El hermano Ine se encogió de hombros con cierta indecisión.
– ¿No tenía otros enemigos? -insistió Fidelma.
El monje sombrío alzó sus ojos oscuros y alzó de nuevo los hombros.
– Ninguno que pudiera recurrir al asesinato.
Ella no hizo caso de la insinuación contenida en la respuesta y continuó:
– Vayamos a la noche del asesinato, hermano Ine. Como sirviente personal de Wighard, ¿ayudabais normalmente al arzobispo a prepararse para dormir?
– Así es.
– Pero no esa noche.
El hermano Ine frunció el ceño, una débil desconfianza invadió su rostro.
– ¿Cómo sabéis…? -empezó.
Fidelma hizo un gesto de impaciencia con su mano.
– La cama de la estancia no estaba dispuesta, el cubrecama no había sido retirado. Una deducción elemental. Decidme, ¿cuándo visteis por última vez a Wighard vivo?
El hermano Ine se reclinó y suspiró, mientras ponía en orden sus pensamientos.
– Fui a las habitaciones de Wighard dos horas antes del tañido del ángelus de medianoche.
– ¿Y dónde está vuestra habitación? -preguntó Fidelma.
– Junto a la del hermano Eadulf, que está justo enfrente de los aposentos del arzobispo.
Esto confirmaba lo que Eadulf le había dicho, pero era mejor no dejar nada sin confirmar.
– ¿Así que simplemente teníais que atravesar el pasillo hasta la habitación de Wighard?
– Sí, así es.
– Continuad -dijo Fidelma, y se reclinó observando bien al monje sajón.
El hermano Ine volvió a dudar.
– Fui a las habitaciones de Wighard tal como hacía normalmente a esa hora. Como vos sugerís, formaba parte de mis deberes prepararle la cama y ver si el arzobispo tenía todo lo necesario para su descanso nocturno.
– Dos horas antes del ángelus de medianoche es sin duda una hora temprana para retirarse. ¿Wighard siempre se acostaba tan pronto?
– Encontraba que el clima era incómodo y prefería levantarse temprano antes de que saliera el sol y trabajar entonces. Ha sido una costumbre suya, desde que vinimos a esta tierra, acostarse pronto y levantarse temprano.
Fidelma lanzó una mirada a Eadulf, quien, como secretario de Wighard, corroboraba con la cabeza lo que Ine decía.
– ¿Así que fuisteis a prepararle la cama? -inquirió Fidelma.
– El arzobispo parecía… -el hermano Ine vaciló y pensó lo que iba a decir- preocupado. Me dijo que prescindía de mis servicios aquella noche.
– ¿Os dio alguna explicación?
– Sólo que… -Ine volvió a dudar y parpadeó un momento, como si intentara recordar algo-. Dijo que tenía cosas que hacer, ver a alguien. Que se prepararía él la cama cuando fuera a acostarse.
Sor Fidelma alzó la vista con actitud interrogativa.
– ¿Tenía que ver a alguien? ¿No os pareció raro, puesto que, como decís vos, tenía por costumbre retirarse temprano?
– No. Simplemente supuse que tenía algún trabajo extra que hacer con su secretario, el hermano Eadulf aquí presente, para preparar la audiencia de hoy con Su Santidad. Wighard era un hombre sencillo y con frecuencia realizaba trabajos domésticos.
– Así que lo que estáis diciendo es que Wighard estaba esperando una visita a pesar de lo tarde que era y de su costumbre de retirarse pronto.
El hermano Ine volvió a mirar a Eadulf.
– Seguramente habló de ello a vos, hermano.
Eadulf negó con la cabeza.
– Yo no sabía nada de la visita que esperaba Wighard. Ciertamente, no era yo. Aquella noche yo no regresé al palacio hasta después de que Wighard fuera encontrado muerto.
– Y después de que Wighard le informara de que no os necesitaba, ¿regresasteis a vuestra habitación? -continuó Fidelma dirigiéndose a Ine.
– Así fue. Dejé a Wighard, cerré la puerta de la habitación y regresé a la mía. Fue después de medianoche cuando me despertó un alboroto y vi que los custodes del palacio llenaban el pasillo; acto seguido me enteré de que Wighard había sido asesinado.
– ¿Os fuisteis a dormir inmediatamente después de dejar a Wighard? -preguntó Eadulf.
– Sí. Y lo hice profundamente.
– Al parecer fuisteis la última persona que vio a Wighard y habló con él antes de su muerte -observó Eadulf, pensativo.
El hermano Ine alzó bruscamente la barbilla.
– Aparte de su asesino -dijo con énfasis.
Fidelma sonrió, apaciguadora.
– Por supuesto. Aparte del asesino de Wighard. ¿Y no tenemos ni idea de quién era ese visitante nocturno?
El hermano Ine se encogió de hombros.
– Yo he dicho lo que sabía -gruñó-. Entonces frunció el ceño y miró al uno y a la otra con desconcierto-. Pero yo creía que los custodes habían arrestado a un irlandés que vieron saliendo de las habitaciones de Wighard. Por tanto, es fácil deducir que era el religioso irlandés el visitante que el arzobispo esperaba.
– Decidme, Ine -continuó Fidelma, sin prestar atención al comentario-, como criado de Wighard, ¿era trabajo vuestro vigilar los valiosos regalos pertenecientes a los reinos sajones que él había traído para entregar a Su Santidad?
De nuevo una expresión fugaz de recelo atravesó el rostro de Ine.
– Así es. ¿Por qué?
– ¿Cuándo visteis por última vez esos tesoros?
Ine frunció el ceño y se mordió suavemente los labios, en actitud pensativa.
– Antes, aquel mismo día. Wighard me pidió que me asegurara de que todo estaba pulido y limpio para presentarlo a Su Santidad hoy.
– ¡Ah! -dijo Fidelma rápidamente-. ¿Así que la audiencia de Wighard con Su Santidad era para ofrecerle los presentes que había traído?
– Y también para que Su Santidad bendijera los cálices de los siete reinos -intervino Eadulf-. Eso lo sabían muchos.
Fidelma se giró hacia Eadulf.
– Así pues, si el robo fuera el móvil, mucha gente sabría que los objetos valiosos se iban a entregar a la tesorería de Su Santidad hoy y que de allí resultaría difícil sacarlos.
– También -dijo Eadulf con poca seguridad- se sabía que los cálices serían bendecidos y devueltos a Wighard para que los llevara de vuelta a Canterbury.
– Pero la mayor parte del tesoro ya habría sido bien guardada en la tesorería del palacio.
– Eso es cierto -admitió Eadulf.
El hermano Ine los miraba con el ceño ligeramente fruncido y con aire desconcertado.
– ¿Queréis decir que el tesoro no está? -preguntó.
– ¿No os habéis enterado? -preguntó Fidelma, interesada.
La expresión de sorpresa en el rostro de Ine era totalmente sincera.
– No. Nadie me lo ha dicho.
El melancólico monje sajón parecía excepcionalmente indignado. Fidelma pensó que la noticia había supuesto un golpe para su orgullo, pues se consideraba el confidente de Wighard. La indignación desapareció rápidamente de su rostro y una vez más afloró el semblante afligido.
– ¿Eso es todo? -preguntó.
– No -respondió Fidelma-. ¿A qué hora limpiasteis u os asegurasteis de que el tesoro estaba en el baúl de Wighard?
– Justo antes de la cena.
– ¿Y entonces estaba todo allí?
La barbilla se le levantó ligeramente y luego volvió a su sitio.
– Sí. Todo estaba allí -contestó con malhumor.
– Cuando entrasteis y visteis a Wighard, para prepararle la cama -intervino Eadulf-, ¿estaba el baúl abierto o cerrado?
– Cerrado -contestó con rapidez.
– ¿Cómo podéis estar tan seguro? -inquirió enseguida Fidelma.
– El baúl podía verse cuando uno entraba en las habitaciones del arzobispo.
– ¿Había algún guardia para vigilar tan valiosos objetos?
– Solamente los custodes del palacio que estaban por orden del gobernador militar. Había uno siempre patrullando por las escaleras que dan al pasillo.
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