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Karin Fossum: El Ojo De Eva

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Eva es una joven pintora de escaso éxito, divorciada y madre de una niña pequeña. Un día se encuentra a Maja, una vieja amiga, que intenta convencerla para que se gane la vida como prostituta y poder saldar así sus deudas, cada día más acuciantes. Maja invita a Eva a su casa y la anima a ver por un resquicio de la puerta cómo se hace el trabajo. Pero de pronto el cliente y Maja se enzarzan en una pelea y Eva acaba con el cadáver de su amiga entre las manos. El comisario Sejer, que se encarga del caso, esconde una mente sutil y experimentada tras un aspecto ordinario y gris. Al hacerse cargo de la investigación intuye que la joven artista, a quien ha tomado declaración como amiga de la víctima, sabe más de lo que dice. Poco a poco irá atando cabos, pues todas las respuestas a sus interrogantes están en la vida secreta de Eva Magnus.

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Eva se puso el cinturón de seguridad.

– Da una vuelta primero, luego lo cogeré yo.

El hombre no contestó, puso el coche en marcha y pasó por encima de los lugares marcados para los autobuses. Eva sabía que estaba esperando a que ella dijera algo, ya que había sido la que había tomado la iniciativa y la que quería un coche nuevo.

No soy una cobarde, pensó Eva.

– Por lo que veo, no te da miedo recoger a desconocidos por la calle -dijo Eva dulcemente.

Eran las 21.40 horas del 5 de octubre, y Eva no tenía antecedentes penales.

Capítulo 42

La mano izquierda del hombre descansaba perezosamente sobre el volante, y la derecha no soltaba ni un momento la corta y deportiva palanca de cambios. Eva miraba fijamente esas manos; eran cortas y anchas, con dedos gordos, lisas, sin vello. La que reposaba sobre el volante era floja, la otra, la que empuñaba la palanca de cambios era una pálida garra. Esas manos le recordaban a algo que había visto en los libros de Emma: animales subacuáticos ciegos e incoloros. Sus muslos, cortos y rechonchos, amenazaban con reventar las costuras de los vaqueros. Llevaba una cazadora de cuero abierta y la tripa, muy abultada, sobresalía por la cremallera, como si estuviera de cinco meses.

– ¿Y a estas alturas quieres comprarte un Manta? -dijo el hombre moviéndose en el asiento.

– Soy un poco sentimental -contestó Eva en tono cortante-. Tuve una vez un Manta, pero me vi obligada a venderlo. Es algo que nunca he superado.

«Estoy sentada a su lado -pensó asombrada-, hablando como si nada hubiera ocurrido.»

– ¿Y qué coche tienes ahora?

– Un viejo Ascona -dijo sonriendo-. No es exactamente lo mismo.

– Desde luego que no.

Estaban en medio del puente; el hombre puso el intermitente a la izquierda en la calle principal.

– Ve hacia la cascada -dijo Eva-. Por allí hay rectas donde se puede acelerar un poco.

– ¿Así que te gusta la velocidad?

El hombre se reía entre dientes y volvió a balancearse, era un hábito infantil que le hacía parecer muy tonto, primitivo, exactamente como Eva lo recordaba. Ella se sentía muy vieja a su lado, pero seguramente eran más o menos de la misma edad, tal vez él algunos años más joven. La grasa de su tripa no se movía con él, parecía dura como una piedra. Cada vez que pasaban por un poste de luz, su pálido rostro se iluminaba un instante. Era una cara anodina, inexpresiva, sin carácter.

– Iré hasta el aeropuerto, y a la vuelta puedes cogerlo tú. Será suficiente, ¿no?

– Sí, sí.

El hombre separó un poco los dedos de la mano derecha con el fin de dejar entrar algo de aire hasta la sudorosa palma de la mano. Conducía cada vez más deprisa. La figura rechoncha dentro de la ropa estrecha recordaba a Eva a una salchicha rellena. No cabía duda de que era más fuerte que ella, al menos había sido más fuerte que Maja. Además, estaba sentado encima de ella. Intentó imaginarse qué hubiera pasado si Maja hubiera sido más rápida y le hubiera apuñalado; en ese caso, los dos se habrían convertido en cadáveres. Podría haber sucedido así, era curioso. En la vida, al fin y al cabo, todo era casual.

– Este es el modelo GSI, para que lo sepas.

– ¿Crees que no entiendo de coches o qué?

– Vale, vale, te lo decía por si acaso -murmuró el hombre-. No ha perdido ni pizca de reprís, ¿sabes? Coge los cien en diez segundos. Puedo ponerlo a doscientos, si te atreves. Por cierto, las mujeres conducen de una manera rarísima -añadió balanceándose-. Dejan que el coche decida. Se limitan a ir sentadas y dejarse llevar.

– Para mí es suficiente velocidad. Los asientos son cómodos -añadió.

– Son Recaro.

– ¿La ventana del techo es automática?

– No, tienes que usar la manivela. Es mejor así, ¿sabes?; las automáticas se estropean mucho antes, y la reparación es carísima. El maletero es de 490 litros y tiene luz. Por si llevas un coche de niños y esas cosas.

– ¡Vaya piropo! ¿Gasta mucha gasolina?

– No, no, normal. Cero coma seis, y en ciudad tal vez un litro.

– Hace tiempo que estoy detrás de este coche -se le escapó a Eva.

– ¡Vaya! ¿Tanto te gusta?

Su voz denotaba desconfianza.

– Pero primero tenía que reunir el dinero.

– ¿Y ya sabes que será suficiente?

– Seguro que sí.

– No me has preguntado el precio.

– Ni te lo preguntaré. Te haré un oferta, y la aceptarás.

– Joder, hablas como un mafioso.

– Sí señor.

– En realidad no quiero venderlo.

– Ya, pero seguro que te gusta el dinero tanto como a todos; no creo que haya problema.

Eva se movió en el asiento y notó que el cuchillo le estaba pinchando el muslo.«No soy una cobarde», pensó.

– ¿Y cuál es tu oferta? -carraspeó él.

– Te gustaría saberlo, ¿verdad? Primero tengo que conducirlo, verlo por dentro y comprobar el chasis, y también quiero verlo a la luz del día. Y pasarle un test de esos que hace la Asociación de Automovilistas.

– ¿Quieres comprar un Manta o no?

– ¿No has dicho que no querías venderlo?

Se hizo el silencio; el interior del coche se había calentado, había mucha humedad y las ventanas se estaban empañando. El hombre puso en marcha el ventilador. Eva se volvió para echar un último vistazo a la ciudad. En el nuevo puente del ferrocarril, que estaba en construcción, centelleaba de vez en cuando una llama de soldador. Cada vez se veían menos coches y se estaban acercando al punto donde terminaba la iluminación. En la rotonda giró a la izquierda y volvió por el lado sur. El río fluía más despacio por allí, pero la corriente era muy fuerte. Seguían los dos callados y de repente el hombre giró a la derecha. El aeropuerto quedaba a mano izquierda, pero él se metió por un camino lleno de baches a través de una arboleda. Finalmente se detuvo en un espacio abierto, en la misma orilla del río. Eva no se sentía cómoda. Estaban demasiado lejos de la gente. El motor seguía en marcha, rugía suavemente, inspirando confianza. No cabía ninguna duda de que el coche estaba en buen estado.

– Un sitio cojonudo para pescar -exclamó el hombre echando el freno de mano.

– Noventa y dos mil -se apresuró a decir Eva-. ¿Es verdad? No habrás manipulado el cuentakilómetros, ¿no?

– ¿Qué coño dices? ¡Ya está bien de sospechas y desconfianza!

– Es que me parece poco. Este es un coche típico de hombres, y los hombres soléis conducir mucho. Mi Opel Ascona es del año ochenta y dos y tiene ciento sesenta mil.

– Entonces te hace falta un coche nuevo. ¿No quieres echar un vistazo al motor?

– Es de noche y no se ve nada.

– He traído una linterna.

El hombre paró el motor y salió del coche. Eva se armó de valor y abrió la puerta de su lado; una violenta ráfaga de viento le arrancó la puerta de la mano.

– ¡Maldito tiempo!

– Se llama otoño.

El hombre levantó la tapa del capó y lo sujetó con la varilla.

– Hoy le he hecho un lavado de motor, tengo que confesarlo. De todos modos no habrías visto nada en mal estado.

Eva se acercó y miró el interior del reluciente motor.

– ¡Parece de plata!

– ¿Verdad que sí?

El hombre se dio la vuelta con una amplia sonrisa. Le faltaba un colmillo.

– Todo lo que fabrica la Opel está muy bien. Es estupendo, si te gusta andar arreglando los coches.

– Puede ser, pero no pienso hacerlo.

– Tengo algunas piezas de reserva. Van incluidas en el precio, si es que te decides a comprarlo.

– ¿Y cuál piensas comprarte luego?

– No lo sé, pero tengo muchas ganas de un BMW. Ya veremos. Habrá que ver tu oferta.

Se volvió a inclinar sobre el motor, y Eva le vio el culo por encima del estrecho pantalón vaquero, que se le caía, dejando al descubierto un amplio trozo de piel desnuda entre el cinturón y la cazadora de cuero. Una piel blanca y sudada, como masa de pan.

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