Estaba dándole al operador las instrucciones para que marcase el número y a dónde lo tenía que cargar cuando mi enfermera de mediana edad volvió.
– Bueno, no vamos a hacer nada de esto hasta que la doctora diga que podamos hacerlo.
La ignoré.
– Lo siento, señorita Warshawski; no podemos permitirle que haga nada que la excite -arrancó el teléfono de mi ofendido puño-. ¿Hola? Aquí el hospital Billings. Su interlocutor no podrá terminar su llamada por el momento.
– ¿Cómo se atreve? ¿Cómo se atreve a decidir por mí si puedo hablar o no por teléfono? Soy una persona, no una bolsa de ropa del hospital ahí tirada.
Me miró severamente.
– El hospital tiene ciertas reglas. Una de ellas es mantener a los pacientes con conmoción y a las víctimas de accidentes tranquilos. La doctora Herschel nos hará saber si ya está usted preparada para empezar a llamar a la gente por teléfono.
Yo estaba ciega de rabia. Empecé a salir de la cama para arrebatarle el teléfono, pero la dichosa polea me mantenía atada.
– ¡Tranquila! -grité-. ¿Quién me está sacando de quicio? ¡Usted, llevándose ese teléfono!
Ella lo desenchufó de la pared y se marchó con él. Me tumbé en la cama jadeando de cansancio y furia. Una cosa estaba clara: no podía esperar a Lotty. Cuando la respiración volvió a ser normal, me levanté de nuevo y examiné la polea. Sujetaba firmemente mi brazo. Volví a inspeccionarla con el brazo derecho, con más cuidado esta vez. La escayola era fuerte. Aunque tuviese el hombro roto, lo mantendría en su lugar sin tirar. No había razón para que no me pudiese ir a casa si iba con cuidado.
Solté los alambres con la mano derecha. El hombro izquierdo se relajó contra la cama con un espasmo de dolor tan fuerte que las lágrimas me cayeron por las mejillas. Tras muchos intentos vanos de luchar con las sábanas, conseguí volver a poner el brazo izquierdo hacia delante. Pero la indefensión se combinaba con la frustración y me sentí con ganas de abandonar la lucha. Cerré los ojos y descansé diez minutos. Un cabestrillo me solucionaría el problema. Miré a mi alrededor dudando y al final encontré un paño blanco en el estante de abajo de la mesilla de noche. Me costó muchísimo darme la vuelta y acabé roja y jadeante cuando al fin conseguí ponerme de lado, alcanzar el paño y subirlo hasta la cama.
Tras un corto descanso, me puse un pico del paño en la boca y lo pasé alrededor de mi cuello. Usando los dientes y la mano derecha conseguí hacerme un cabestrillo decente.
Me bajé de la cama tambaleándome, intentando no mover el hombro izquierdo más de lo necesario, y abrí los estrechos armarios que estaban junto a la entrada. Mi ropa estaba en el segundo. Los pantalones negros estaban rotos por las rodillas y la chaqueta tiesa por la sangre seca. Mierda. Uno de mis trajes favoritos. Saqué los pantalones con una mano, ignorando la ropa interior, y estaba tratando de pensar qué hacer con ellos cuando entró Lotty.
– Me alegra ver que te encuentras ya mejor, querida -dijo secamente.
– La enfermera dijo que no debía excitarme. Como estaba poniéndome histérica pensé que sería mucho mejor que me fuese a casa, donde puedo descansar.
La boca de Lotty se torció en una sonrisa irónica. Me cogió por el codo derecho y me guió hasta la cama.
– Vic, tienes que quedarte aquí un día o dos más. Te has dislocado el hombro. Tienes que mantenerlo inmóvil para minimizar el daño en los músculos. Es un punto de tracción. Y te golpeaste la cabeza con la puerta cuando el coche volcó. Tienes un corte feo y estuviste inconsciente durante seis horas. No voy a dejar que juegues con tu salud.
Me senté en la cama.
– Pero Lotty, tengo que hablar con mucha gente. Y el Lucelia zarpa a las siete… Lo perderé si no me pongo en contacto con él pronto.
– Me temo que ya son pasadas las siete. Te volveré a traer el teléfono y podrás llamar. Pero francamente, Vic, incluso con tu constitución, tienes que mantener ese hombro inmóvil un par de días más. Venga.
Se me llenaron los ojos de lágrimas de frustración. Me latía la cabeza. Me recosté en la cama y dejé que Lotty me desvistiera y volviera a atarme el brazo a la polea. Odiaba tener que admitirlo, pero me alegraba de volver a estar acostada.
Fue al puesto de enfermeras y volvió con el teléfono. Cuando me vio haciendo malabarismos con el auricular, lo cogió y marcó el número ella misma. Pero el Lucelia ya había zarpado.
Cuentos para dormir
Al día siguiente recibí un flujo constante de visitas. Charles McCormick, sargento de la División de Tráfico, vino a informarme del accidente y a que le contara mi versión de los hechos. Le conté todo lo que recordaba. Como sospechaba, el camión que iba detrás de mí había golpeado a un coche cuando se desplazaba hacia el carril de la izquierda. El conductor del sedán se había precipitado hacia el parabrisas y había muerto. Dos pasajeros estaban en estado crítico, uno con lesiones en la espina dorsal. Mi aspecto debió dejar traslucir el horror y la culpabilidad que sentía, porque intentó tranquilizarme:
– No llevaban puestos los cinturones. No voy a decir que eso les hubiese salvado, pero puede que les hubiera ayudado. Desde luego, le salvó a usted la vida cuando su coche volcó. Hemos detenido al conductor del camión. No tiene ni un rasguño, claro. Le acusamos de conducción imprudente y homicidio involuntario.
– ¿Han revisado mi coche?
Me miró con curiosidad.
– Vaciaron el líquido de frenos. Y cortaron los cables de la dirección. Habían dejado lo suficiente como para ponerse en marcha, pero al mover el volante, los cables se rompieron del todo.
– ¿Cómo pude parar en el semáforo de la calle 130?
– Si frenaba usted con suavidad, debía quedar líquido suficiente como para poder hacerlo. Pero si pisaba el freno a fondo, no le serviría de nada… ¿Quién pudo hacer una cosa así? ¿Dónde había aparcado el coche?
Se lo dije. Sacudió la cabeza.
– Hay muchos vándalos en el puerto. Tiene suerte de haber salido viva de esto.
– Es una pobre excusa para el guarda que está en la Tri State. Debería mandar a alguien a hablar con él y comprobar si advirtió algo.
McCormick dijo que lo pensaría. Me hizo unas cuantas preguntas más y se marchó.
Alguien metió en la habitación un enorme ramo de flores primaverales. La nota decía:
Vic:
Siento muchísimo lo de tu accidente. Recupérate pronto.
Paige.
Muy amable. La esposa de Bobby Mallory mandó una planta. Murray Ryerson vino en persona trayendo un cactus. Le parecería gracioso.
– ¡Vic! Eres como los gatos. A nadie le aplasta un camión y vive para contarlo.
Murray es un chico grandote con pelo rojizo rizado. Parece una especie de Elliott Gould sueco. Su voz cálida y sus hombros de cuarenta y seis pulgadas redujeron la habitación del hospital a la mitad.
– Hola, Murray. Lees demasiados periódicos sensacionalistas. No me golpeó un camión: di con otro pobre bastardo al que alcanzó por detrás el camión.
Agarró una silla forrada de plástico, la acercó a la cama y se sentó en ella del revés.
– ¿Qué ocurrió?
– ¿Es una entrevista o una visita a un enfermo? -le pregunté, mosca.
– ¿Qué tal si me concedieses una entrevista a cambio de la historia de Paige? ¿O ya no te interesa?
Me animé considerablemente.
– ¿Qué has descubierto?
– La señorita Carrington es una chávala muy trabajadora… Perdón, una joven. Tiene una hermana mayor, pero no hermanos. Sacó un diploma del American Ballet Theater a los quince años, pero a la larga no sirvió. Vive en un apartamento en Astor Place. El padre murió. La madre vive en Park Forest South. Su familia no tiene mucho dinero que digamos. Puede que un amigo rico la ayude, o que el ballet le pague muy bien; tendrás que buscarte un detective para que lo averigüe con seguridad. En cualquier caso, lleva viviendo en el mismo sitio desde hace varios años.
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