Janet Evanovich - Qué Vida Ésta

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Es una verdad universa reconocida que si se tiene un trabajo de riesgo, lo mejor que se puede hacer es mantenerlo al margen de la vida privada.
Sin embargo, ésta es una regla que la incombustible Stephanie Plum, la caza recompensas más patosa de la Costa este, parece incapaz de cumplir
En esta nueva entrega de sus descacharrantes aventuras, cuando Stephanie emprenda la búsqueda de una madre y una hija desaparecidas, no sólo la perseguirán malos malísimos como el mafioso Eddie Abruzzi, sino que además tendrá que soportar los bienintencionados consejos de la abuela Mazur, arreglarle la vida a su hermana Valerie, aceptar con buena cara la ayuda entusiasta aunque poco eficaz de su amiga Lula, los hirientes comentarios de los policías de su pueblo, siempre dispuestos a pasar un buen rato con sus meteduras de pata… Y por si todo esto fuera poco aún tendrá que decidir entre abandonarse a la lujuria en brazos del apuesto y misterioso Ranger o reconciliarse con Joe Morelli su novio de toda la vida

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– Lo siento -dije al sofá-. No es nada personal, pero has pasado a mejor vida.

Me incliné sobre uno de sus extremos y empujé el sofá por el salón y por el pequeño vestíbulo de enfrente de la cocina, hasta sacarlo por la puerta y dejarlo en el descansillo. Lo coloqué contra la pared, entre mi apartamento y el de la señora Karwatt. Luego entré corriendo en casa, cerré la puerta y solté un suspiro. Sabía que el mal fario no existía. Lamentablemente, eso era en el plano intelectual. Y el mal fario es una realidad emocional.

Saqué las galletas del horno, las puse en un plato y me las llevé al salón. Encendí la televisión y busqué una película. Irma no había dicho nada de que el mal fario se quedara en el mando, por lo que supuse que no se pegaba a los aparatos electrónicos. Acerqué una silla del comedor hacia el televisor, me comí dos galletas y me puse a ver la película.

A mitad de la película sonó el timbre de la puerta. Era Ranger. Vestido, como siempre, de negro. Con su cinturón de herramientas, como si fuera Rambo. El pelo recogido atrás. Cuando abrí la puerta permaneció en silencio. Las comisuras de su boca se curvaban levemente con la promesa de una sonrisa.

– Cariño, tu sofá está en el descansillo.

– Tiene el mal fario de la muerte.

– Sabía que tenía que haber una buena razón.

Le hice un gesto de desaprobación con la cabeza.

– Eres un presuntuoso -no sólo me había localizado en las carreras; además, su caballo había pagado cinco a uno.

– Hasta los superhéroes necesitan divertirse de vez en cuando -dijo, mirándome de arriba a abajo y entrando en el salón por delante de mí-. Huele como si quisieras marcar tu territorio con galletas de chocolate.

– Necesitaba algo con lo que exorcizar los demonios.

– ¿Algún problema?

– No -no desde que había sacado el sofá al descansillo-. ¿Qué hay de nuevo? Parece que vas vestido para trabajar.

– He tenido que poner orden en un edificio a primera hora de esta noche.

Una vez estuve con él mientras su equipo ponía orden en un edificio. Consistió en tirar a un traficante de drogas por la ventana de un tercer piso.

Tomó una galleta del plato.

– ¿Congeladas?

– Ya no.

– ¿Qué tal os ha ido en las carreras?

– Me encontré con Eddie Abruzzi.

– ¿Y?

– Tuvimos una pequeña charla. No le saqué todo lo que yo esperaba, pero estoy convencida de que Evelyn tiene algo que él desea.

– Yo sé lo que es -dijo Ranger comiéndose la galleta.

Me quedé mirándole, boquiabierta.

– ¿De qué se trata?

Sonrió.

– ¿Cuánto interés tienes por saberlo?

– ¿Estamos jugando?

Negó con la cabeza lentamente.

– Esto no es un juego -me apoyó contra la pared y se acercó a mí. Una de sus piernas se deslizó entre mis piernas y sus labios rozaron ligeramente los míos-. ¿Cuánto interés tienes por saberlo, Steph? -preguntó otra vez.

Dímelo.

– Lo añadiré a tu deuda.

Como si eso me fuera a importar. ¡Hacía semanas que había superado mi crédito!

– ¿Me lo vas a decir o no?

– ¿Recuerdas que te conté que a Abruzzi le gustan los juegos de guerra? Bueno, pues no se trata sólo de jugar. Colecciona objetos: armas antiguas, uniformes del ejército, medallas militares. Y no sólo los colecciona. Se los pone. Sobre todo cuando juega. Algunas veces cuando está con mujeres, según me han contado. Y otras, cuando va a cobrar una deuda importante. Se dice por ahí que Abruzzi ha perdido una medalla que, supuestamente, perteneció a Napoleón. Se cuenta que Abruzzi intentó comprarle la medalla al tipo que la tenía, pero éste no se la quiso vender, de modo que Abruzzi le mató y se la quitó. Abruzzi guardaba esa medalla en el escritorio de su casa. Se la ponía para competir. Creía que le hacía invencible.

– ¿Y es eso lo que tiene Evelyn? ¿La medalla?

– Eso he oído.

– ¿Cómo se hizo con ella?

– No lo sé.

Se apretó contra mí y el deseo me recorrió el estómago y me abrasó el bajo vientre. Estaba duro por todas partes. Los muslos, la pistola… todo estaba duro.

Bajó la cabeza y me besó en el cuello. Tocó con la lengua el lugar en que me acababa de besar. Y volvió a besarme. Su mano se deslizó por debajo de mi camiseta, con la palma calentando mi piel y sus dedos en la base de mi pecho.

– Hora de pagar -dijo-. Me voy a cobrar la deuda.

Casi me desplomo en el suelo. Me agarró de la mano y tiró de mí hacia el dormitorio.

– La película -dije-. Lo mejor de la película viene ahora -con toda sinceridad, no podía recordar ni un solo detalle de la película. Ni el título ni los actores.

Estaba pegado a mí, la cara a unos milímetros de la mía y su mano en mi nuca.

– Vamos a hacerlo, cariño -dijo-. Va a ser estupendo.

Y me besó. El beso se hizo más profundo, más urgente y más íntimo. Yo tenía las manos apoyadas sobre su pecho y sentía sus músculos vigorosos y los latidos de su corazón. O sea que tiene corazón, pensé. Eso es buena señal. Por lo menos debe tener algo humano.

Dejó de besarme y me metió en el dormitorio. Se quitó las botas, dejó caer el cinturón de herramientas y se desnudó. La luz era escasa, pero suficiente para ver que lo que Ranger prometía con su ropa de trabajo puesta se mantenía cuando se la quitaba. Era todo músculos firmes y piel oscura. Su cuerpo tenía unas proporciones perfectas. Su mirada era intensa e intencionada.

Me quitó la ropa y me tendió en la cama. Y de repente estaba dentro de mí. Una vez me dijo que acostarme con él me incapacitaría para estar con otros hombres. En aquel momento pensé que era una advertencia ridicula. Ya no me parecía nada ridicula.

Cuando acabamos, nos quedamos un rato tumbados el uno junto al otro. Luego recorrió todo mi cuerpo con una mano.

– Ha llegado el momento -dijo.

– ¿De qué?

– No creerías que ibas a pagar la deuda tan fácilmente, ¿verdad?

– Huy, huy, huy ¿ha llegado el momento de las esposas?

– No necesito esposas para esclavizar a una mujer -dijo Ranger besándome un hombro.

Me besó suavemente en los labios y luego bajó la cabeza para besarme la barbilla, el cuello, la clavícula. Siguió bajando, besándome el relieve de los pechos y los pezones. Me besó el ombligo y el estómago, y luego puso la boca en mi… ¡oh, Dios mío!

A la mañana siguiente, seguía en mi cama. Estaba pegado a mí, sujetándome contra él con un brazo. Me despertó el sonido de la alarma de su reloj. Apagó la alarma y se separó de mí para ver el busca que había dejado en la mesilla, al lado de la pistola.

– Tengo que irme, cariño -dijo. Y al momento siguiente estaba vestido. Y al siguiente se había ido.

¡Mierda! ¿Qué había hecho? Lo había hecho con el Mago. ¡Hostias! Bueno, tranquilidad. Vamos a analizarlo con sensatez. ¿Qué acababa de pasar? Que lo habíamos hecho. Y que se había ido. Se había ido de una manera ligeramente brusca, pero, por otro lado, era Ranger. ¿Qué esperaba? Y la noche anterior no había sido nada brusco. Había sido… asombroso. Suspiré y me levanté de la cama. Me di una ducha, me vestí y fui a la cocina a decirle buenos días a Rex. Pero Rex no estaba allí. Rex estaba viviendo con mis padres.

El piso parecía vacío sin él, así que decidí pasarme por casa de mis padres. Era domingo, y existía el aliciente añadido de los donuts. Mi madre y mi abuela siempre compraban donuts a la vuelta de la iglesia.

La niña caballo galopaba por toda la casa vestida con la ropa de la catequesis. Al verme, dejó de galopar y me miró con expresión meditabunda.

– ¿Ya has encontrado a Annie?

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