Janet Evanovich - Qué Vida Ésta

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Es una verdad universa reconocida que si se tiene un trabajo de riesgo, lo mejor que se puede hacer es mantenerlo al margen de la vida privada.
Sin embargo, ésta es una regla que la incombustible Stephanie Plum, la caza recompensas más patosa de la Costa este, parece incapaz de cumplir
En esta nueva entrega de sus descacharrantes aventuras, cuando Stephanie emprenda la búsqueda de una madre y una hija desaparecidas, no sólo la perseguirán malos malísimos como el mafioso Eddie Abruzzi, sino que además tendrá que soportar los bienintencionados consejos de la abuela Mazur, arreglarle la vida a su hermana Valerie, aceptar con buena cara la ayuda entusiasta aunque poco eficaz de su amiga Lula, los hirientes comentarios de los policías de su pueblo, siempre dispuestos a pasar un buen rato con sus meteduras de pata… Y por si todo esto fuera poco aún tendrá que decidir entre abandonarse a la lujuria en brazos del apuesto y misterioso Ranger o reconciliarse con Joe Morelli su novio de toda la vida

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Qué diablos, no tenía nada mejor que hacer. Estaba encerrada en el apartamento con el teléfono desconectado.

Dejé a Vinnie esperándome en el vestíbulo y fui a buscar mi cartuchera. Regresé con la funda de nailon negra sujeta a la pierna y mi 38 cargada y lista para disparar.

– Vaya -dijo Vinnie, evidentemente impresionado-. Por fin te lo tomas en serio.

Efectivamente. Me tomaba en serio que un conejo me hiciera guarrerías. Salimos del aparcamiento, Vinnie de copiloto y yo al volante. Me dirigí al centro de la ciudad, con un ojo atento a la carretera y el otro puesto en el retrovisor. Un todo-terreno verde se puso detrás de mí. Se saltó una línea continua y me adelantó. El fulano de la máscara de Clinton iba al volante y el espantoso conejo iba sentado a su lado. El conejo se volvió, sacó la cabeza por el techo solar y me miró. Las orejas le revoloteaban con el aire y se sujetaba la cabeza con ambas manos.

– Es el conejo -grité- ¡Dispárale! ¡Coge mi pistola y dispárale!

– ¿Estás loca? -dijo Vinnie-. No puedo disparar sobre un conejo desarmado.

Intenté sacar la pistola de la funda al mismo tiempo que conducía, sin gran éxito.

– Pues entonces le disparo yo. No me importa que me metan en la cárcel. Merecerá la pena. Le voy a pegar un tiro en esa estúpida cabeza de conejo -conseguí sacar la pistola de la funda, pero no quería disparar a través del parabrisas de Ranger-. Ocúpate del volante -dije a Vinnie. Abrí la ventanilla, me asomé y disparé.

El conejo se protegió inmediatamente en el interior del coche. El todoterreno aceleró y giró a la izquierda por una calle lateral. Esperé a que pasara el tráfico y fui detrás. Les vi delante de mí. Giraron una y otra vez hasta que completaron el círculo y volvimos a meternos en la calle State. El todoterreno se detuvo en una tienda abierta las veinticuatro horas y los dos hombres salieron corriendo por detrás del edificio de ladrillo. Vinnie y yo nos bajamos del CR-V y corrimos detrás de ellos. Les seguimos un par de manzanas, se metieron por un jardín y desaparecieron.

– ¿Por qué seguimos a un conejo? -Vinnie estaba doblado por la cintura, jadeando.

– Es el que tiró la bomba a mi CR-V.

– Ah, sí. Ahora lo recuerdo. Tendría que habértelo preguntado antes. Me habría quedado en el coche. Dios, no puedo creer que hayas estado disparando por la ventanilla del coche. ¿Quién te crees que eres, Terminator? Joder, tu madre me arranca los huevos si se entera de esto. ¿En qué estabas pensando?

– Me he puesto nerviosa.

– No te has puesto nerviosa. ¡Te has vuelto loca!

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Qué Vida Ésta - изображение 15

ESTÁBAMOS EN UN VECINDARIO de grandes casas antiguas. Algunas habían sido restauradas. Otras necesitaban una buena reforma. Algunas habían sido transformadas en edificios de apartamentos. La mayoría estaban situadas en parcelas de buenas dimensiones y daban la espalda a la carretera. El conejo y su compañero habían desaparecido por el lateral de una de las casas de apartamentos. Vinnie y yo merodeamos alrededor del edificio, quedándonos quietos de vez en cuando para escuchar, con la esperanza de que el conejo se descubriera. Inspeccionamos entre los coches que había aparcados a la entrada y miramos detrás de los arbustos.

– No los veo -dijo Vinnie-. Creo que se han ido. O han pasado por delante de nuestras narices y han vuelto al coche o se han metido en esta casa.

Los dos miramos a la casa.

– ¿Quieres que la inspeccionemos? -preguntó Vinnie.

Era una gran casa victoriana. Había estado en casas como aquélla en otras ocasiones, y estaban llenas de armarios y pasillos y puertas cerradas. Casas buenas para esconderse y difíciles de inspeccionar. Especialmente para una cagueta como yo. Ahora que me encontraba al aire libre, iba recuperando la cordura. Y cuanto más paseaba por allí, menos deseaba encontrar al conejo.

– Creo que voy a pasar de la casa.

– Buena elección -dijo Vinnie-. En una casa como ésta es fácil que te vuelen la cabeza. Claro que eso a ti te dará lo mismo, porque estás como una puta cabra. Tienes que dejar de ver esas películas antiguas de Al Capone.

– Mira quién habla. ¿Qué me dices de la vez que te pusiste a disparar en casa de Pinwheel Soba? Casi la destrozaste.

La cara de Vinnie se contrajo con una sonrisa.

– Me dejé llevar por la situación.

Nos encaminamos al coche con las pistolas todavía desenfundadas, atentos a cualquier ruido y movimiento. A media manzana de la tienda de veinticuatro horas vimos una columna de humo que se elevaba desde el otro lado del edificio de ladrillo. Era un humo negro y acre, que olía a goma quemada. La clase de humo que sale de un coche incendiado.

Se oían sirenas en la lejanía y tuve otro de esos presentimientos inquietantes. Terror en la boca del estómago. Le siguió una oleada de tranquilidad que anunciaba la llegada de la negación. No podía ser. Otro coche, no. El coche de Ranger, no. Tenía que ser cualquier otro coche. Empecé a hacer pactos con Dios. Que sea el Explorer, le sugerí a Dios, y seré mejor persona. Iré a la iglesia. Comeré más verdura. Dejaré de abusar del masaje de la ducha.

Doblamos la esquina y, como era de esperar, el coche de Ranger estaba en llamas. Muy bien, se acabó, dije a Dios. No vale ninguno de los pactos.

– ¡Hostias! -dijo Vinnie-. Es tu coche. Es el segundo CR-V que te cargas esta semana. Con esto puede que hayas batido tu propio récord.

El dependiente de la tienda de veinticuatro horas estaba en la calle, disfrutando del espectáculo.

– Lo he visto todo -dijo-. Ha sido un conejo gigante. Entró en la tienda y compró una lata de combustible para barbacoas. Luego roció el coche negro y le echó una cerilla. A continuación se fue en el todoterreno verde.

Guardé el arma y me senté en el reborde de cemento de la tienda. Por si fuera poco que me hubieran achicharrado el coche, me había dejado el bolso dentro. Las tarjetas de crédito, el carné de conducir, el brillo de labios, el spray de defensa y mi nuevo teléfono móvil habían desaparecido. Y había dejado las llaves en el contacto. Y el mando de mi sistema de seguridad estaba metido en el llavero.

Vinnie se sentó a mi lado.

– Siempre que salgo contigo me lo paso genial -dijo-. Deberíamos hacerlo más a menudo.

– ¿Llevas tu móvil?

El primer número que marqué fue el de Morelli, pero no estaba en casa. Bajé la cabeza. Ranger era el siguiente de la lista.

– Sí -contestó Ranger.

– Tengo un pequeño problema.

– No me digas. Tu coche se ha ido a tomar viento.

– Bueno, se ha quemado un poco.

Silencio.

– ¿Y te acuerdas de aquel mando que me diste? Estaba en el coche.

– Cariño…

Vinnie y yo seguíamos sentados en el bordillo cuando llegó Ranger. Llevaba vaqueros, camiseta negra y botas, y parecía casi normal. Echó una mirada al coche achicharrado, luego me miró a mí y sacudió la cabeza. En realidad, más que sacudir la cabeza, insinuó que sacudía la cabeza. No quise ni intentar imaginar qué pensamiento había provocado aquel gesto. Pero supuse que no sería bueno. Habló con uno de los policías y le dio una tarjeta. Luego nos recogió a Vinnie y a mí y nos llevó a mi casa. Vinnie se metió en su Cadillac y se marchó.

Ranger sonrió y señaló a la pistola que llevaba en mi cadera.

– Tienes buen aspecto, cariño. ¿Le has pegado un tiro a alguien hoy?

– Lo he intentado.

Soltó una risita suave, me pasó un brazo por el cuello y me besó justo encima de la oreja.

Héctor nos esperaba en el descansillo. Tenía toda la pinta de que le quedaría bien un mono naranja y grilletes en los tobillos. Pero, oye, ¿qué sé yo? A lo mejor es un tío encantador. A lo mejor ni siquiera sabe que una lágrima tatuada debajo del ojo significa un asesinato cometido por la pandilla. E, incluso aunque lo sepa, es una lágrima nada más, o sea, que tampoco es un asesino en serie, ¿no?

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