– Caramba, Val, has dicho «joder».
– Joder, claro. Estoy alucinando, joder. No puedo creer que te haya encontrado. Me puse a andar sin más. Creía que estaba yendo hacia Trenton, pero iba en dirección contraria. Y entonces vi la furgoneta. Y al mirar por la ventana vi que te estaban quemando. Y habían dejado las llaves en el contacto. Y… y voy a vomitar.
Frenó ruidosamente a un lado de la carretera, abrió la puerta y vomitó.
Después de eso, yo me hice cargo del volante. No podía llevar a Valerie a casa en aquellas condiciones. A mi madre le daría un patatús. Y me daba miedo ir a mi apartamento. No tenía teléfono, así que no podía ponerme en contacto con Ranger. Sólo quedaba Morelli. Puse rumbo al Burg y a la casa de Morelli y, sólo por probar, me desvié una manzana para pasar por delante de Pino's.
El coche de Morelli seguía allí, y el Mercedes de Ranger y su Range Rover negro. Morelli, Ranger, Tank y Héctor estaban en el aparcamiento. Llevé la furgoneta hasta un lado del coche de Morelli y Valerie y yo salimos tambaleándonos.
– Está en Pensilvania -dije-. En una casa junto a un camino de tierra. Iba a matarme, pero Valerie entró en la casa con la furgoneta y conseguimos largarnos.
– Joder, ha sido espantoso -dijo Valerie; los dientes le castañeteaban-. Estaba asustadísima, joder -se miró las muñecas, todavía inmovilizadas con la cinta adhesiva-. Tengo las manos atadas: -observó, como si no se hubiera dado cuenta hasta ese momento.
Héctor sacó una navaja y nos cortó las cintas. Primero a mí y luego a Valerie.
– ¿Cómo quieres que lo hagamos? -preguntó Morelli a Ranger.
– Tú llévate a Steph y a Valerie a casa -contestó.
Ranger me miró y nuestros ojos se encontraron por un instante. Entonces Morelli me echó un brazo por encima y me ayudó a subir a su coche. Tank acomodó a Valerie a mi lado.
Morelli nos llevó a su casa. Hizo una llamada de teléfono y apareció ropa limpia. De su hermana, supuse. Estaba demasiado cansada para preguntarlo. Valerie se arregló y la llevamos a casa de mis padres. Nos paramos un instante en la sala de urgencias del hospital para que me vendaran la quemadura y volvimos a casa de Morelli.
– Clávame un tenedor -dije a Morelli-. Estoy muerta.
Morelli cerró la puerta de su casa con llave y apagó las luces.
– Quizá debieras plantearte la posibilidad de hacer un trabajo menos peligroso, como ser bala de cañón humana o muñeco de banco de pruebas.
– Estabas preocupado por mí.
– Sí -dijo Morelli, acercándome a él-. Estaba preocupado por ti.
Me abrazó con fuerza y descansó su mejilla en mi cabeza.
– No he traído pijama -dije. Sus labios me rozaron la oreja.
– Bizcochito, no lo vas a necesitar.
Desperté en la cama de Morelli con el brazo ardiéndome salvajemente y el labio superior hinchado. Morelli me tenía firmemente abrazada. Y Bob estaba al otro lado. El timbre del despertador sonaba junto a la cama. Morelli alargó un brazo y lo tiró de la mesilla.
– Va a ser uno de esos días… -dijo.
Se levantó de la cama y media hora después estaba vestido y en la cocina. Llevaba zapatillas de deporte, vaqueros y una camiseta. Tomaba café y una tostada apoyado en la encimera.
– Ha llamado Costanza mientras estabas en el cuarto de baño -dijo, dando un sorbo al café y mirándome por encima del borde de la taza-. Uno de los coches patrulla encontró a Eddie Abruzzi hace una hora más o menos. Estaba en su coche, en el aparcamiento del mercado de frutas y verduras de los granjeros. Al parecer, se ha suicidado.
Miré a Morelli estupefacta. No podía creer lo que acababa de oír.
– Dejó una nota -siguió Morelli-. Decía que estaba deprimido por unos asuntos de negocios.
Hubo un largo silencio entre los dos.
– No ha sido un suicidio, ¿verdad? -dije en tono de pregunta, cuando quería ser una afirmación.
– Soy policía -contestó Morelli-. Si creyera que no es un suicidio tendría que investigarlo.
Ranger había matado a Abruzzi. Estaba tan segura de ello como de que estaba allí de pie. Y Morelli también lo sabía.
– Vaya -dije en voz baja.
Morelli me miró.
– ¿Te encuentras bien?
Dije que sí con la cabeza.
Se acabó el café y dejó la taza en el fregadero. Me abrazó con fuerza y me besó.
Dije «vaya» otra vez. Ahora con más sentimiento. Morelli sí que sabía besar.
Cogió la pistola de la repisa de la cocina y se la encajó en la cintura.
– Hoy me llevaré la Ducati y te dejo la camioneta. Y cuando vuelva del trabajo tenemos que hablar.
– Madre mía. Más charlas. Hablar nunca nos lleva a nada.
– Vale, a lo mejor no deberíamos hablar. A lo mejor sólo deberíamos dedicarnos al sexo salvaje.
Por fin, un deporte que me gustaba.