– No -le contesté-. Pero he hablado por teléfono con su madre.
– La próxima vez que hables con su madre, dile que Annie se está perdiendo muchas cosas en el colegio. Dile que me han puesto en el grupo de lectura de los Corceles Negros.
– Ya estás contando mentiras -dijo la abuela-. Te han puesto en el grupo de los Pájaros Azules.
– Yo no quiero ser un pájaro azul -protestó Mary Alice-. Los pájaros azules son una caca. Quiero ser un corcel negro.
Y se fue galopando.
– Me encanta esa cría -dije a la abuela.
– Sí. Me recuerda muchísimo a ti cuando tenías su edad. Una gran imaginación. Lo ha sacado de mi familia. Aunque se saltó una generación con tu madre. Tu madre, Valerie y Angie son unos pájaros azules sin remedio.
Cogí un donut y me serví una taza de café.
– Tienes un aspecto distinto -dijo la abuela-. No consigo saber qué es. Y no has dejado de sonreír desde que has entrado.
Maldito Ranger. Había reparado en la sonrisa al lavarme los dientes. ¡No se me borraba!
– Es increíble lo que puede hacer por ti dormir bien una noche -dije a la abuela.
Valerie se acercó a la mesa perezosamente.
– No sé qué hacer con Albert -dijo.
– ¿No tiene una casa con dos cuartos de baño?
– Vive con su madre y tiene menos dinero que yo.
Hasta el momento, ninguna sorpresa.
– Los hombres buenos son difíciles de encontrar -dije-. Y cuando los encuentras, siempre tienen algo malo.
Valerie rebuscó en la bolsa de los donuts.
– Está vacía. ¿Dónde está mi donut?
– Se lo ha comido Stephanie -dijo la abuela.
– ¡Sólo me he comido uno!
– Ah -dijo la abuela-, entonces, a lo mejor he sido yo. Me he comido tres.
– Necesitamos más donuts -pidió Valerie-. Tengo que comerme un donut.
Agarré mi bolso y me lo enganché al hombro.
– Voy por más. Yo también me comería otro.
– Te acompaño -dijo la abuela-. Quiero montar en ese lustroso coche negro. Supongo que no me dejarás conducirlo, ¿verdad?
Mi madre estaba junto a la cocina.
– Ni se te ocurra dejarle conducir. Te hago responsable. Si conduce y tiene un accidente serás tú quien vaya a visitarla a la residencia.
Fuimos al Tasty Pastry de Hamilton. Yo trabajé allí cuando estaba en el instituto. Y también perdí la virginidad allí. Detrás de la vitrina de los pasteles, después de cerrar, con Morelli. No estoy muy segura de cómo ocurrió. Un momento antes estaba vendiéndole un pastel y al momento siguiente estaba tirada en el suelo con las bragas bajadas. A Morelli siempre se le ha dado bien convencer a las señoras de que se quiten las bragas.
Aparqué el coche en el pequeño estacionamiento de al lado del Tasty Pastry. La hora punta de después de misa ya había pasado y el solar estaba vacío. Había siete espacios para aparcar perpendiculares a la pared de ladrillo rojo de la pastelería y estacioné en el del medio.
La abuela y yo entramos en la tienda y compramos otra docena de donuts. A lo mejor eran demasiados, pero es preferible que sobren a tener que pasar por una escasez de donuts.
Salimos de la pastelería y estábamos acercándonos al CR-V de Ranger cuando un Ford Explorer verde entró a toda marcha en el aparcamiento y frenó sonoramente a nuestro lado. El conductor llevaba una máscara de Clinton de goma y el asiento del pasajero estaba ocupado por el conejo. El corazón me dio un salto en el pecho y sentí un chorro de adrenalina.
– Corre -dije a la abuela, empujándola mientras metía la mano en el bolso para buscar la pistola-. Vuelve a entrar en la pastelería.
El tipo de la máscara de goma y el del traje de conejo se bajaron del coche antes incluso de que éste parara. Corrieron hacia la abuela y hacia mí con las pistolas en la mano y nos arrinconaron entre los dos coches. El de la máscara de goma era de altura y complexión normales. Llevaba vaqueros y zapatillas deportivas, y una cazadora de Nike. El conejo llevaba la cabeza del disfraz y ropa de calle.
– Contra el coche, y las manos donde pueda verlas -dijo el tipo de la máscara.
– ¿Quién se supone que eres? -preguntó la abuela-. Pareces Bill Clinton.
– Sí, soy Bill Clinton -contestó el tipo-. Póngase contra el coche.
– Nunca he acabado de entender lo del puro -dijo la abuela.
– ¡Póngase contra el coche!
Me pegué al coche mientras la cabeza me iba a mil por hora. Por la calle, delante de nosotras, pasaban coches constantemente, pero estábamos fuera de su campo visual. Dudaba que, si gritaba, llegaran a oírme, a no ser que alguien pasara por la acera.
El conejo se acercó a mí.
– Thaaa id ya raa raa da haar id ra raa.
– ¿Qué?
– Haaar id ra raa.
– No nos enteramos de lo que estás diciendo por culpa de esa estúpida cabezota de conejo que llevas -dijo la abuela.
– Raa raa -contestó el conejo-. ¡Raa raa!
La abuela y yo miramos a Clinton, que sacudió la cabeza con fastidio.
– No sé que está diciendo. ¿Qué demonios es raa raa? -preguntó al conejo.
– Haaar id ra raa.
– Dios -se quejó Clinton-. No hay quien te entienda. ¿Nunca antes habías intentado hablar con la careta puesta?
– Ra raa, gilipollas raa puta -dijo el conejo a la vez que le daba un empujón a Clinton. Este le hizo un gesto grosero al conejo-. Jaaaark -siguió diciendo. Y a continuación se abrió la bragueta y se sacó el pito. Lo sacudió en dirección a Clinton y luego lo sacudió hacia la abuela y hacia mí.
– Creía recordar que eran más grandes -dijo la abuela.
El conejo se la sobó y tiró de ella hasta que logró una medio erección.
– Rogga. Ga rogga -murmuró.
– Creo que intenta deciros que esto es sólo un avance -dijo Clinton-. Para que sepáis lo que podéis esperar.
El conejo seguía trabajándosela. Había encontrado el ritmo y le estaba pegando en serio.
– Quizá podrías ayudarle a acabar -dijo Clinton-. Adelante. Tócasela.
Se me torció el gesto.
– ¿Estás loco? ¡No pienso tocársela!
– Ya se la toco yo -dijo la abuela.
– Kraa -contestó el conejo. Y el pito se le aflojó un poco.
Un coche entró en el aparcamiento y Clinton le dio un tirón del brazo al conejo.
– Vámonos.
Retrocedieron sin dejar de apuntarnos con las pistolas. Los dos hombres se metieron en el Explorer y se marcharon.
– Tal vez tendríamos que haber comprado unos canutillos -dijo la abuela-. De repente me han entrado ganas de comer canutillos.
Metí a la abuela en el CR-V y la llevé a casa.
– Hemos vuelto a ver al conejo -dijo a mi madre-. El mismo que me dio las fotos. Supongo que debe de vivir cerca de la pastelería. Esta vez nos ha enseñado el pajarito.
Mi madre estaba lógicamente horrorizada.
– ¿Llevaba anillo de casado? -preguntó Valerie.
– No me he fijado -dijo la abuela-. No le estaba mirando precisamente a las manos.
– Te han apuntado con una pistola y te han acosado sexualmente -dije a la abuela-. ¿No has pasado miedo? ¿No estás nerviosa?
– No eran armas de verdad -contestó la abuela-. Y estábamos en el aparcamiento de una pastelería. ¿Quién podría tomarse en serio una cosa así en el aparcamiento de una pastelería?
– Las armas eran de verdad -aclaré.
– ¿Estás segura?
– Sí.
– Creo que me voy a sentar un poco -dijo la abuela-. Creía que ese conejo era uno de esos exhibicionistas. ¿Te acuerdas de Sammy el Ardilla? Siempre estaba bajándose los calzones en los patios de los vecinos. A veces le dábamos un sandwich cuando acababa.
El Burg siempre ha tenido unos cuantos exhibicionistas, algunos con problemas mentales, otros borrachos impenitentes, y otros que sólo querían pasar un buen rato. En la mayoría de los casos, la actitud general es de tolerancia resignada. De vez en cuando alguno de ellos se baja los calzones donde no debe y acaba con el culo lleno de perdigones.
Читать дальше