Sara Paretsky - Punto Muerto

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El jugador de los halcones Negros de Chicago, Boom Boom Warshawski, fue una leyenda del hockey. Más de mil personas asisten a su funeral, consternados al enterarse de que ha resbalado en un muelle y se ha ahogado. La policía se apresura a declarar que ha sido un accidente. Y no les gusta la idea de que V.I. Warshawski, meta su nariz femenina en un caso tan evidente. Pero entre atentados contra su propia vida y tragos de scotch, la intrépida e ingeniosa detective, se abre camino a través de un mundo de silos de cereal y cargueros de mil toneladas. Se introducirá en una senda que le hará descubrir si se está tomando las cosas de un modo demasiado personal o si su adorado Boom Boom fue en realidad asesinado…

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Caminé rápidamente entre el lío de papeles, intentando no tocar el caos en el que pudiera encontrarse alguna prueba. El hombre estaba muerto. Llevaba una pistola en la mano, una Smith & Wesson 358, pero no había podido utilizarla. Tenía el cuello roto, por lo que pude deducir sin tocar el cuerpo. No vi heridas.

Le levanté la cabeza con suavidad. El rostro me miraba impasible, el mismo rostro inexpresivo que me había mirado dos noches antes en el vestíbulo. Era el viejo negro que estaba de turno de noche. Dejé otra vez su cabeza en el suelo con cuidado y salí disparada hacia el desproporcionado cuarto de baño de Boom Boom.

Me bebí un vaso de agua del grifo de la bañera y el estómago se me serenó un poco. Al usar el teléfono junto a la gran cama para llamar a la policía, me di cuenta de que el dormitorio también había sufrido ciertos disturbios menores. El cuadro rojo y morado de la pared estaba en el suelo y las revistas tiradas. Los cajones de la pulida cómoda de nogal estaban abiertos y la ropa interior por el suelo.

Examiné el resto del apartamento. Estaba claro que alguien había estado buscando algo. Pero ¿qué?

El nombre del vigilante nocturno era Henry Kelvin. La señora Kelvin llegó con la policía a identificar el cuerpo. Una mujer sombría, digna, cuyo dolor era más impresionante a causa del dominio que ejercía sobre él.

Los polis que aparecieron insistieron en tomárselo como un asalto cualquiera. La muerte de Boom Boom había sido ampliamente difundida. Cualquier ladrón emprendedor se aprovechó sin duda de la situación; fue lamentable que Kelvin le sorprendiese in fraganti. No dejé de decirles que no había desaparecido nada de valor, pero ellos insistieron en que la muerte de Kelvin había asustado a los intrusos y les habría hecho huir. Acabé por dejarlo.

Llamé a Margolis, el capataz del silo, para explicarle que me retrasaría, quizá hasta el día siguiente. A medio día la policía terminó conmigo y se llevó el cuerpo en una camilla. Iban a sellar el apartamento hasta que acabasen de tomar huellas y de analizarlo todo.

Eché un último vistazo. O los intrusos habían encontrado lo que habían venido a buscar, o mi primo había escondido lo que buscaban en otra parte, o no había nada que encontrar y ellos huyeron asustados. Mi mente voló hacia Paige Carrington. ¿Cartas de amor? ¿Cuan cercana había estado ella a Boom Boom en realidad? Tenía que volver a hablar con ella. Puede que también con alguno de los amigos de mi primo.

La señora Kelvin estaba sentada muy rígida en el borde de uno de los mullidos sofás blancos del portal. Cuando salí del ascensor, vino hacia mí.

– Tengo que hablar con usted. -Su voz era ronca, la voz de alguien que quiere llorar y en lugar de ello se pone furiosa.

– Muy bien, tengo un despacho en el centro. ¿Le parece bien?

Miró a su alrededor, en el poco íntimo portal, a los vecinos que la miraban al salir y entrar del ascensor, y asintió. Me siguió en silencio afuera y fue detrás de mí hasta Delaware, donde había encontrado un sitio donde aparcar mi pequeño Mercury. Algún día tendré dinero para comprarme algo bueno de verdad, como un Audi Quattro, por ejemplo. Pero mientras tanto compro cosas americanas.

La señora Kelvin no dijo nada de camino al centro. Aparqué el coche en un garaje enfrente del edificio Pulteney. No se dignó echar ni una mirada al suelo de mosaico sucio ni a las paredes de mármol lleno de agujeros. Por suerte, el fatigado ascensor funcionaba. Bajó crujiendo hasta la planta baja y me evitó el sofoco de tener que pedirle que subiera andando los cuatro pisos hasta mi oficina.

Nos encaminamos hacia el extremo este del pasillo, donde mi oficina domina la avenida Wabash, del lado en el que los alquileres baratos lo son mas aún debido al ruido que hay. Un tren chirriaba al pasar cuando abrí la puerta y la conduje hasta el sillón que guardo para las visitas.

Me senté tras el escritorio, un gran mueble de madera que conseguí en una subasta de la policía. Mi escritorio está frente a la pared, así que entre mis clientes y yo no hay más que un espacio abierto. Nunca me gustó utilizar los muebles para esconderme o intimidar a nadie.

La señora Kelvin se sentó muy tiesa en el sillón, con el bolso negro recto sobre el regazo. Su pelo negro estaba muy estirado y retirado de la cara por medio de ondas severamente dominadas. No llevaba más maquillaje que un lápiz de labios naranja oscuro.

– Habló usted con mi marido el martes por la noche, ¿verdad? -dijo finalmente.

– Sí, así es. -Mantuve una voz neutra. La gente habla más si te conviertes en parte de su decorado.

Asintió para sí.

– Vino a casa y me lo contó. Su trabajo le resultaba aburridísimo, así que cualquier cosa fuera de lo corriente que pasase me la contaba -volvió a asentir-. Usted es la albacea del joven Warshawski o algo por el estilo, ¿no?

– Soy su prima y su albacea. Me llamo V. I. Warshawski.

– Mi marido no era aficionado al hockey, pero le gustaba el joven Warshawski. El caso es que volvió a casa el martes por la noche, o sea, ayer por la mañana, y me dijo que una engreída joven blanca le había dicho que tenía que vigilar el apartamento del chico. Era usted.

Volvió a asentir. Yo no dije nada.

– Pues a Henry no le hacía falta que nadie le dijese lo que tenía que hacer -dio medio sollozo enfadado y de nuevo se controló-. Pero le dijo usted especialmente que no dejase entrar a nadie en su apartamento. Así que tenía usted que saber que iba a ocurrir algo raro, ¿no?

La miré con firmeza y negué con la cabeza.

– El portero de día, Hinckley, había dejado entrar a alguien en el apartamento sin que yo lo supiese con anterioridad. Había allí cosas que cualquier fanático chiflado podía haber encontrado de valor; su palo de hockey y cosas así; y documentos legales. No quería que nadie anduviese por allí.

– ¿No sabía usted que alguien iba a asaltar el piso?

– No, señora Kelvin. Si hubiese tenido alguna sospecha de ese tipo, hubiese tomado mayores precauciones.

Apretó los labios.

– Dice usted que no tenía sospechas. Y aun así tuvo que decirle a mi marido lo que tenía que hacer.

– Yo no conocía a su marido, señora Kelvin. Nunca le había visto antes. Así que no podía saber si era la clase de persona que se toma su trabajo en serio. No trataba de decirle cuál era su deber, sino que intentaba salvaguardar los intereses de mi primo.

– Bueno, él me contó, me dijo: «No sé quién creerá esa chica, usted, que se va a meter allí. Pero no voy a quitarle la vista de encima.» Así que se hizo el héroe y le mataron.

– Lo siento -dije.

– Sentirlo no le devolverá la vida.

Después de que se hubo marchado me quedé un buen rato sentada sin hacer nada. En cierto modo tenía la sensación de haber enviado al viejo a la muerte. Me había fastidiado el martes, haciéndome sentir como si estuviese hablando con la puerta del ascensor o algo así. Pero se había tomado lo que le había dicho muy en serio: más que yo misma. Debía haber estado vigilando sin parar la puerta del piso veintidós desde su pantalla de TV y vería entrar a alguien en el piso de mi primo. Entonces habría subido tras él. El resto estaba desagradablemente claro.

Era verdad que yo no tenía razón alguna para pensar que nadie fuese a entrar en el piso de Boom Boom, y menos aún alguien tan desesperado por encontrar algo que pudiese matar por ello. Pero había ocurrido y yo me sentía responsable. Me sentía en la obligación de investigar la muerte de aquel hombre.

El contestador de Paige Carrington tomó nota de mi llamada. No dejé ningún mensaje, pero cogí la dirección del Windy City Balletworks: 5400 N. Clark. Me detuve por el camino para tomar un sandwich y una Coca.

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