Tellman reaccionó, cruzó rápido la calle con un par de saltos y bajó los escalones. Alcanzó al hombre que intentaba abrir la puerta de servicio.
– ¡Señor Denoon! -exclamó Tellman con apremio. Piers dio un brinco como si hubiera gritado, se volvió, apoyó la espalda en la puerta y preguntó en tono imperativo: -Y usted, ¿quién es? Tellman ya había preparado la respuesta.
– He venido a hacerle una advertencia. ¡No se trata de una amenaza! -añadió. Gracias a la luz que permanecía encendida encima de la puerta de la cocina vio que Piers Denoon estaba ojeroso y tan tenso y nervioso como Stace había dicho-. Los policías que investigan el atentado de Myrdle Street saben que usted consiguió el dinero para la dinamita.
Piers lo miró fijamente; se notaba que hacía esfuerzos para no creerle. El terror de su expresión era tan patente que Tellman sintió una punzada de culpa. De todos modos, sabía que en ese momento no podía permitirse el lujo de ser misericordioso.
– Han interrogado a los detenidos, a Welling y a Carmody -añadió en tono apremiante-. Alguien debe de haber hablado. ¡Tiene que ser muy cuidadoso y avisar a los que le proporcionan el dinero!
– ¿Avisarles? -preguntó Piers Denoon y contuvo el aliento. Sus ojos parecían fosos insondables.
– ¡Escuche, yo no puedo hacerlo! -aseguró Tellman con gran sensatez-. No se entretenga, se están moviendo con gran rapidez.
¿Sería suficiente? ¿Lograrían sus palabras que Piers Denoon se reuniera con los que apoyaban a los anarquistas? ¿Obtendría así la prueba que Pitt necesitaba?
– Lo he oído -masculló Piers en voz baja. Estaba pálido y sudoroso, como si se encontrara enfermo.
Tellman movió afirmativamente la cabeza.
– Me alegro. Hágalo.
Se dio la vuelta, subió los escalones que conducían a la calle y se alejó. Se detuvo seis puertas más adelante y permaneció fuera de la vista por si Piers lo vigilaba. Cruzó la calle, bajó la mitad de los escalones de una casa en la que no había luces encendidas y se dispuso a esperar.
Cuarenta minutos después obtuvo la recompensa: vio que Piers Denoon subía nuevamente los escalones, en esta ocasión limpio, afeitado y ataviado con ropas en perfecto estado. Caminó rápidamente hacia el oeste, en dirección a Cavendish Square. Tellman tuvo que correr y lo alcanzó justo a tiempo de ver que abandonaba la acera y subía a un coche de caballos.
El policía maldijo para sus adentros y buscó otro coche con la mirada. Era tarde, hacía frío y la plaza estaba prácticamente desierta. Corrió por la acera hacia Regent Street y sintió un gran alivio al ver a veinte metros otro coche que se movía en dirección contraria. Corrió nuevamente. No se atrevió a detenerlo hasta que llegó a su lado; no quería llamar la atención. Subió y pidió al cochero que diese rápidamente la vuelta y siguiera al otro vehículo.
Fue una persecución frenética. En dos ocasiones perdió de vista a Piers Denoon, pero al final volvía a alcanzarlo. Estaban separados por una distancia de veinte metros cuando Piers se bajó a la mitad de Great Sutton Street, en Clerkenwell. Pagó al cochero y, tras mirar la acera arriba y abajo, llamó al número veintisiete.
Tellman gritó a su cochero que lo llevase a Keppel Street; se dio cuenta de que su voz sonaba ronca y de que tenía la boca seca. El sudor empapaba su cuerpo y se enfriaba, como si el aire se congelara.
Faltaba poco para la medianoche.
Pitt despertó al oír que Charlotte le hablaba con apremio; su voz delataba inquietud:
– Thomas, en la puerta hay alguien.
Pitt intentó despejarse. El dormitorio estaba a oscuras, apenas distinguía el perfil de su esposa pero notaba la sensación de calor de su proximidad. De todos modos, oyó unos golpes suaves e insistentes en la puerta.
– Ahora voy -dijo, estiró el brazo para tocarle el hombro y acarició unos segundos la suave piel de Charlotte.
Salió de la cama, cogió la vela y encendió una cerilla. La llama despidió la luz necesaria para buscar la chaqueta y el pantalón. Si debía salir tendría que volver para vestirse correctamente. Consultó el reloj de bolsillo, que había dejado sobre el tocador. Era poco más de la una y cuarto.
Las llamadas a la puerta habían cesado. Quienquiera que fuese debía de haber visto la luz a través de las cortinas y sabía que no tardarían en abrir.
Pitt encendió la lámpara de gas del rellano, bajó corriendo la escalera y se acercó a la puerta principal. Descorrió el cerrojo, la abrió y se encontró con Tellman. A la tenue luz del vestíbulo se le veía pálido y agotado.
– Pasa -dijo Pitt en voz baja-. ¿Qué ha sucedido?
Tellman entró y Pitt cerró la puerta. El aspecto del sargento era peor de lo que le había parecido. Tenía la piel pastosa, las mejillas hundidas y cubiertas de barba de un par de días y la mirada perdida.
– ¿Qué ocurre? -insistió Pitt-. ¿Tengo que vestirme o tenemos tiempo de tomar una taza de té?
Tellman temblaba ligeramente.
– No iremos a ninguna parte, al menos de momento.
Sin más comentarios, Pitt se volvió y lo llevó por el pasillo hasta la cocina. Tenía los pies fríos porque iba descalzo, pero el suelo de madera estaría calentito y, dado que la noche no estaba muy avanzada, tal vez podría reavivar el fuego del fogón sin necesidad de vaciarlo y empezar de nuevo.
Encendió la luz de gas de la cocina.
– Siéntate -ordenó a Tellman-. Subiré a decirle a Charlotte que eres tú y prepararé el té. Tellman obedeció.
Pitt regresó pocos minutos después con la camisa y los calcetines puestos. Retiró la ceniza del fogón, puso leña fina sobre las ascuas que seguían encendidas y esperó a que prendieran. Añadió carbón y cerró la puerta frontal para que el tiro funcionara bien. Llenó el hervidor y lo puso a calentar. En la cesta situada junto al fogón, los gatos Archie y Angus se movieron, se desperezaron, se reacomodaron y volvieron a dormirse.
– ¿De qué se trata? -preguntó Pitt. Se sentó frente a Tellman, ya que el agua tardaría unos minutos en hervir. Tellman pareció relajarse un poco. La cocina en la que Gracie trabajaba y en la que Pitt y él se habían reunido tan a menudo era lo más parecido a un hogar que tenía. A pesar de todo, una profunda tristeza demudó su expresión.
– No sé cuánto tiempo retendrán a Jones el Bolsillo. -Se mordió el labio-, Si la situación es tan mala como sospechamos podrían perder la prueba en su contra. Será mejor que actúes deprisa.
Miró a Pitt con expresión firme y apenada.
– ¿De qué se le acusa? -inquirió Pitt, deseoso de saber cómo se las había apañado Tellman-. ¿A qué prueba te refieres?
– De pasar dinero falso -respondió Tellman con un ligero tono de orgullo-. Es lo que hizo… con un poco de ayuda. Me llevé a un agente, para tener un testigo, pero no sé si puedo confiar en él. Podría sufrir un ataque de ceguera repentina. O, peor aún, podría decir que le metí el dinero en el bolsillo.
– ¿Y podrías haberlo hecho?
Pitt estaba preocupado por la situación de Tellman.
– No. Me ocupé de no acercarme a sus bolsillos. Lo sostuve y ordené a Stubbs que lo registrase.
– ¿Cómo llegó el dinero falso a sus bolsillos? -preguntó Pitt con curiosidad.
– Se lo entregué a una de las personas a las que fue a cobrarle. Ese hombre me debía un favor y se alegró de saldarlo.
– Entendido. ¿De qué se trata?
Pitt se moría de ganas de preguntar a Tellman por qué se había presentado en su casa a la una y media de la madrugada, pero su aspecto era tan penoso que se abstuvo de plantearlo abiertamente.
– Wetron me llamó a su despacho para hablar del tema -respondió Tellman con serenidad y se miró las manos, apoyadas en la mesa de la cocina-. ¡Tarde o temprano tenía que enterarse, pero ocurrió demasiado rápido! No sé si se lo dijo Stubbs o Grover, de Cannon Street, que estaba con Jones cuando lo detuve. -Levantó la mirada y clavó los ojos en Pitt-. Tras pavonearse un poco, Wetron me dijo que Piers Denoon, el primo de Magnus Landsborough, recauda el dinero de los anarquistas. Aseguró que todos lo saben y que es sorprendente quela Brigada Especial nolo haya averiguado. Me desafió a que te lo comentase.
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