Anne Perry - Los anarquistas de Long Spoon Lane

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Los anarquistas de Long Spoon Lane: краткое содержание, описание и аннотация

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En el verano de 1893 una explosión hace arder varios edificios. Thomas Pitt participa en la persecución de varios hombres que se refugian en una casa de Long Spoon Lane. Tras un intercambio de disparos la policía entra en el lugar y se encuentra con que uno de los anarquistas tiene un tiro en la cabeza, sus compañeros culpan a la policía y se trata de un miembro de la aristocracia.
Para resolver el caso, Pitt se verá obligado a aliarse con un viejo enemigo y ex miembro del Círculo Interior, Sir Charles Voisey.

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Tellman retrocedió, arrastró consigo a Jones, se alejó de Grover y se aproximó a Stubbs.

– Sí, sargento, estoy seguro -contestó-. Es muy fácil comprobar si lleva encima dinero falsificado. Echemos un vistazo. ¡Agente Stubbs! -No le pidió que sujetara a Jones. Si lo soltaba, podían convertirse en tres contra uno y a Tellman no le quedaría ninguna salida. Ordenó-: Regístrele los bolsillos.

Durante unos momentos nadie se movió; por fin, Stubbs se adelantó.

Jones dejó escapar un resoplido.

– ¡Comprobarán que no llevo dinero falsificado! -se defendió, furibundo-. ¡Sargento Grover, usted me conoce! Esta es su zona. ¿Por qué permite que este agente de Bow Street se salga con la suya?

– Si lo que dice es verdad, le pediré disculpas -intervino Tellman y lo sujetó incluso con más fuerza, por lo que Jones retrocedió-. Incluso le pagaré la cena. ¡Muévase, Stubbs! ¿Qué le pasa?

A Tellman le costaba cada vez más sujetar a Jones; reparó en que alguien aparecía en el otro extremo del callejón y se acercaba por detrás de Grover. Este debió de oírlo, ya que se volvió, pero se giró de nuevo y miró a Tellman con una expresión de duda.

El recién llegado se acercó a la zona iluminada. Era Leggy Bromwich, un ladrón de poca monta que Tellman conocía desde hacía años. En un par de ocasiones Tellman había hecho la vista gorda cuando Leggy intentaba recuperar lo que era suyo, por lo que le debía algún que otro favor. No es que sirviera de mucho, pero al menos ya era algo.

– Hola, Leggy -saludó Tellman con una sonrisa que consistió, básicamente, en mostrarle los dientes-. ¿Has visto alguna buena falsificación en los últimos tiempos?

– ¿Tiene alguna, señor Tellman? -preguntó Leggy y se le iluminó la cara.

– La tendré en cuanto el agente Stubbs se decida a cumplir su trabajo.

Leggy se detuvo más allá del alcance de Grover, abrió los ojos de par en par y una ligera sonrisa alegró su rostro delgado.

Stubbs registró los bolsillos de Jones y sacó un puñado de dinero. -Solo son monedas -declaró con expresión impávida. Jones permaneció en silencio.

Tellman sintió que se le caía el alma a los pies. ¿Jones ya había entregado a Grover el billete falsificado o el tabernero lo había traicionado y no se lo había dado al extorsionador? Notó el sabor del fracaso en su boca.

– ¡Mire dentro de la camisa! -ordenó bruscamente.

– ¡Señor Tellman, ya está bien! -protestó Jones-. ¡No tienen ningún derecho! ¡Soy inocente!

Tellman retorció un poco más el brazo de Jones, que gritó.

– Sargento, no está en su distrito -advirtió Grover.

Stubbs miró a Grover e inmediatamente a Leggy. Introdujo la mano en la camisa de Jones y extrajo dos billetes de cinco libras.

– Mírelos -ordenó Tellman-. Obsérvelos atentamente.

Stubbs le hizo caso. Incluso a un metro de distancia Tellman se dio cuenta de que eran muy distintos. Al menos uno de ellos era una falsificación, y no muy buena por cierto.

– Sargento Grover, ¿qué me dice? -preguntó Tellman, que se alegró mucho de que Leggy Bromwich estuviera presente.

– Señor Jones, no sabe cuánto me ha decepcionado -aseguró Grover con falso pesar y retrocedió un paso-. Parece que, después de todo, el sargento Tellman tenía razón. Ha sido descuidado, muy descuidado.

Tellman volvió a mostrar los dientes a modo de sonrisa.

– Es una falsificación. Esta porquería es inútil. ¡No me gustaría que me pagasen una deuda con un puñado de esos papeles! Agente Stubbs, tenga la amabilidad de darme las esposas. Tendremos que llevarnos al señor Jones. Señor Grover, Leggy, que pasen un buen día. -Empujó a Jones para que mirara hacia el otro extremo del callejón y lo hizo avanzar, con Stubbs a su lado.

Se dirigió hacia la calle principal en la que, con un poco de suerte, encontrarían un coche de caballos. No volvió la vista atrás para ver la expresión de Grover ni la satisfacción que supuso iluminaba el rostro de Leggy Bromwich. Durante al menos un par de meses lo más sensato sería no volver a cruzarse con Grover.

Esa noche, después de dar la noticia a Pitt, Tellman se encontraba con Gracie en la calle, a la entrada del Gaiety Music Hall. La muchacha resplandecía de entusiasmo. Hacía casi tres semanas que le había prometido llevarla y en dos ocasiones habían tenido que postergarlo por culpa de las peticiones de Pitt. Esa noche estaba dispuesto a olvidarse de todo y salir con Gracie. Su luminoso rostro era suficiente motivo para tratar de apartar el problema de la corrupción de sus pensamientos, al menos hasta que regresara a su alojamiento y se diera cuenta de que no podía confiar en nadie.

Por otro lado, cabía la posibilidad de que los anarquistas estuvieran equivocados en cuanto al grado de corrupción. No eran, precisamente, personas muy sensatas o racionales. ¿Cómo podían hablar de algo tan absurdo como destruir el orden establecido a fin de volver a crear la justicia a partir del caos?

La duda de lo que Stubbs habría hecho si Leggy Bromwich no hubiese estado presente perseguía a Tellman. ¿Qué debía de haberle contado Stubbs a Wetron? Y, por otra parte, ¿qué le habría dicho Grover a Simbister? ¿Creía que Jones había dado realmente dinero falso o sabía que era el propio Tellman el que había colocado ese billete? De lo que estaba seguro era de que Grover no se delataría y acusaría al tabernero de pagar el dinero de la extorsión con billetes falsos.

Si la corrupción estaba tan extendida como temía Pitt y no la erradicaban, Tellman tendría que enfrentarse a un nuevo problema. Con profundo pesar se dio cuenta de que no podría continuar en la policía. Tendría que dedicarse a otra profesión… ¿cuál? No sabía hacer otra cosa. Acababa de proponerle matrimonio a Gracie. ¿Qué podía ofrecerle si no tenía trabajo?

La joven se aferró a su brazo, para no separarse de él en medio del gentío que empezó a avanzar cuando se abrieron las puertas. Fue una sensación agradable, cálida y enternecedora. ¡Bien sabía Dios cuánto había tenido que esperar para que Gracie le hablase cordialmente! Recordó el desdén que al principio había manifestado hacia él. Pasaba a su lado con la barbilla en alto, lo cual era todo un logro si se consideraba que apenas llegaba al metro y medio y era muy delgada. Sin embargo, tenía mucho carácter y desde el primer momento Tellman quedó fascinado. También debía reconocer que durante casi un año se había engañado y convencido de que lo único que ocurría era que lo irritaban sus intervenciones.

Entraron con el gentío y buscaron sus asientos. Se oían comentarios y risas mientras las mujeres se acomodaban las faldas, se quejaban de quienes tenían al lado y saludaban a los conocidos.

El espectáculo era excelente: un acróbata, un malabarista, dos contorsionistas que trabajaban juntos, una bailarina, varios cantantes y dos cómicos de primera. Tellman había comprado chocolate y caramelos de menta para Gracie y en el entreacto se proponía invitarla a una limonada. Durante tres horas apartaría de su mente todo lo que tuviese que ver con los delincuentes.

Se alzó el telón. En medio de los aplausos, el maestro de ceremonias anunció las actuaciones con el habitual lenguaje florido y rebuscado. Gracie y Tellman disfrutaron con el malabarista, que además de divertido era muy hábil, y con el acróbata, elegante y con dotes para la mímica. Se sumaron entusiasmados a los cantantes, al igual que hizo todo el público. La primera parte del espectáculo concluyó con desternillantes carcajadas tras la actuación de uno de los cómicos.

Cuando cesaron los aplausos y el telón de terciopelo rojo cayó, Tellman se puso en pie.

– ¿Te apetece una limonada?

– Sí, Samuel, gracias -aceptó Gracie cortésmente-. Me encantaría.

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