Anne Perry - Los anarquistas de Long Spoon Lane

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Los anarquistas de Long Spoon Lane: краткое содержание, описание и аннотация

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En el verano de 1893 una explosión hace arder varios edificios. Thomas Pitt participa en la persecución de varios hombres que se refugian en una casa de Long Spoon Lane. Tras un intercambio de disparos la policía entra en el lugar y se encuentra con que uno de los anarquistas tiene un tiro en la cabeza, sus compañeros culpan a la policía y se trata de un miembro de la aristocracia.
Para resolver el caso, Pitt se verá obligado a aliarse con un viejo enemigo y ex miembro del Círculo Interior, Sir Charles Voisey.

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– Se pondrá bien -aseguró Pitt con convicción. Le arrancó un trozo de enagua y le vendó el brazo. Quizá lo había apretado demasiado, pero era necesario detener la hemorragia. Seguramente alguien había ido a buscar a un médico-. Ya está. -Pitt se incorporó, se agachó y ayudó a la mujer a ponerse de pie. Era pesada, se movía con torpeza y estuvo a punto de perder el equilibrio-. Apóyese en mí y la llevaré hasta la calle principal.

La mujer se lo agradeció y avanzaron juntos. Tras dejarla con una vecina, Pitt se volvió hacia la calle y vio a Victor Narraway frente a las llamas. Estaba delgado como siempre, anguloso, con el pelo de punta y la cara manchada de hollín y teñida de rojo por el reflejo del incendio.

La primera reacción de Pitt fue de incredulidad.

– ¿Cómo lo ha hecho para enterarse tan pronto? -preguntó a gritos en medio del estrépito-. ¿Sabía que ocurriría?

– ¡No, por supuesto que no, insensato! -espetó Narraway y se acercó-. ¡Lo he seguido!

– ¿Qué ha dicho? -A Pitt le costó entenderlo-. ¿Por qué? ¿Pensó que no lo conseguiría?

Otra casa se desplomó hacia dentro y las llamaradas ascendieron como la erupción de un volcán. El estallido echó a Pitt y a Narraway hacia atrás y el calor les dio de lleno en la cara. Pitt tropezó con una viga y con el cadáver de un hombre. Narraway evitó que cayera porque lo agarró del brazo, pero a punto estuvo de sacarle el hombro de sitio. Se incorporó con dificultades.

Llegó el primer coche de bomberos; los caballos jadearon con los ojos en blanco y al cochero le costó dominarlos. Inmediatamente después apareció otro, pero bastó una mirada para saber que era inútil tratar de sofocar los incendios. Lo único que podían hacer era evitar que las llamas se propagasen por las calles adyacentes.

Un joven con un maletín en la mano se abría paso en medio de los escombros y de vez en cuando se agachaba.

Narraway gritó algo, pero Pitt no entendió qué decía. Meneó la cabeza y echó a andar hacia un lugar en el que el hombre, al parecer médico, intentaba ayudar a alguien a ponerse en pie, aunque pesaba demasiado.

Pitt ayudó mientras hubo algo que hacer. Vio que Narraway iba y venía. Varias veces registraron juntos los escombros en busca de personas que siguieran vivas; apartaron las maderas, los ladrillos rotos y los cristales. Narraway era más fuerte de lo que Pitt suponía a juzgar por su cuerpo delgado, sabía cómo mantener el equilibrio y se dejaba llevar por su fuerza de voluntad.

Al final apagaron las llamas y el ruido de las paredes que caían disminuyó. Más gente echó una mano. Tuvo la impresión de que carros y carretas se llevaban a los heridos y posiblemente también a los muertos. En numerosas ocasiones, Pitt vislumbró el reflejo de la luz roja en los botones lustrados o en la forma alta y familiar del casco policial. Solo cuando se alejó un poco del desastre comprobó consternado que ya no veía la reconfortante panorámica de unas cuantas semanas atrás.

Permaneció junto a un carro lleno de escombros y vio a Narraway al otro lado, a un par de metros. Sin decir palabra, el jefe le ofreció una taza de hojalata llena de agua. Pitt intentó hablar, pero no consiguió articular palabra. Cogió la taza, bebió y finalmente masculló:

– Gracias.

La noche había caído por completo y solo se veía el resplandor rojizo de las llamas de dos casas que todavía ardían. Los bomberos habían remojado nuevamente los tejados, pero los incendios no se habían extendido.

Narraway cogió la taza y se la llevó a los labios. Pitt se sobresaltó al ver que le temblaba la mano. Su superior tenía la piel manchada de sangre y ceniza y, por primera vez desde que lo conocía vio miedo en su mirada.

No se trataba de miedo físico. Narraway no era temerario, pero se había acercado sin vacilar a las llamas y a las paredes que se desplomaban y estallaban para rescatar a las personas atrapadas. Pitt no necesitó preguntárselo para saber que era la escalada de la violencia lo que lo asustaba y la reacción que se produciría ante tamaña destrucción. Casi toda la calle estaba prácticamente destruida. Habría que demoler los edificios, allanar el suelo y construir nuevas casas.

Lo más trágico era que había, al menos, cinco muertos y más de veinte heridos, algunos graves. Tal vez algunos de ellos morirían. En esa ocasión no había habido un aviso previo y evidentemente habían colocado, como mínimo, el triple de dinamita que en Myrdle Street.La Brigada Especial notenía ni la más remota idea de quién había cometido aquellasalvajada.

Pitt miró a Narraway, que estaba agotado y sucio. Sin duda el cuerpo le dolía tanto como a él, le escocía la piel, le retumbaba la cabeza y notaba los pulmones cerrados y cargados cada vez que aspiraba. Pero, por encima de todo, debía de tener una abrumadora sensación de fracaso. La gente esperaría que lo hubiese evitado. De momentola Brigada Especial nohabía atrapado a nadie. No tenía ni una sola pista. No sabía pordónde empezar, nada que indicase que no volvería a suceder cuandoquisieran los anarquistas.

Narraway volvió a mirarlo. A ambos les habría gustado decir algo, pero la verdad no necesita palabras y las mentiras reconfortantes eran inútiles.

Narraway bebió otro sorbo de agua y pasó la taza a Pitt, que la vació.

– Vuelva a casa -ordenó Narraway y carraspeó-. Esta noche ya no hay nada que hacer aquí.

Pitt pensó que al día siguiente tampoco tendrían nada que hacer, pero deseaba volver a la seguridad de Keppel Street. De pronto lamentó profundamente que su jefe no tuviese un lugar así al que ir, ni nadie que lo quisiera con absoluta certeza. No quiso que éste leyera sus pensamientos.

– Gracias -aceptó quedamente-. Buenas noches.

No se había dado cuenta de que era tan tarde. Estaban a punto de dar las doce cuando abrió la puerta de su casa. En cuanto la cerró, Charlotte, todavía vestida, salió al pasillo y la luz del salón la iluminó por detrás.

– ¡Estoy bien! -exclamó rápidamente al ver la expresión de horror de su esposa-. ¡Solo es suciedad! Se va con agua.

– ¡Thomas! ¿Qué ha…? -Estaba boquiabierta, con una mirada de espanto y las mejillas terriblemente pálidas-. ¿Qué ha pasado?

– Otra explosión -respondió.

Le habría gustado estrecharla entre sus brazos, pero estaba sucio. No solo le mancharía la ropa, sino que le pegaría el olor del fuego.

Charlotte no pensó en ello. Lo rodeó con los brazos, lo abrazó con todas sus fuerzas y lo besó. Le apoyó la cabeza en el hombro y se aferró a Pitt como si quisiera impedir que escapara.

Pitt sonrió y la acarició con delicadeza; por fin estaba a salvo y la tenía en sus brazos. La cabellera de Charlotte se había soltado de las horquillas. Le quitó las pocas que quedaban y las echó al suelo. La melena cayó sobre sus hombros y Pitt hundió los dedos en ella y se regodeó con su suavidad. Era fresca, como la seda, tan resbaladiza y delicada que parecía líquida. Olía bien, como si las llamas, los escombros y la sangre solo fueran producto de su imaginación.

Lamentó la soledad de Narraway y, si lo hubiera pensado, incluso se habría compadecido de Voisey.

Por la mañana Pitt despertó sobresaltado y el silencio del dormitorio resonó en sus oídos. Los recuerdos volvieron a su mente con toda su violencia y dolor. Charlotte ya se había levantado. La luz del día brillaba al otro lado de las cortinas y una franja dorada atravesaba el suelo en el punto donde no estaban totalmente cerradas. Oyó el ruido de cascos de caballos y ruedas en la calle.

Se levantó rápidamente. Su esposa le había dejado ropa limpia en la silla. La vestimenta de la víspera estaba en el lavadero para que el olor no impregnase el dormitorio.

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