Philipp Vandenberg - El divino Augusto

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Al pie de la estatua de mármol de Augusto se leía la inscripción: Imperator Caesar Augustus Divi Filius. Un aciago día, un rayo fundió la C de César; entonces el oráculo auguró que al emperador sólo le quedaban cien días de vida. Augusto, profundo creyente de profecías y portentos, es ya un anciano, ha perdido a su único hijo, ha enterrado a sus amigos y rememora lo que ha sido su existencia junto con sus más recónditos pensamientos en una serie de escritos que numera a partir de cien, en orden descendente: uno por cada día que le queda de vida. En el primero exclama. «Dadme cicuta contra la locura que ataca la excitable estirpe de los poetas.»

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El gran Alejandro me enseñó la tolerancia, pero el suelo donde germinó la semilla fue poco fecundo en este sentido, pues una mirada retrospectiva a mis 76 años de vida, no me permite descubrir vestigios de tolerancia, y donde esta asoma inesperadamente, más que llamarse así, debiera dársele el nombre de desidia, a la que lamentablemente tenía propensión. Jamás practiqué, como Alejandro, el arte de disparar con el arco, ni el salto desde el carro cuando los indómitos caballos cruzan los bosques en veloz carrera, tampoco perseguí a los zorros para cogerlos de la cola. Sin duda, fue consecuencia de mi precaria salud, que se evidenció a temprana edad y me obligó a ahorrar mis energías, pero gracias a la ayuda de las Musas logré llegar a esta avanzada edad, ¡por Júpiter!

A mí, Imperator Caesar Augustus Dlvi Filius y a él, el gran Alejandro, nada nos causaba mayor temor que las premoniciones de los malos sueños, presagios y sentencias de los oráculos. ¿No es paradójico? Un movimiento de nuestra mano, un plumazo, podrían significar la muerte de pueblos, el incendio de ciudades, la alteración del curso de los ríos, pero si un relámpago zigzaguea inesperadamente en el cielo, me cubro enseguida con la piel del becerro de mar, en tanto Alejandro echaba mano de la copa. Al gran macedonio siempre lo rodeaba una horda de babilonios, yo prefería a los egipcios, porque creo en los astros y desconozco las leyes que rigen sus trayectorias. Si a él le prometió dicha un manantial que surgió del suelo cuando iban a levantar su tienda, camino de la India, a mí un blanco rocío matutino me profetizó un regreso con salud. Ambas señales anunciaron la verdad, no se puede negar, pues jamás se hizo mayor abuso del vaticinio de los dioses que en aquellos tiempos.

En aquel entonces, cuando murió Lépido y yo asumí el cargo de pontífice, hice recolectar todos los libros de agorerías que circulaban en Roma para quemarlos públicamente. ¡Por Apolo, superaban dos millares! Solamente respeté los libros de las Sibilas en el templo de Apolo, en el Palatino, pues sólo ellos conocen el futuro a través de sediciones, inundaciones, nacimiento de monstruos y otras señales del cielo. Los quindecimviri custodian su secreto. A diferencia de Alejandro, yo visitaba los oráculos con escepticismo, jamás consulté a la Pitia de Delfos, al menos no en persona, y si me dais una respuesta de Claro, un oráculo donde los romanos se apiñan, me muestro escéptico.

En cambio, el macedonio aseguraba que los sacerdotes de los oráculos le habían proporcionado vaticinios secretos y el profeta del oráculo del desierto lo llamó hijo de Júpiter, lo cual unos califican de leyenda y otros lo atribuyen a desconocimiento del idioma, pues si el sacerdote alzó la mano y saludó al macedonio con la palabra “paidion" lo llamó simplemente "hijo mío", pero si pronunció equivocadamente "paidios", por no conocer el griego, llamó al macedonio "hijo de Júpiter". Como se ve, a menudo basta una sola letra para decidir sobre la divinidad.

Así pensé frente al difunto Alejandro, y quise separarme como un amigo de un amigo que acaba de exhalar su último suspiro, y le besé la frente, pero tropecé. Por torpeza o por la excitación, estuve a punto de precipitarme dentro del sarcófago y para evitarlo alargué mi mano izquierda con la mala fortuna de tocar la nariz de Alejandro, que se rompió en muchos pedazos cual si hubiera sido de cristal, y en un abrir y cerrar de ojos que visible un agujero donde antes había estado la nariz. La sangre se me heló en las venas al ver eso, quise huir, pero un oscuro poder no me dejó levantar los pies del suelo. No sé cuánto duró mi entumecimiento, pero dos guardianes debieron llevarme afuera. Ningún sacerdote fue capaz de interpretar si el accidente era un mal presagio, pues una señal de esa clase les era desconocida a todos y parecía no tener sentido.

Creedme, lo que escribo es la verdad y me esfuerzo en vano por apartar de mi la imagen, por más que cierro los ojos no lo logro.

La aparición me sigue como mi propia sombra, y, como mi sombra, siempre está presente: un agujero negro en la cabeza de Alejandro, ninguna herida que prometía curación mediante la atención de un especialista, no, ya entonces como hoy tuve la impresión de haber destruido para siempre a ese individuo parecido a los dioses… mi propio ídolo.

LXXXVIII

Próximo al vómito, mi mano se resiste a escribir. No logro desterrar de mi mente el agujero en la cabeza de Alejandro. Lo veo ante mí con toda claridad, un profundo agujero negro en lugar de nariz y en el fondo una tétrica cavidad… No puedo describirlo.

LXXXVII

Cuando lo vi, el gran Macedonio llevaba trescientos años de muerto y me pregunté si esos restos conservados que veían mis ojos eran Alejandro Magno o su imagen, el recuerdo, su sombra o nada más que una manida acumulación de átomos como pronosticaron Demócrito, Leucipo y cien años más tarde Epicuro. Ciertamente, los sacerdotes de Egipto adornaban a sus muertos como para asistir a un banquete, los bañaban durante setenta días en óxido de sodio para quitar al cuerpo todo líquido. Si damos crédito a Herodoto, quien informó ampliamente sobre el particular, extirpaban la masa encefálica por la nariz y las entrañas por un corte practicado en los tegumentos abdominales, lo lavaban con vino de palma y luego lo envolvían junto con sustancias aromáticas en vendas interminables de lienzo. Sobre ellas vertían por último una brea viscosa. De este modo, de acuerdo con el deseo de los sacerdotes, los cadáveres se conservaban por milenios, equipados para la eternidad.

Pues a diferencia de los griegos que entregan sus muertos a la tierra donde se descomponen y a diferencia de nosotros, los romanos, que incineramos a nuestros muertos en una pira y sólo sepultamos las cenizas, los egipcios conservan a sus muertos como fueron en vida, los cubren de joyas y sustancias aromáticas y los dejan expuestos en sarcófagos en bóvedas subterráneas, más parecidas a moradas que a bóvedas sepulcrales. Su camino hacia el juez de los muertos es penoso e involucra innumerables deberes. Si sus obras en vida merecen un juicio aprobatorio, regresan a su cuerpo.

En opinión de sus sacerdotes que, por razones de higiene, llevan la cabeza rapada, el hombre se compone de seis elementos, tres materiales: su cuerpo, el nombre y la sombra, y tres sobrenaturales: aneh, ha y ka. Ka es el hálito vital, imperecedero e inmortal; llaman ba a la fuerza espiritual del hombre que sobrevive a la muerte, y aneh a la imperecedera energía vital. Esto lo entenderá quien quiera hacerlo, a mí ya me resulta difícil comprender lo del cuerno, el alma y el espíritu que, según nuestros filósofos, integran al ser humano.

Repito mi pregunta: ¿ese cuerno inanimado frente al cual estuve sumido en contemplación, era el gran Alejandro, lo que fue el gran macedonio o ese cuerpo conservado tenía tanto que ver con Alejandro como Aristóteles con su doctrina? Quiero decir que el yo necesita por cierto un cuerpo, pero es indiferente que sea un cuerpo cualquiera. Lo divino en mí, lo que me ha convertido en Imperator Caesar Dlvi Filius ¿no pudo surgir también en el cuerpo de Livio, Horacio o Virgilio? ¿Mi divina simiente no pudo haber germinado en el vientre de Julia, Escribonia u Octavia, en lugar de hacerlo en el útero de mi madre Atia? Areo, mi filósofo de palacio, un griego como todos los discípulos de esta doctrina, con el que a diario discuto sobre la muerte y la vida, dice que el alma es la que mantiene la cohesión de la sustancia del hombre, si abandona el cuerpo, este muere y descompone. Así, dice Areo. Daría crédito a sus palabras, si aquel a quien llamamos Phiosophus no dijera otra cosa. Según unos, sólo los seres humanos tendrían alma; otros aseguran que los animales también la tienen, y Tales, representante de la idea que todo lo que se mueve de algún modo tiene alma, dijo que aun el imán es portador de un alma porque atrae al hierro. ¡Sic!

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