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Karin Fossum: El Ojo De Eva

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Eva es una joven pintora de escaso éxito, divorciada y madre de una niña pequeña. Un día se encuentra a Maja, una vieja amiga, que intenta convencerla para que se gane la vida como prostituta y poder saldar así sus deudas, cada día más acuciantes. Maja invita a Eva a su casa y la anima a ver por un resquicio de la puerta cómo se hace el trabajo. Pero de pronto el cliente y Maja se enzarzan en una pelea y Eva acaba con el cadáver de su amiga entre las manos. El comisario Sejer, que se encarga del caso, esconde una mente sutil y experimentada tras un aspecto ordinario y gris. Al hacerse cargo de la investigación intuye que la joven artista, a quien ha tomado declaración como amiga de la víctima, sabe más de lo que dice. Poco a poco irá atando cabos, pues todas las respuestas a sus interrogantes están en la vida secreta de Eva Magnus.

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– ¿Y dónde vive?

– En Fargerlundsásen, en Lundeby, una urbanización nueva. No es gente de aquí.

Sejer daba golpecitos en el protector del escritorio, que tenía impreso un mapamundi. Su mano cubrió toda América del Sur.

– Tendremos que ir para allá.

– Ya hemos enviado un coche patrulla.

– Entonces hablaré primero con Magnus y me quitaré un asunto de encima. Llama a los padres para decir que iremos; pero no digas ninguna hora en concreto.

– A la madre. El padre está de viaje y no lo encuentran.

Karlsen echó la silla hacia atrás y se levantó.

– ¿Por cierto, qué tal te fue? ¿Conseguiste los leotardos para tu mujer?

Karlsen se sorprendió.

– Los Pantyliners -explicó Sejer.

– No, Konrad, no eran leotardos. Pantyliners son esos papelitos que las mujeres se ponen en las bragas, salvaslips.

Salió y Sejer se puso a morderse una uña mientras notaba que un creciente nerviosismo le subía por el estómago.

No le gustaba nada que niñas de seis años no volvieran a casa, aunque sabía por experiencia que podía haber muchas causas: desde padres separados que querían demostrar su derecho a la propiedad, hasta cachorros sin hogar a los que los niños querían adoptar, o insensatos niños más mayores que se las llevaban de excursión sin avisar. Algunas veces se encontraban a niños que habían desaparecido dormidos entre algún matorral con el pulgar en la boca. Quizá no de seis años, pero había ocurrido varias veces con niños de dos y de tres años. Otras veces se perdían e intentaban durante horas encontrar el camino de vuelta. Algunos se ponían a chillar enseguida para que alguien los recogiera; otros permanecían mudos de miedo porque no querían llamar la atención. Por lo menos, las carreteras están tranquilas a las ocho de la mañana, pensó algo más sereno.

Se abrochó el último botón de la camisa y se levantó. Cogió también la chaqueta, como si la ropa pudiera protegerle de lo que le esperaba. Y luego salió al pasillo. Era verdoso en la luz de la mañana y le recordaba a ese viejo baño que había frecuentado de niño.

La celdas para los presos preventivos se encontraban en la quinta planta. Cogió el ascensor; siempre se sentía un poco tonto dentro de esa pequeña caja que subía y bajaba por las paredes. Además, iba demasiado rápido. Todas las cosas deberían tomarse su tiempo, pensó. Sentía que estaba llegando demasiado deprisa. De repente se encontraba delante de la puerta de la celda. Por un instante quiso reprimir las ganas de mirar primero por el ventanuco, pero no pudo resistirse. Estaba sentada sobre el camastro, con la manta sobre los hombros. Miraba por la ventana, desde la que se veía un trocito del cielo gris. La mujer se estremeció al oír el ruido de la llave en la cerradura.

– ¡Estoy harta de esperar!

El movió la cabeza, como dando a entender que la entendía.

– Ahora estoy esperando a mi padre. El abogado lo ha llamado y han ido a recogerlo en un taxi. No entiendo por qué tardan tanto, sólo hay media hora en coche.

Sejer se quedó de pie. No había ningún sitio para sentarse. En el camastro, junto a ella, resultaría demasiado íntimo.

– Tendrá que acostumbrarse a esperar, tendrá que esperar mucho en el futuro.

– No estoy acostumbrada. Siempre estoy haciendo algo. Normalmente me faltan horas y Emma no para de pedir cosas. Hay tanto silencio aquí… -dijo desesperada.

– Voy a darle un consejo: intente dormir por la noche. Intente comer. Si no, no lo aguantará.

– Por cierto, ¿a qué ha venido?

De repente Eva lo miró con desconfianza.

– Hay algo que debe saber.

Sejer dio un par de pasos y tomó impulso.

– Quizá no sea importante para el caso y para la sentencia, pero podrá resultar duro en otros aspectos.

– No entiendo nada…

– Durante todo este tiempo el forense nos ha ido enviando papeles.

– ¿Sí?

– Referentes tanto a Maja Durban como a Egil Einarsson. Se les ha hecho una serie de pruebas y hemos descubierto algo sumamente desagradable para usted.

– ¡Cuéntemelo de una vez!

– Maja Durban fue estrangulada con una almohada que el homicida apretó contra su cara.

– Ya lo sé, yo estaba mirando.

– Pero antes habían mantenido relaciones sexuales. Y ese hecho nos aporta una serie de puntos de referencia puramente fisiológicos en lo que se refiere a la identidad del homicida. Y resulta… -tomó aire- que el asesino no fue Einarsson.

Eva se quedó petrificada y miró al hombre boquiabierta, inexpresiva. Luego sonrió.

– Por lo tanto, Eva -prosiguió Sejer-, se equivocó de hombre.

Eva hizo un gesto de desesperación, y la sonrisa se le heló en los labios.

– Perdone, pero en cuanto a aquel coche no me cabe ninguna duda. Jostein y yo tuvimos uno igual.

– Por favor, olvídese un momento del coche. Puede que tenga razón en eso. Pero no era Einarsson el que iba dentro.

Una repentina duda asaltó a Eva.

– Nunca se lo prestaba a nadie -tartamudeó.

– Puede que hiciera alguna excepción. O alguien pudo haberlo cogido sin su permiso.

– ¡No es verdad!

– ¿Cuánto vio usted en realidad? Miraba por una estrecha rendija de la puerta. La habitación estaba en penumbra. ¿No se tapaba la cara con las manos la mayor parte del tiempo?

– Quiero que se vaya -sollozó.

– Lo lamento -dijo Sejer amablemente.

– ¿Desde cuándo lo saben?

– Desde hace bastante tiempo.

– Averigüe qué pasa con mi padre.

– Estarán al llegar. Procure descansar un poco, le vendrá bien.

Sejer seguía en medio de la celda, tenía ganas de salir corriendo, pero se controló.

– El crimen en sí no se altera -dijo Sejer.

– jNaturalmente que sí!

– Lo que es importante ante el tribunal es que usted creía que era él.

– ¡No puede ser! ¡Están equivocados!

– Puede ocurrir. Pero esta vez no lo estamos.

Eva permaneció un momento con la cara escondida en las manos, luego miró al hombre.

– Una vez, cuando teníamos trece años…

– ¿Sí?

Sejer esperaba.

– ¿Cree usted que se puede morir de miedo?

Él se encogió de hombros.

– Podría ser, pero sólo cuando uno es muy mayor y tiene el corazón enfermo. ¿Por qué?

– No, por nada.

Se hizo otra vez el silencio. Eva se pasó la mano por la frente, y echó un vistazo a su muñeca, pero recordó que le habían quitado el reloj.

– Pero si no era Einarsson…, ¿entonces quién era?

– Es lo que pretendo averiguar. Seguramente alguien del círculo de amistades de Einarsson.

– Averigüe por qué mi padre tarda tanto en llegar.

– Lo haré.

Sejer fue hasta la puerta, la abrió y se giró.

– No se enfade porque echemos de vez en cuando un vistazo a través del ventanuco. Es para comprobar que están bien. No somos unos mirones.

– Pues a mí me da esa sensación.

– Tápese la cabeza con la manta. Y recuerde que aquí dentro usted es sólo una de tantos. No es tan especial como cree. Es fuera de aquí donde usted se convierte en una persona muy interesante.

– ¡Vaya, cómo se expresa!

– Tendrá noticias mías.

Sejer cerró la puerta con llave.

Capítulo 47

La casa de Rosenkrantzgate 16 estaba recién pintada y más verde que nunca.

Sejer aparcó junto al garaje y estaba sacando un pie del coche cuando vio a Jan Henry sentado en el columpio. El niño permaneció un momento allí sentado, esperando tímidamente, pero al final se acercó a pasos lentos.

– Creía que ya no vendrías.

– ¡Pero si te lo había prometido! ¿Qué tal?

– Bien.

Se encogió de hombros y cruzó las piernas.

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