Tellman regresó diez minutos después. Gracie cogió el vaso y bebió con el ceño ligeramente fruncido.
– ¿Qué te pasa? -preguntó el policía, preocupado-. ¿Está demasiado acida?
– Está deliciosa -contestó-. Estoy preocupada por el señor Pitt.
– ¿Por qué? -inquirió, deseoso de tranquilizarla. Si había reparado en la ansiedad de Pitt o en el sentimiento de culpa que lo carcomía porque el cuerpo en el que trabajaba y en el que había creído durante toda su vida estaba bajo sospecha de corrupción, tendría que alejarla de la verdad y darle otra explicación-. No olvides que trabajar enla Brigada Especial esmuy duro. No resulta tan sencillo como ser policía decomisaría.
– Tienes toda la razón -coincidió y bebió otro sorbo de limonada. Cuando prosiguió, su voz sonó tan bajo que probablemente los de al lado no la oyeron-: Intenta averiguar si los estúpidos que colocaron la bomba dicen la verdad acerca de la policía. Pero no se lo puede preguntar a cualquiera, ¿verdad? ¿En quién puede confiar?
– ¡Casi todos nosotros somos tan honrados como los integrantes de laBrigada Especial y el señor Pitt lo sabe!-exclamó Tellman acaloradamente.
– Sabe que tú lo eres -lo corrigió-. Del resto no sabe nada.
– Claro que sí. Sabe que… -Calló, consciente de que ni siquiera él mismo sabía en quién podía confiar.
Gracie lo observó con una mirada sagaz y reparó en la duda que había alterado su rostro. Tellman notó calor en las mejillas y se dio cuenta de que se había ruborizado.
– ¿Te lo ha contado? -preguntó abiertamente tras dejar a un lado la limonada-. Por lo tanto, sabes de qué está asustado, ¿verdad?
La amistad de Gracie era demasiado valiosa para arriesgarse a decir mentiras, incluso verdades a medias.
– No puedo hablar de temas policiales, ni siquiera contigo -respondió con seriedad.
Si le hubiera dicho que lo hacía para que no se preocupara se habría puesto furiosa. Ya lo intentó una vez y lo acusó de tomarla por tonta, para postre durante los dos meses siguientes lo trató como a un leproso.
– ¡Ni falta que hace! -apostilló rígidamente-. Hace casi diez años que trabajo para el señor Pitt y sé que, le cueste lo que le cueste, no permitirá que la corrupción continúe. Tampoco lo detendrá ver que la señora Pitt esté terriblemente asustada.
– ¿No es lo que querías? -preguntó Tellman, que había notado la admiración en su tono de voz y el brillo con el que lo miro a los ojos.
Gracie vaciló; tenía muchas dudas. Tellman no lo entendió.
– ¿No era lo que querías?
Estaba seguro de que no se había equivocado al interpretar sus emociones. Además de que la conocía, era lo que él también creía. Gracie miró para otro lado.
– Sé que eso es lo que él tiene que hacer -respondió en un tono tan bajo que apenas la oyó. Se volvió para mirarlo con los ojos llameantes y llenos de lágrimas-. Pero ¡no es tu caso! Si se enteran de lo que estás haciendo, ¿quién te sacará del aprieto? -Tragó saliva con el cuerpo rígido y los hombros cuadrados-. ¡Estás solo en el cuerpo de policía y si te atrapan ni el señor Pitt ni nadie podrá ayudarte! -Tellman abrió la boca para negar que estuviera haciendo algo peligroso-. ¡Samuel Tellman, no se te ocurra mentirme! -espetó; estuvo a punto de atragantarse-. ¡Ni te atrevas!
– No pensaba mentirte -se defendió rápidamente. No le quedaba otra salida. Si permitía que Gracie le dijera qué podía o no hacer, tomaría una decisión equivocada de la que no se libraría el resto de su vida y, por mucho que la quisiera, no estaba dispuesto a permitirlo-. Quería ahorrarte la preocupación de hablar de ese tema, pero no sé cómo te has enterado. Yo no te lo he dicho y estoy seguro de que el señor Pitt tampoco lo ha hecho.
– No es necesario que me lo digas -espetó sin dejar de hablar en voz baja, aunque impetuosamente-. ¡Puedo deducirlo yo sólita! Parece que los anarquistas volaron a propósito esas casas, una de las cuales pertenece a un policía de Cannon Street. El Parlamento intenta aprobar una ley para dar armas al cuerpo, pero el señor Pitt no quiere porque dice que dificultará las labores policiales, ya que la población le volverá la espalda. Su antigua comisaría de Bow Street está al mando de un cerdo intrigante que, como todos sabemos, es jefe del Círculo Interior, que hace poco estuvo a punto de matar al señor Pitt.
– ¡Gracie! -exclamó, alarmado-. ¡Baja la voz! ¡No sabes quién puede oírte!
La muchacha no le hizo el menor caso.
– Lady Vespasia y la señorita Emily también están preocupadas.
Hasta hoy no habíamos podido venir al espectáculo porque estabas muy ocupado y ahora estás tan ojeroso que parece que te hayan apaleado. ¿Sigues pensando que soy incapaz de deducir qué ocurre?
Tellman tendría que haber supuesto que ni siquiera podía albergar la esperanza de que Gracie solo conociese parte de la gravedad del problema. De todos modos, en lo que a sus deberes se refería daba igual.
– Al parecer puedes hacerlo -admitió-. Esperaba que no te enterases para que no tuvieras que preocuparte. -Gracie dejó escapar un bufido de desdén ante tamaño disparate-. Sigo decidido a hacer cuanto esté en mis manos. Y no vuelvas a preguntarme nada, porque no quiero tener que pedirte que no lo hagas ni pienso contarte lo que ocurre, no porque desconfíe de ti, sino porque prefiero que no tengas secretos con la señora Pitt ni te veas obligada a mentirle.
– ¡Ya lo sabe! -exclamó y tragó saliva-. ¡También sabe sumar dos más dos! ¡Sabemos que volaron esa casa porque el policía que vivía en ella es corrupto!
– En ese caso, da igual que yo no diga nada. Gracie, dejémoslo ya. Así serán las cosas y lo mejor es que te acostumbres.
Tellman permaneció muy quieto y la miró con decisión y expresión seria.
La muchacha se puso furiosa y apretó los puños en el regazo; sus dedos pequeños palidecieron y parecieron los de una cría. Respiró hondo varias veces, como si buscara la respuesta adecuada. Tellman detectó temor en su mirada, un miedo abrumadoramente real.
Estuvo a punto de ceder. ¿Y si se sentía demasiado al margen, tan excluida que no lo perdonaba? Tomó aire para añadir algo más suave.
– De acuerdo, Samuel -aceptó afablemente.
– ¿Qué has dicho?
Tellman estaba desconcertado. ¡Gracie le hacía caso!
– ¡Ya me has oído! -Su voz volvió a sonar aguda y enfadada-. ¡No pienso repetirlo! Pero… pero cuídate mucho, ¿de acuerdo? Prométeme…
– ¡Te lo prometo! -replicó, aliviado.
Deseaba estrecharla entre sus brazos y besarla, pero se habría sentido incómoda ante semejante muestra de afecto en un lugar público. Los asistentes volvieron a ocupar sus asientos para la segunda parte, las faldas se arremolinaron, la mitad de los presentes pisaron a la otra mitad. Hubo protestas y apresuradas disculpas.
Gracie se mantuvo tiesa y con la barbilla en alto. Se sorbió ligeramente los mocos y buscó el pañuelo, pero su cara estaba encendida de orgullo y de una especie de entusiasmo interior. No tuvo nada que ver con los contorsionistas del acto siguiente, con el cómico que le provocó dolor de barriga de tanto reír ni con el cantante que cerraba el programa y que logró que todos entonasen alegres canciones.
Tellman sonreía tan ufano que el vecino de asiento pensó que se le había escapado el sentido de uno de los mejores chistes, pero no preguntó nada.
Por la mañana, la alegría de Tellman se esfumó cuando llegó a la comisaría de Bow Street y encontró un mensaje en el que le ordenaban que acudiese inmediatamente al despacho del inspector Wetron.
– A sus órdenes, señor -dijo y, con la boca seca, se detuvo ante el escritorio de Wetron.
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