Anne Perry - Los anarquistas de Long Spoon Lane

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Los anarquistas de Long Spoon Lane: краткое содержание, описание и аннотация

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En el verano de 1893 una explosión hace arder varios edificios. Thomas Pitt participa en la persecución de varios hombres que se refugian en una casa de Long Spoon Lane. Tras un intercambio de disparos la policía entra en el lugar y se encuentra con que uno de los anarquistas tiene un tiro en la cabeza, sus compañeros culpan a la policía y se trata de un miembro de la aristocracia.
Para resolver el caso, Pitt se verá obligado a aliarse con un viejo enemigo y ex miembro del Círculo Interior, Sir Charles Voisey.

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Se afeitó, se vistió y un cuarto de hora después bajó. Le dolían los músculos a causa de los esfuerzos de la noche anterior y tenía más pequeñas heridas y arañazos de los que podía contar, pero había descansado. Había dormido sin pesadillas y tenía hambre.

El reloj de la cocina marcaba las nueve, pero sobre la mesa no estaban los periódicos. Charlotte se volvió desde el fregadero, donde secaba platos, y sonrió.

Gracie salió de la despensa con un cuenco con huevos y le dio los buenos días. Dejó que las mujeres lo mimasen antes de preguntar qué noticias había.

– Malas -comunicó Charlotte mientras Pitt terminaba la tercera tostada con mermelada y se servía otra taza de té.

Charlotte fue a la despensa y regresó con tres diarios. Los dejó sobre la mesa, delante de su marido, y recogió los platos.

En cuanto vio los titulares, se alegró de que Charlotte los hubiese escondido hasta después del desayuno. El periódico de Denoon era el peor. No criticaba a la policía, simplemente reconocía que se trataba de una tarea imposible. Aunque se le dieran más efectivos, armas y la libertad de detener a las personas de las que se sospechaba seriamente, era imposible que pudiese evitar atrocidades como aquella. Para ello la policía debía obtener información antes de que la situación fuera más violenta. Había que saber quién había planificado semejante salvajada y quién defendía unas convicciones que desataban aquella guerra contra la gente corriente de Londres y quizá de todo el planeta.

El editorial era apasionado, simple y con un tono airado que compartiría gran parte de la gente de Inglaterra. La policía, la BrigadaEspecial y el gobierno propiamente dichono estaban en condiciones de decir dónde o cuándo se repetiría otraatrocidad, qué casas serían las siguientes. Era mucho peor que loocurrido en Myrdle Street.

Allí no había muerto nadie. El aviso previo había dado tiempo a evacuar las casas. Esta vez no habían mostrado tanta humanidad. ¿Qué ocurriría a continuación? ¿Sería peor? ¿Más muertos e incendios que sería imposible apagar? Los bomberos no podrían controlar fuegos de mayores dimensiones. No disponían de efectivos suficientes. No había recursos, ni siquiera agua. Se quemarían barrios enteros de Londres.

La posibilidad de una devastación tan atroz exigía medidas extremas para evitarla. El gobierno debía tener competencias para proteger a quienes lo habían elegido y el pueblo tenía derecho a esperar que así fuese. Si hacían falta leyes habría que aprobarlas antes de que fuera demasiado tarde. Lo exigían el honor, el patriotismo y la decencia humana. La supervivencia dependía de que se hiciese.

Pitt esperaba leer algo por el estilo, pero al verlo impreso la realidad se imponía aunque se intentara no verla. Denoon no hablaba detalladamente de la ley que permitiría interrogar a los criados sin que el señor o la señora de la casa lo supiera. Aunque lo hubiese especificado, probablemente la mayoría de las personas no lo habrían considerado siniestro. Los que no tenían nada que ocultar tampoco lo temían. Era muy fácil justificar la utilización de dicha competencia. Era la medida en sí misma la que significaba dar carta blanca al chantaje: la posibilidad de interrogar sin tener que demostrar a ninguna autoridad que existían motivos justificados y el hecho de que el hombre o la mujer de cuyos actos se hablaría, cuya vida íntima, costumbres personales y pertenencias, relaciones y amistades se mencionarían no tendría la posibilidad de negar, explicar o refutar lo que se diría. Un criado podía equivocarse, haber oído solo una parte de la conversación, recordar lo sucedido con inexactitud o, simplemente, repetir cotilleos. Por si eso fuera poco, podía ser rencoroso, deshonesto, ambicioso o, lisa y llanamente, crédulo y manipulable. La ley dejaba en manos de los criados el poder de chantajear al señor o a la señora de la casa mediante una amenaza de traición, ante lo cual no había defensa.

El carácter privado del interrogatorio daba pie a que las posibilidades fueran casi ilimitadas y contra ello no existía la menor salvaguarda.

Levantó la cabeza y advirtió que Charlotte lo observaba.

– Es malo, ¿verdad? -preguntó quedamente su esposa.

– Sí. -Pitt vio en su mirada que también ella comprendía claramente la gravedad de la situación-. Desde luego que lo es.

– ¿Qué podemos hacer?

Pitt se obligó a sonreír al ver que Charlotte se incluía.

– Volveré a la cárcel e interrogaré a los anarquistas detenidos, aunque no creo que puedan ayudar. Francamente, dudo que un miembro de su célula haya cometido esta salvajada. En este atentado han muerto al menos cinco personas. Supongo que se mostrarán más dispuestos a hablar. Tú no hagas nada, a menos que decidas ir a ver a Emily y prestarle un poco de apoyo. -Escrutó el rostro de Charlotte-. Jack es uno de los pocos aliados en los que podemos confiar. Esta situación podría costarle muy cara.

– ¿Su carrera política? -inquirió Charlotte.

– Tal vez.

Charlotte sonrió con tristeza.

– Te agradezco que no hayas fingido. No te habría creído si me hubieras dicho que su carrera política no corre peligro.

Pitt se levantó de la mesa, dio un ligero beso a su esposa y se dirigió hacia la puerta de entrada para ponerse las botas. Sabía que Charlotte seguía de pie en la cocina y aún lo miraba.

En primer lugar, Pitt fue a ver a Carmody. Lo encontró recorriendo de un extremo a otro la celda; estaba tan tenso que le resultaba imposible permanecer sentado. Se volvió en cuanto oyó que la llave giraba en la gran cerradura de hierro, y ya estaba de cara a la puerta cuando Pitt entró. Tenía el pelo pegajoso y su cara pálida y llena de pecas había adquirido un tinte grisáceo.

– ¿Quiénes han sido? -preguntó Carmody en tono acusador-. ¡Es un asesinato! ¿Por qué no lo impidió? ¿Qué le pasa? ¿Quiénes son? ¿Son irlandeses, rusos, polacos o españoles?

– No creo que lo sean -repuso Pitt tan ecuánimemente como pudo-. ¿Quién le ha hablado de la explosión?

– ¡En la cárcel no se habla de otra cosa! -gritó Carmody-. Los carceleros cuentan las horas que faltan para que nos juzguen y nos ahorquen. Nosotros no tenemos nada que ver. Por favor, ya se lo dijimos. Queríamos sacar de en medio al maldito Grover y acabar con la corrupción policial, no matar a los habitantes inocentes.

– Todas las pruebas apuntan a que no se trata de anarquistas extranjeros, ya sea de Europa o de otros lugares.

– ¡No… hemos… sido… nosotros! -chilló Carmody. Le temblaba la voz-. ¿Me ha oído? No es eso lo que queremos ni aquello en lo que creemos. ¡Un atentado es un acto salvaje con el que no tiene nada que ver la libertad, el honor ni la dignidad humanas! Es un asesinato… y nosotros no somos asesinos.

Pitt le creía, pero todavía no podía decírselo.

– Magnus Landsborough está muerto -afirmó y se apoyó en la pared-. Welling y usted permanecen entre rejas. ¿Se le ha cruzado por la cabeza la posibilidad de que el propósito del atentado en Myrdle Street fuera quitarlos del medio?

Carmody estuvo a punto de hablar, pero se contuvo. Su cara perdió el color que le quedaba.

– ¡Por Dios! -exclamó-. ¿Piensa que…? ¡No puede ser! -Meneó la cabeza y negó varias veces, pero era evidente que dudaba. Intentó convencerse a sí mismo y en ningún momento apartó la mirada de los ojos de Pitt.

– ¿Por qué? -preguntó el investigador-. Es posible que en su célula hubiera alguien que tuviera otro plan, un proyecto más violento y decidido. ¡Lo que está claro es que a alguien le interesa esta estrategia!

– ¡No!

La palabra sonó hueca. Carmody comprendía la gravedad de los hechos y a medida que pasaba el tiempo la situación adquiría más sentido, incluso para él. Súbitamente se sentó en el catre, como si las piernas ya no lo sostuvieran.

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