Sara Paretsky - Punto Muerto

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El jugador de los halcones Negros de Chicago, Boom Boom Warshawski, fue una leyenda del hockey. Más de mil personas asisten a su funeral, consternados al enterarse de que ha resbalado en un muelle y se ha ahogado. La policía se apresura a declarar que ha sido un accidente. Y no les gusta la idea de que V.I. Warshawski, meta su nariz femenina en un caso tan evidente. Pero entre atentados contra su propia vida y tragos de scotch, la intrépida e ingeniosa detective, se abre camino a través de un mundo de silos de cereal y cargueros de mil toneladas. Se introducirá en una senda que le hará descubrir si se está tomando las cosas de un modo demasiado personal o si su adorado Boom Boom fue en realidad asesinado…

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– Roger, estoy demasiado cansada como para comer nada y no me apetece contárselo a nadie.

Caminó hasta la calle State y llamó a un taxi. Me ayudó a entrar y me siguió.

– Mire, no hace falta que me hable de la entrevista, pero se sentirá mejor después de comer algo caliente y tomar otra copa.

Finalmente me dejé convencer. Había sido de lo más colaborador ayudándome a revisar los archivos de la Grafalk. Si quería oír los detalles sangrientos del resto del caso, ¿por qué no?

Fuimos al Filigree, un restaurante en el Hanover House Hotel que se parece a la idea que tengo de un club masculino: mesas discretas con cortinas color castaño que separan las mesas, una chimenea con alta repisa de mármol y camareros ancianos que parecen rezumar un vago desprecio hacia las mujeres que cenan allí: ¿apreciarán de verdad las exquisitas viejas reservas que están bebiendo?

Se va al Filigree por los filetes. Ante un grueso chuletón y una botella de Cháteau St. Georges de 1962, me sentí revivir.

– Esta tarde dijo que no estaba realmente preocupada por los cargueros ni por las esclusas; que se interesaba por todo esto desde un punto de vista personal. ¿Por qué?

Le expliqué a Ferrant lo de mi primo y los problemas de la Eudora.

– He estado viendo a la mujer con la que salió los tres meses antes de morir. Se llama Paige Carrington. Es una bailarina de talento, puede que no de la calidad de una bailarina de Nueva York, pero buena en cualquier caso. Es exquisita; el tipo de mujer a la que se admira, pero demasiado perfecta como para tocarla. Parece que hace años que es la amante de Grafalk. Él preparó una fiesta en la que ella pudiera conocer a mi primo; dijo que quería comprar una participación de los Halcones Negros y le pidió a Guy Odinflute que le organizase una fiesta para él y para todo el equipo. Siempre incluían a Boom Boom en ese tipo de acontecimientos y Grafalk se aseguró de que invitasen también a Paige. Bien, mi primo era tan vulnerable como cualquiera. Cuando Paige le sometió a un asedio incansable, él respondió, seguramente con entusiasmo. Ella es de esa clase de personas. Y se pasó los tres o cuatro meses siguientes averiguando lo que él hacía en la Eudora. Cuando resultó evidente que Boom Boom había descubierto la magnitud del problema y planeaba irle con el soplo a Argus, el presidente de la Eudora, el tierno corazón de Paige se conmovió: intentó que Phillips y Grafalk comprasen a mi primo. Pero en lugar de ello, se lo cargaron.

Bebí un poco más de vino y me recliné en el asiento. No había podido comerme más que la mitad de aquel excelente chuletón.

Hice un ademán con el vaso de vino en la mano.

– Todo el asunto de los cargueros y las esclusas parece ser algo aparte. Ni siquiera me habría interesado en ello si no hubiera parecido tener relación con lo que le sucedió a mi primo.

Acabé el vino y me serví otro vaso. A ese paso, iba a acabar medio trompa; después del día que había tenido, me apetecía. Ferrant pidió otra botella.

– Ahora mismo tengo un par de problemas. Uno es que, aunque la propia Jeannine me dijera que su marido había empujado a Boom Boom en el muelle, no tengo ninguna prueba. Y ella no va a ir y decirlo claramente, y nadie fue testigo del hecho. Tengo algunas pruebas de lo que estaba ocurriendo en la Eudora. Puedo mandárselas a Argus, pero lo único que voy a conseguir es desacreditar a Phillips. Aunque pudiesen relacionarlo con lo de Grafalk, eso no demuestra nada más delictivo que el cobrar comisiones.

El camarero se llevó mi plato con una mirada desdeñosa al filete sin terminar mientras el encargado del vino nos abría la segunda botella de St. Émilion. Como muchos hombres sumamente delgados, Ferrant comía muchísimo. Se tomó un chuletón de dieciséis onzas mientras hablábamos, junto con unas ostras a la florentina, las patatas especiales Filigree y un plato de tomates. Pidió tarta de queso y chocolate; yo pasé de postre y tomé un poco más de vino.

– Lo único de lo que podría acusar a Grafalk es de asesinar a Phillips.

Ferrant se enderezó en su silla.

– ¡Vamos, Vic! ¿Grafalk, asesinar a Phillips?

– Se le vio vivo por última vez el domingo a la una. La policía piensa que cayó a las bodegas y se ahogó hacia las ocho de la mañana como muy tarde. Así que, entre la una y las ocho, alguien le golpeó en la cabeza y le echó a un carguero de los Grandes Lagos. La policía tiene a un guardia de servicio a la entrada del puerto. No entra mucha gente en el puerto a esas horas y tienen una lista de las personas que han entrado. Estoy segura de que deben de haber revisado a fondo los coches de esas personas. Si alguna de ellas hubiera llevado el cuerpo de Phillips al puerto, le habrían detenido. Pero no han hecho ningún arresto.

– Puede que lo llevase a bordo en una bolsa de plástico y el coche no se manchase de sangre… ¿Estuvo Grafalk en el puerto aquella noche?

– No fue conduciendo.

– ¿Y cómo iba a ir? ¿Volando?

– No creo. Un helicóptero haría mucho ruido…

– ¿Entonces cómo pudo ir allí?

– Por Dios, Roger, me avergüenzo de usted. Viene del paísisla famoso por sus cuatro centurias de proezas navales. Tendría que ser lo primero que se le viniese a la cabeza.

Alzó las cejas.

– ¿Por barco? Debe estar de broma. -Se quedó pensándolo-. Supongo que pudo hacerlo. ¿Pero puede usted demostrarlo?

– No lo sé. Las pruebas son circunstanciales. Va a ser difícil convencer a la gente. Usted, por ejemplo. ¿Ve usted a Grafalk como criminal?

Sonrió a medias.

– No lo sé. Estuvimos viendo las cuentas de Grafalk esta tarde… y aun así, no es lo mismo meter a una persona en un carguero para que muera… ¿Qué hay de Bledsoe?

Negué con la cabeza.

– Bledsoe estaba en el Soo y su avión estaba en Chicago. No sólo eso; alguien había mandado aquí su avión para implicarlo en otro asesinato.

Me preguntaba qué harían los camareros si me acurrucaba en los blandos cojines de felpa y me dormía. Bostecé.

– Si no puedo convercerle a usted, que ha visto las pruebas financieras, sé que nunca podré convencer a la poli de que manden una orden judicial. Ir a registrar el yate de un hombre muy rico es un paso difícil de dar. Tienen que estar convencidos de verdad antes de dar un paso semejante.

Me recliné hacia atrás en mi asiento y cerré los ojos, sujetando aún el vaso de vino.

– No puede escapar como si tal cosa -murmuré para mí. Pero me parecía que sí iba a poder. Incluso aunque volase el Lucelia, porque nadie sabe de dónde provenían las cargas de profundidad. Si tuviese alguna prueba, alguien que hubiese visto a Grafalk y a Phillips en el barco el domingo por la mañana… o unas manchas de sangre en la cubierta del yate de Grafalk…

Abrí los ojos y miré a Ferrant.

– Necesito una prueba. Y las circunstancias no van a estar siempre a su favor. No puede ser. Aunque sea tan rico como Rockefeller.

Tras esta dramática declaración, me levanté de la mesa y caminé hacia la puerta con cuidada dignidad. El maitre d'hótel me echó una mirada desdeñosa. Las mujeres no sólo son incapaces de apreciar las grandes cosechas; además, se las beben a grandes tragos y se ponen repugnantemente borrachas.

– Gracias, buen hombre -le dije mientras sujetaba la puerta para que saliese-. Su desprecio por las mujeres le proporcionará más placer que cualquier miserable propina que yo pueda darle. Buenas noches.

En el vestíbulo del hotel había un teléfono público. Me acerqué a él, sorteando con cuidado las columnas griegas distribuidas aquí y allá, e intenté llamar a la Escuela de Adiestramiento Naval de los Grandes Lagos. La operadora y yo tuvimos nuestros más y nuestros menos hasta que conseguí hacerle entender lo que quería y me encontró el número. El teléfono sonó unas veinte veces, pero no contestó nadie. Un viejo reloj que estaba sobre la puerta de entrada mostraba que ya era cerca de la medianoche.

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