El abad volvió a mirar atrás, su boca se abrió pero no le salieron las palabras. Finalmente, la cerró. Los ojos helados volvieron a parpadear.
– Siendo así -empezó malhumorado-, no hay necesidad de ser descortés. Informaré de este comportamiento al obispo Gelasio.
Cuando se dirigió hacia la puerta, Fidelma lo llamó bruscamente.
– No habéis contestado a mi pregunta, Puttoc de Northumbria. ¿Queréis que informe al obispo Gelasio de que os negáis a cooperar con la investigación que él, como nomenclator del palacio de Letrán, ha encargado?
El abad se quedó helado. Se hizo un silencio incómodo ante aquel enfrentamiento.
– Estaba profundamente dormido en mi habitación -replicó el abad al fin, girando la cabeza para mirar fijamente a Fidelma, con unos ojos cargados de odio que parecían querer traspasarla.
– ¿A qué hora os fuisteis a dormir?
– Pronto. No mucho después de la cena.
– Eso es ciertamente pronto. ¿Por qué a esa hora?
De nuevo se hizo un silencio y Fidelma se preguntó si Puttoc continuaría permitiendo aquel duelo verbal. Pero el abad, tras un momento de duda, pareció encogerse de hombros.
– Una de las cosas que compartía con Wighard era que este clima no me va, ni la comida. La noche pasada no me encontraba bien. Cuanto antes pueda zarpar hacia las costas de Northumbria o Kent, mejor.
– ¿Así que os quedasteis dormido inmediatamente? ¿Cuándo os despertasteis?
– Pasé la noche desasosegado. Me pareció oír un alboroto en algún momento, pero estaba demasiado cansado. A las dos, mi criado me despertó y me dio la triste noticia de la muerte de Wighard. Descanse en paz.
No hubo sentimiento en la expresión de piedad.
Fidelma tuvo la impresión de que la noticia no le había parecido especialmente triste a Puttoc. Sus ambiciones resultaban obvias. Le entusiasmaba la idea de colocarse en el lugar de Wighard.
– ¿No oísteis ni visteis nada?
– Nada -afirmó Puttoc-. Y ahora voy a ir a ver al obispo Gelasio. Vamos, Eanred.
El abad hizo ademán de abrirse camino hacia el pasillo.
– ¡Esperad!
El abad se giró repentinamente ante la orden de Fidelma, con la cara desencajada por el continuo desafío de la joven. Nunca nadie se había enfrentado a él así, ¡y era una simple mujer, e irlandesa por añadidura…! Aquello era demasiado. Eadulf se tapaba la boca con la mano, simulando que se estaba limpiando algo en la cara.
– No he interrogado al hermano Eanred -sonrió Fidelma con calma, sin hacer caso del rostro indignado del abad y dirigiéndose hacia el modesto y callado monje.
– No os dirá más que yo -espetó Puttoc con enojo, antes de que ella pudiera empezar su interrogatorio.
– Entonces dejadlo hablar -dijo Fidelma de forma inflexible-. He acabado con vos, Puttoc de Northumbria. Podéis iros o quedaros, como deseéis.
Puttoc se giró bruscamente hacia Eanred, como un amo que da órdenes a su perro.
– Venid a mi habitación tan pronto como acabéis -le ordenó, y acto seguido salió de la estancia y se alejó con paso firme por el pasillo.
El hermano Eanred se quedó, con los brazos aún cruzados, mirando a Fidelma con una expresión de docilidad en sus rasgos. Parecía no haberle perturbado lo sucedido, como si la tensión habida momentos antes no hubiera significado nada para él.
– Bien, hermano Eanred… -empezó Fidelma.
El monje esperaba, con una sonrisa casi inexpresiva en los labios. Tenía los ojos pálidos, pero casi no transmitían emoción alguna.
– ¿Dónde estabais la pasada noche? Decidme qué hicisteis después de la cena.
– ¿Hice, hermana? -El hombre continuaba sonriendo-. Me fui a la cama, hermana.
– ¿Inmediatamente después de cenar?
– No, hermana. Después de cenar me fui a dar un paseo.
Fidelma alzó las cejas. Ya había supuesto que la placidez de Eanred ocultaba una mente simple. El monje era un criado voluntarioso, pero había que dirigirlo continuamente.
– ¿Dónde fuisteis a pasear?
– Fui a ver la gran plaza, hermana.
Eadulf los interrumpió. Llevaba rato sin hablar.
– ¿Queréis decir el Coliseo?
Eanred asintió con la cabeza tranquilamente.
– Así es como se llama. El lugar donde tanta gente fue asesinada. Estaba decidido a ver ese sitio. -Sonrió con satisfacción-. Hubo una procesión de antorchas hasta la plaza, la pasada noche.
Había sido la misma procesión en la que Eadulf y Fidelma habían participado antes de ir a la misa de medianoche por el alma de Aidán de Lindisfarne.
– ¿Cuándo regresasteis aquí?
Eanred frunció el ceño un momento y luego le enseñó su sonrisa hueca.
– No estoy seguro. Había mucha gente por ahí en ese momento y los soldados se agolpaban en las habitaciones.
– ¿Queréis decir que regresasteis después de que Wighard hubiera sido asesinado? Pero entonces era después de medianoche. ¿Alguien os vio llegar?
– Los soldados supongo. Oh, y el hermano Sebbi. Estaba en el pasillo y me dijo que despertara al abad Puttoc y le informara de que Wighard estaba muerto. Así lo hice.
– Debisteis de quedaros durante horas en el Coliseo si regresasteis aquí tan tarde -intervino Eadulf.
– No estuve allí todo el tiempo.
– ¿Entonces dónde?
– Me invitaron a una copa de vino en una villa elegante, no lejos de aquí.
Eadulf intercambió una mirada de exasperación con Fidelma.
– ¿Y quién os invitó a esa villa elegante, Eanred?
– El médico griego que he visto aquí tantas veces.
Fidelma alzó las cejas, asombrada.
– ¿Cornelio? ¿Os referís a Cornelio de Alejandría?
Eanred sonrió alegremente e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
– Así se llama, hermana. Sí, Cornelio. Cornelio me invitó a su villa para beber con él. Me encanta escucharle explicar cuentos de lugares lejanos, aunque mi latín sea muy malo, pues yo no tengo estudios, como ya sabéis.
– Así que pasasteis la noche con Cornelio y él sin duda lo podrá confirmar.
– Estuve con él -dijo Eanred frunciendo el ceño, al parecer sin entender lo que quería decir Eadulf.
– Ya veo. Y cuando regresasteis y descubristeis lo que estaba sucediendo, decís que el hermano Sebbi os dijo que despertarais al abad Puttoc. ¿Así lo hicisteis?
– Sí.
– ¿El abad Puttoc estaba dormido en su habitación?
– Estaba en su habitación bien dormido -afirmó el hombre.
– ¿Y qué pasó?
– El abad se sobresaltó, se puso una túnica y fue hasta la habitación de Wighard, donde había mucha gente.
– ¿Y qué hicisteis vos?
– Yo me fui a mi habitación, la que se encuentra al lado de la del abad, y me quedé dormido, pues estaba cansado y había bebido mucho de ese vino del médico griego.
– ¿No estabais interesado en saber cómo había muerto Wighard?
El hermano Eanred se encogió de hombros con indiferencia.
– Todo el mundo muere algún día.
– Pero Wighard fue asesinado.
La cara del hombre continuaba siendo inexpresiva.
– El hermano Sebbi me dijo que le dijera al abad que Wighard estaba muerto. Eso es todo.
– ¿No sabíais que había sido asesinado?
– Lo sé ahora, hermana. Desde que lo habéis dicho. ¿Puedo irme ahora? El abad quiere que vaya a su habitación.
Fidelma miró durante rato al hermano Eanred con intensidad y luego dejó ir un suspiro.
– Muy bien. Podéis retiraros.
El monje hizo una inclinación de cabeza y abandonó la habitación.
Fidelma se volvió hacia Licinio y Eadulf. Eadulf sonreía al tiempo que sacudía la cabeza.
– Bueno… Un hombre simple, sin duda. Sin embargo, me resulta extraño que Cornelio requiera su compañía para tomar una copa de noche, por ejemplo, para discutir de arte.
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