– Se os da muy bien dar órdenes. Seguro que nunca os ha faltado una comida.

– ¿Habéis retirado algo de la habitación del hermano Ronan Ragallach? -preguntó Fidelma con severidad-. Decid la verdad o lo lamentareis.

La mujer le devolvió una mirada de asombro a Fidelma.

– No, no he tocado…

Su voz se desvaneció ante el examen penetrante y bajó los ojos.

– Una tiene que vivir, hermana. Corren tiempos difíciles. Una tiene que vivir.

– Hermano Eadulf, id con esta mujer y ved qué ha sacado de la habitación de Ronan Ragallach. Si no sois honesta, mujer, se os descubrirá y las mentiras no sólo son recompensadas con el castigo en este mundo.

La mujer inclinó la cabeza hoscamente.

El hermano Eadulf miró a Fidelma reprimiendo una sonrisa, sabedor de que su tono duro era con frecuencia fingido. Él asintió brevemente con la cabeza y se giró hacia la mujer.

– Vamos ahora -dijo ceñudo. Enseñadme lo que os habéis llevado y deprisa.

Furio Licinio se dio la vuelta y siguió subiendo la escalera al ver que Fidelma le decía con la mano que continuara.

– ¡Estos malditos campesinos! -murmuró-. Le robarían a uno si estuviera enfermo y moribundo. No tengo tiempo para ellos.

Fidelma decidió no contestar y lo siguió en silencio hasta una habitación pequeña en el piso superior. Era oscura y lúgubre; olía a cerrado, a sudor y a comida.

– Me pregunto cuánto pedirán por este agujero -musitó Licinio, empujando la puerta e invitando a Fidelma a entrar-. Hay muchos ladrones como éstos que alquilan habitaciones a los peregrinos que vienen a Roma y hacen grandes fortunas haciéndoles pagar más de lo debido.

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