El capitán Bemis era un hombre robusto y bajo, casi de mi altura. Tenía firmes ojos grises y modales pausados, sin duda útiles en alta mar. Habló con cubierta por un walkie-talkie y dijo a su piloto que se uniera a nosotros. Una figura con impermeable amarillo se destacó del grupo de cubierta y desapareció en la cabina.
– Estamos muy preocupados por el acto vandálico contra el Lucelia -me dijo Bemis-. Sentimos mucho que el joven Warshawski muriera. También nos gustaría saber qué es lo que tenía que decirnos.
Sacudí la cabeza.
– Yo no lo sé. No hablaba con Boom Boom desde hacía unos meses… Esperaba que pudiese haberle dicho a usted algo que me diese una pista acerca de su estado de ánimo.
Bemis hizo un gesto de frustración.
– Quería hablarnos del asunto aquel de las bodegas. ¿Se lo ha contado Sheridan? Bien, pues Warshawski preguntó si habíamos encontrado al culpable. Le dije que sí. Él dijo que creía que podía haber algo más que un marinero insatisfecho. Tenía que hacer aún ciertas comprobaciones, pero quería hablar conmigo al día siguiente.
El piloto vino al puente y Bemis dejó de hablar para presentármelo. Su nombre era Keith Winstein. Un joven fibroso, de unos treinta años, de pelo rizado y negro.
– Le estoy contando lo del joven Warshawski -le explicó Bemis al piloto-. De todas formas, Keith y yo le esperamos en el puente hasta las cinco el martes, con la idea de poder hablar con él. Luego nos enteramos de que había muerto.
– ¡Así que nadie le vio caer! -exclamé.
El piloto sacudió la cabeza con tristeza.
– Lo siento, pero ni siquiera nos dimos cuenta de que había habido un accidente. Estábamos amarrados en medio, pero ninguno de nuestros hombres estaba en el muelle cuando llegó la ambulancia.
Sentí un pinchazo de desánimo. Me parecía tan… tan injusto que Boom Boom hubiese podido perder la vida sin que nadie le viese… Intenté concentrarme en el capitán y su problema, pero ninguna de las dos cosas me parecían importantes. Me sentí estúpida, como si hubiese desperdiciado el día. ¿Qué es lo que había esperado encontrar, de todos modos? Dando vueltas por el muelle, jugando a los detectives, para tener que admitir al final que mi primo había muerto.
Sugerí a Bemis y a Winstein que localizasen al hombre que habían despedido y le interrogasen más a fondo, luego pretexté una reunión en el Loop y pedí al jefe de máquinas que me llevase de vuelta al aparcamiento de la Eudora. Cogí mi Lynx y me dirigí hacia el norte.
Vigilante, cuéntanos cómo va la noche
Mi apartamento es el último piso de un edificio barato de tres plantas en Halsted, al norte de Belmont. Todos los años los jóvenes profesionales modernos de Lincoln Park se van mudando un poco más cerca, amenazándome con echarme más al norte con sus casas adosadas, sus bares de vinos y sus ropas de correr de diseño. De momento, Diversey, dos manzanas más al sur, se ha convertido en la línea divisoria, pero puede cambiar cualquier día.
Llegué a casa alrededor de las siete, exhausta y confusa. Por el largo camino de vuelta a casa, inmersa en el tráfico diario durante dos horas, luché con mi depresión. Cuando al fin aparqué frente a mi edificio de piedra gris, el mal humor se había despejado un poco. Empecé a preguntarme cosas acerca de algunas conductas extrañas que había advertido en el puerto.
Me serví unos buenos dos dedos de Black Label y abrí los grifos de la bañera. Al pensar en ello, me pareció muy extraño que Boom Boom hubiera llamado al capitán, concertase con él una cita para hablar de vandalismo y luego muriera. No se me había ocurrido preguntar a Bemis ni a Winstein acerca de los papeles que Boom Boom hubiera podido robar.
Sonaba como si Boom Boom hubiese estado jugando a los detectives. Puede que por eso me llamara; no por desesperación, sino para pedirme una opinión profesional. ¿Qué habría descubierto? ¿Algo que mereciese la pena que yo también encontrara? ¿Seguía yo buscando algo más importante que un simple accidente con respecto a su muerte, o habría algo que debiera saber?
Di un sorbo a mi whisky. No podía aclarar lo bastante mis sentimientos como para saberlo. Me resultaba increíble que alguien hubiese matado a Boom Boom para impedirle hablar con Bemis. Además, ¿qué pasaba con la tensión existente entre Grafalk y Bledsoe? ¿Y el que la muerte de Boom Boom siguiese tan de cerca a su llamada a Bemis? ¿Y el accidente de hoy en el muelle?
Salí de la bañera, me envolví en una toalla de baño roja y me serví otro trago de whisky. Pasaban suficientes cosas raras por el puerto como para que mereciese la pena que hiciese unas cuantas preguntas más. En cualquier caso, pensé, tragándome el whisky, ¿qué pasaba si me ponía a trabajar por mi cuenta llevando a cabo una investigación? ¿Es eso más estúpido que emborracharme o hacer cualquiera de las cosas que hace la gente cuando muere un ser querido?
Me puse unos vaqueros limpios y una camiseta y me dirigí a la cocina. Un panorama desolador: las sartenes amontonadas en el fregadero, migas sobre la mesa, un trozo viejo de papel de aluminio, queso petrificado en el horno, de un plato de pasta primavera que había hecho hacía unos días. Me puse a fregar; hay días que el desorden te afecta tanto que no puedes resistirlo.
La nevera no tenía gran cosa de interés dentro. El reloj de madera de la puerta trasera marcaba las nueve. Demasiado tarde para salir a cenar, con lo cansada que estaba, así que me decidí por una lata de sopa de guisantes y unas tostadas.
Con otro whisky en la mano vi el final de una deprimente derrota de los Cubs en Nueva York: la octava de la serie. La Nueva Tradición toma el relevo, pensé lúgubremente, y me fui a la cama.
Me desperté alrededor de las seis en otro día frío y nuboso. La primera semana de mayo, y parecía noviembre. Me puse los pantalones largos de correr e hice concienzudamente cinco millas alrededor de Belmont Harbor y vuelta. Estaba utilizando la muerte de Boom Boom como excusa para la pereza y la carrera me dejó más agotada de lo que debiera.
Bebí zumo de naranja, me duché y tomé un poco de café recién molido con un panecillo y queso. Eran las seis y media. Tenía que estar en Eudora tres horas más tarde para hablar con el personal. Mientras tanto podía acercarme a echar un vistazo a las pertenencias de Boom Boom. Había buscado algo personal en mi anterior visita, algo que pudiera indicarme su estado de ánimo. Esta vez me concentraría en algo que pudiera indicar un crimen.
Un grupito de abogados y médicos hechos un brazo de mar surgieron del número 210 de East Chestnut. Tenían los rostros poco saludables de las personas que comen y beben demasiado la mayor parte del tiempo pero se mantienen en su peso con dietas severas y sesiones de raqueta entre medias. Uno de ellos me sujetó la puerta sin fijarse realmente en mí.
Al llegar al piso de Boom Boom, me quedé una vez más mirando al lago unos minutos. El lago levantaba olitas sobre el agua verde. Un puntito rojo se movía en el horizonte: un carguero de viaje al otro extremo de los lagos. Me quedé mirando largo tiempo antes de abrazarme los hombros y encaminarme al estudio.
Me encontré un panorama tremendo. Los papeles que había dejado en ocho ordenados montones estaban tirados de cualquier manera por toda la habitación. Los cajones estaban abiertos del todo, los cuadros arrancados de la pared, las almohadas de una cama auxiliar que había en el rincón hechas pedazos y la ropa de cama toda revuelta.
El zafarrancho era tan confuso y tan violento que me sentí embargada por la mayor indignación durante unos segundos. Un cuerpo yacía encogido en la esquina más alejada del escritorio.
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