Sara Paretsky - Punto Muerto

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El jugador de los halcones Negros de Chicago, Boom Boom Warshawski, fue una leyenda del hockey. Más de mil personas asisten a su funeral, consternados al enterarse de que ha resbalado en un muelle y se ha ahogado. La policía se apresura a declarar que ha sido un accidente. Y no les gusta la idea de que V.I. Warshawski, meta su nariz femenina en un caso tan evidente. Pero entre atentados contra su propia vida y tragos de scotch, la intrépida e ingeniosa detective, se abre camino a través de un mundo de silos de cereal y cargueros de mil toneladas. Se introducirá en una senda que le hará descubrir si se está tomando las cosas de un modo demasiado personal o si su adorado Boom Boom fue en realidad asesinado…

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Por la noche se me recuperó el hombro; la rigidez había desaparecido casi completamente. Me vestí más fácilmente que hacía días, sintiendo sólo un pinchazo cuando tiré del grueso jersey de lana para metérmelo por la cabeza. Antes de bajar a desayunar volví a armar la Smith & Wesson y la cargué. No esperaba que Bledsoe se me echase encima delante de toda la tripulación del Lucelia Wieser, pero si lo hacía no me iban a servir de mucho el tambor y el martillo cada uno por su lado.

No había tenido mucho apetito mientras me dolía el hombro y pesaba unos tres kilos menos. Aquella mañana me sentía mejor y me tomé unos barquillos de nueces, salchichas, fresas y café.

Me había rezagado en el pequeño restaurante y la camarera de mediana edad tenía tiempo para charlar. Mientras me servía la segunda taza de café le pregunté dónde podía alquilar un coche. Había un Avis en la ciudad, me dijo, pero uno de sus hijos tenía un par de coches viejos que alquilaba si es que no necesitaba algo muy elegante. Le dije que sería perfecto siempre que el coche tuviese cambio automático, y ella se marchó a avisar a su hijo.

Se llamaba Roland Graham y hablaba con acento canadiense, un hablar arrastrado y cantarín que parece ocultar algo de escocés. Su coche era un Ford Fairmont del 75, viejo pero limpio y respetable. Le dije que sólo lo necesitaría hasta la mañana siguiente. La tarifa, pagada por adelantado en efectivo, era de treinta dólares.

El Holiday Inn estaba en el corazón de la ciudad. Al otro lado de la calle estaba la mayor iglesia presbiteriana que había visto en mi vida. Un moderno ayuntamiento se encontraba frente al hotel, pero en la calle de atrás había muchas tiendas cerradas y lugares para alquilar. Mientras bajaba hacia el puerto las tiendas se iban convirtiendo rápidamente en bares y sitios de chicas. A menudo me he preguntado si los marinos tienen de verdad los primitivos apetitos que las ciudades portuarias les atribuyen o si van a esos sitios tan sórdidos porque no hay nada más.

Encontrar al Lucelia fue un problema mayor de lo previsto. Thunder Bay es un puerto enorme, aunque la ciudad no tenga más de cien mil habitantes. Pero la mayor parte del cereal transportado por barco en Norteamérica pasa por este puerto al dirigirse al este y al sur, y la orilla del lago tiene millas y millas de imponentes silos.

Lo primero que pensé fue detenerme en cada silo para ver si el Lucelia se encontraba allí, pero las millas de torres que tenía a la vista me hicieron desistir. Entré en el patio del primero al que llegué. Tras andar dando tumbos por los baches llenos de barro, encontré una oficina minúscula con las paredes verdes. Pero un agobiado hombrecillo que había en su interior hablando por teléfono me dijo que no tenía ni puñetera idea de dónde podía estar el Lucelia; sólo sabía que no estaba allí.

Volví a la ciudad y busqué un periódico local. Como esperaba, publicaba una lista de los barcos que estaban en el puerto y dónde se encontraban. El Lucelia estaba amarrado en el silo 67, la Cooperativa de Cereales Manitoba.

Los silos no parecían estar en un orden numérico lógico. Me encontraba junto al 11, pero pasé junto al 90 sin ver el de Manitoba y perdí el tiempo retrocediendo. Al final lo encontré dos millas más abajo por la carretera, bien pasada la ciudad.

Metí el Ford en el patio de grava, con el corazón latiéndome de ansiedad. El silo de Manitoba era enorme, como doscientos rollos gigantes de papel de cocina puestos unos encima de otros. A pesar de lo grande que era, el barco amarrado en su extremo este no parecía más pequeño. El casco rojo del Lucelia brillaba lustroso al sol tardío de la mañana. Por encima de él, como cubriendo y descubriendo el monte Everest, se cernía una masa de humo blanco. Polvo de grano. El Lucelia estaba cargando.

El patio era un pantano de grava y barro. En las esquinas del silo, fuera del alcance del sol, residuos blancuzcos del invierno no habían acabado aún de derretirse. Aparqué fuera de los baches más visibles y me abrí paso a través del barro, los trozos de metal, los cartones y los montones de grano que formaban el ya familiar escenario de un silo.

La Smith & Wesson me pesaba en el costado mientras trepaba por la escalerilla del Lucelia hasta la cubierta principal. Me detuve un minuto al borde del lugar en que era obligatorio el casco, para vigilar la atareada escena, y pasé un dedo subrepticiamente bajo la funda de cuero que se me clavaba en el diafragma. Entrecerré los ojos y miré hacia las figuras blanquecinas. No pude averiguar si entre ellos estaba alguno de los que me interesaban. Pensé que podría reconocer la figura robusta de Bledsoe, pero en aquel momento no estaba segura.

Me encaminé hacia la cabina y subí los cuatro pisos hasta el puente de caoba. Sólo el piloto, Keith Winstein, estaba allí. Levantó la vista sorprendido cuando entré. Me reconoció en seguida.

– ¡Señorita Warshawski! ¡Vaya! ¿La está esperando el capitán Bemis?

– No creo. ¿Está por aquí? ¿Y el jefe de máquinas y Martin Bledsoe? -Hubiese sido una verdadera lata que Bledsoe hubiera vuelto a Chicago.

– Esta mañana están todos en Thunder Bay. Han ido al banco y a hacer esa clase de recados. No volverán hasta última hora de la tarde. Hasta que estemos a punto de zarpar, me temo.

– ¿Se van hoy? -me senté en uno de los taburetes de caoba-. En su oficina dicen que se van mañana.

– No, llegamos muy pronto desde Detroit. Llegamos aquí un día antes. En este negocio, el tiempo es oro, así que empezamos a cargar ayer por la noche. Acabaremos hacia las cuatro y zarparemos a las cinco.

– ¿Tiene idea de dónde puedo encontrar a Bledsoe o a Sheridan?

Sacudió la cabeza con pesar.

– Todo el mundo tiene cuentas bancadas en Thunder Bay, porque venimos aquí a menudo. Aprovechamos para poner nuestros asuntos en orden. Yo mismo me iré un rato en cuanto el segundo vuelva.

Me froté la frente, exasperada.

– ¿A dónde van desde aquí?

Winstein estaba empezando a irritarse.

– Llevamos esta carga a Santa Catalina, al otro lado de los lagos. ¿Por qué lo pregunta?

– ¿Cuál es su ruta? Es decir, ¿se detienen en alguna parte del camino en la que yo me pueda bajar?

El piloto me miró de un modo extraño.

– Si está pensando en zarpar con nosotros, señorita Warshawski, tendrá que aclararlo con el capitán.

– Sí, sí, bueno, supongamos que me da permiso. ¿Cuál es el puerto siguiente en que yo podría desembarcar?

Sacudió la cabeza.

– No hay sitio a bordo para que duerma usted. El señor Bledsoe ocupa el camarote.

Empecé a impacientarme.

– No estoy pidiendo un sitio para dormir. Por eso quiero desembarcar en el lugar más cercano posible.

– Supongo que será Sault Ste. Marie -dijo dubitativo-. Puede desembarcar cuando estemos al extremo de la esclusa. Pero no llegaremos allí hasta las tres de la tarde de mañana, como pronto. Sigue teniendo que buscar un sitio en el que pasar la noche.

– Oh, no se preocupe por eso -dije impaciente-. Me acostaré en el sofá, aquí en el puente si es preciso. Pero tengo que hablar como sea con el capitán y con Bledsoe. Y con Sheridan. Y maldita sea si voy a estar volando por todo el país para ver si me los encuentro.

– La verdad es que no puedo decidirlo yo -dijo Winstein tranquilamente-. Tendrá que hablar con el capitán Bemis. -Volvió a sus papeles y se marchó del puente.

16

Polizón

Cogí el Fairmont para volver al Holiday Inn, cantando A capital shipfor an ocean trip y The Barbary Pirates. Metí las cosas en la bolsa de lona y salí del hotel, dejando una nota para Roland Graham con las llaves del Ford en el mostrador. Era la una. Si el Lucelia no zarpaba hasta las cinco, me daba tiempo a tomar algo de comer.

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