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Karin Fossum: El Ojo De Eva

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Eva es una joven pintora de escaso éxito, divorciada y madre de una niña pequeña. Un día se encuentra a Maja, una vieja amiga, que intenta convencerla para que se gane la vida como prostituta y poder saldar así sus deudas, cada día más acuciantes. Maja invita a Eva a su casa y la anima a ver por un resquicio de la puerta cómo se hace el trabajo. Pero de pronto el cliente y Maja se enzarzan en una pelea y Eva acaba con el cadáver de su amiga entre las manos. El comisario Sejer, que se encarga del caso, esconde una mente sutil y experimentada tras un aspecto ordinario y gris. Al hacerse cargo de la investigación intuye que la joven artista, a quien ha tomado declaración como amiga de la víctima, sabe más de lo que dice. Poco a poco irá atando cabos, pues todas las respuestas a sus interrogantes están en la vida secreta de Eva Magnus.

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Eva se golpeó contra algo húmedo y frío. Se había caído hacia delante y estaba tumbada boca abajo sobre la hierba. El río seguía fluyendo como si nada. Reinaba un gran silencio. Extrañada, sintió cómo una especie de parálisis iba extendiéndose por todo su cuerpo; no era capaz de mover ni un músculo, ni siquiera los dedos. Esperaba que alguien los encontrara enseguida. El suelo estaba frío y mojado, y empezó a tiritar.

Capítulo 43

Levantó la cabeza y vio una zapatilla azul; luego fue subiendo la mirada por la pierna del hombre preguntándose cómo no se había caído. Parecía todo tan tonto… Como si se hubiera quedado dormido mientras observaba el motor. Era extraño que no pasara nada. Nadie había acudido corriendo, no se oía ninguna sirena. Estaban los dos solos, completamente solos en la oscuridad.

Nadie los había visto. Nadie sabía dónde estaban, tal vez ni siquiera que estaban juntos.

Eva se levantó con gran esfuerzo, tambaleándose ligeramente, y notando lo mojada y pegajosa que estaba. El coche distaba del agua unos diez o doce metros, y el hombre no era muy grande, pesaría alrededor de setenta kilos. Ella pesaba sesenta, tal vez pudiera hacerlo. Si el río se lo llevaba a la deriva, pasaría algún tiempo antes de que lo encontraran; flotaría en dirección a la ciudad; y si movía también el coche, no encontrarían el lugar donde había sido asesinado y donde ella, sin duda, había dejado huellas. Aguzó el oído, asombrada de la lucidez y coherencia de sus pensamientos, y se acercó al coche. Levantó el capó cuidadosamente y volvió a poner la varilla. El hombre seguía colgado. No quedaba otro remedio que tocarlo, tocar la cazadora resbaladiza, que tenía grandes manchas de sangre. Cerró automáticamente las fosas nasales ante el olor, lo cogió por los hombros y le dio un empujón. El hombre cayó hacia atrás como un saco sobre sus pies, y ella se apresuró a retirarlos. Estaba tumbado boca arriba. Se inclinó sobre él y se le ocurrió sacarle la cartera del bolsillo, pensando que así tardarían más tiempo en averiguar quién era. Pero eso era ridículo. Lo agarró por debajo de los hombros, se volvió a mirar el río y empezó a arrastrarlo hasta allí. Era más pesado de lo que pensaba, pero la hierba estaba húmeda y él se deslizaba fácilmente con las piernas muy separadas. Eva lo arrastraba dos veces y descansaba, otras dos veces y volvía a descansar; y lentamente se iba acercando al río. Después de un rato se paró y miró la pálida calva antes de seguir. Por fin el hombre tenía la cabeza en el agua. Eva lo soltó. Había muy poca profundidad. Dio un par de pasos. Estuvo a punto de resbalar en las piedras, pero aún le cubría muy poco. Finalmente el agua helada rebasó sus botas y se metió en ellas. No obstante dio algunos pasos más, y se detuvo cuando el agua le llegaba a las rodillas. Volvió a la orilla, lo agarró de nuevo y empezó a arrastrarlo hasta la corriente. El hombre flotaba ya y era mucho más fácil moverlo. Continuó internándose en el agua hasta que sintió la corriente peligrosamente sobre los muslos. Entonces le dio la vuelta para que quedara boca abajo. El hombre chapoteó y se balanceó un par de veces, luego comenzó a moverse con la corriente. Su calva era una mancha clara en el agua oscura. Eva seguía dentro del río como petrificada, viéndolo alejarse. El agua le llegaba casi hasta las caderas. De repente ocurrió algo muy extraño: uno de los pies del hombre se levantó y su cabeza desapareció bajo el agua. Parecía estar buceando. Se oyó un suave murmullo en medio del constante rumor y el hombre desapareció. Eva siguió mirando, esperando que emergiera de nuevo, pero el río seguía fluyendo y desaparecía en la oscuridad. Salió del agua y se giró por última vez. Volvió al coche y bajó el capó con mucho cuidado. Cogió la linterna y la cartera, y abrió el maletero. Estaba ordenado y limpio. Descubrió un mono verde de nailon y se lo enfundó. Seguía con los guantes puestos, no se los había quitado en todo el tiempo. Se sentó por fin en el asiento del conductor. Volvió a salir del coche de un salto y comenzó a buscar en la hierba. Encontró la funda del cuchillo justo delante del coche y se la metió en el bolsillo. Pasaba un par de coches por la carretera y esperó para encender las luces. Cuando ya no se veía ninguno, puso el Manta en marcha y condujo lentamente por la pequeña arboleda. Subió la calefacción a tope y se internó en la carretera. Sus pies eran como dos bolas de carne muerta. Tal vez lo encontraran en cuanto se hiciera de día. O quizá, pensó, se había enganchado en alguna cosa y no salía a la superficie. Eso le había parecido: que la ropa o tal vez uno de los brazos se había enganchado en algo que había en el fondo, como un árbol que hubiera caído al río o algún otro objeto, y tal vez se quedara balaceándose con la corriente hasta que su esqueleto fuera consumido por el agua y los peces. Es un coche agradable de conducir, pensó. Mantenía una velocidad constante, mientras se dirigía a la ciudad. Cada vez que se cruzaba con algún vehículo contenía la respiración, como si los demás conductores pudieran ver a través del cristal lo que había sucedido. Después de pasar el puente, se metió en la autovía en dirección hacia Hovland y el vertedero. Allí dejaría el coche. Lo encontrarían enseguida, tal vez incluso al día siguiente; nada podía esconderse eternamente. Y luego perderían el tiempo rastreando en el vertedero. Y tal vez él fuera a la deriva hasta muy lejos, quizá hasta el mar, y apareciera en la orilla de otro lugar, de otra ciudad, y entonces buscarían otra vez en el sitio equivocado y el tiempo pasaría, posándose como un polvo gris sobre todas las cosas.

Capítulo 44

Sejer se levantó y se acercó a la ventana.

Era muy tarde. Miró para ver si descubría alguna estrella, pero no se veía ninguna, el cielo estaba demasiado claro. En esa época del año se le ocurría pensar a menudo que las estrellas habían desaparecido para siempre, que se habían ido para brillar sobre otro planeta. Esa idea le entristecía. Sin las estrellas no tenía ya esa sensación de seguridad, era como si hubiese desaparecido el tejado de la tierra. Pero el cielo continuaba eternamente.

Estos últimos pensamientos le hicieron sacudir la cabeza.

Eva sacó del paquete el último cigarrillo; tenía un aspecto sereno, casi aliviado.

– ¿Cuándo supo que había sido yo?

Sejer hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Nunca lo supe. Pensaba que tal vez fueran dos y que a usted le habían pagado para que callara. No comprendía en absoluto qué podía querer usted de Einarsson. -Sejer seguía mirando por la ventana-. Pero ahora lo comprendo -murmuró.

El rostro de la mujer era amable y tranquilo, nunca antes la había visto así. A pesar del labio hinchado y las heridas en la barbilla estaba guapa.

– ¿No le parece que tengo pinta de asesina?

– Nadie tiene pinta de asesino.

Sejer volvió a sentarse.

– No había pensado matarle. Cogí el cuchillo porque tenía miedo. Nadie va a creerme.

– Tendrá que darnos una oportunidad.

– Fue en defensa propia -añadió Eva-. Él me habría matado. Usted lo sabe.

Sejer no contestó. De repente las palabras sonaban extrañamente familiares en sus oídos.

– ¿Qué aspecto tenía el hombre que la arrastró por la escalera del sótano?

– Moreno, extranjero, pero hablaba noruego. Un poco flaco.

– Parece la descripción de Córdoba.

Eva se estremeció.

– ¿Cómo ha dicho?

– Así se llama el marido de Maja. Jean Luca Córdoba. Bonito nombre, ¿verdad?

Eva se echó a reír, con la cara escondida entre las manos.

– Sí -dijo a punto de llorar-, tan bonito que una podría casarse con él sólo para conseguir ese nombre, ¿verdad?

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