Karim Fossum - No Mires Atrás

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Ragnhild, una niña de seis años, desaparece sin dejar rastro. Mientras la policía, encabezada por el inspector Konrad Sejer, inicia la búsqueda de la pequeña, ésta se encuentra jugando en casa de Raymond, un individuo algo retrasado que vive en el bosque con su padre. El caso parece resuelto cuando la pequeña Ragnhild regresa a su casa sana y salva esa misma noche, pero en realidad la pesadilla no ha hecho más que empezar. La niña recuerda haber visto a una chica desnuda en la orilla del lago y la policía no tarda en descubrir el cadáver de Annie Holland. Al principio Sejer no cuenta con ninguna pista que explique el atroz asesinato, pero a medida que se suceden los interrogatorios va destapando el sórdido pasado de varios miembros de la pequeña comunidad noruega…

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– ¿De manera que eres católico?

– Sí.

– Perdona mi curiosidad, pero, ¿qué es lo que te atrajo de la fe católica?

– Es evidente, ¿no? La absolución. El perdón.

Sejer asintió.

– Pero eres muy joven -se levantó y sonrió al muchacho-. No creo que hayas tenido tiempo de pecar mucho todavía.

La frase quedó un instante flotando en el aire.

– De vez en cuando he tenido algún mal pensamiento.

Sejer dio un salto en sus propios pensamientos.

– Lo que nos has contado será comprobado, claro está -dijo-. Lo hacemos con todo el mundo. Volverás a tener noticias nuestras.

Le dio un fuerte apretón de mano, intentando transmitirle un buen pensamiento. Luego atravesaron la cocina, que olía ligeramente a verduras hervidas, y volvieron al cuarto de estar, donde estaba la anciana sentada en una mecedora, envuelta en una manta. Los miró asustada cuando salieron. Fuera seguía la moto, una Suzuki negra, cubierta con un plástico.

– ¿Estás pensando lo mismo que yo? -le preguntó Skarre ya en el coche.

– Probablemente. No ha hecho ninguna pregunta. Ni una sola. Alguien ha matado a su novia, y él no parece hacerse muchas preguntas. Pero eso no tiene por qué significar nada.

– De todos modos es bastante curioso.

– Tal vez ahora que acabamos de marcharnos, también él lo está pensando.

– O tal vez sabe lo que le ocurrió a su novia, y por eso no se le ocurrió hacer preguntas.

– Ese anorak que encontramos le estaría muy grande a Halvor, ¿no?

– Tenía las mangas remangadas.

Era ya tarde y necesitaban una pausa. Abandonaron la pequeña población, dejándolos a solas con su susto y sus pensamientos. En Krystallen la gente cruzaba la calle una y otra vez, las puertas se abrían y cerraban, los teléfonos sonaban. La gente removía sus cajones en busca de viejas fotografías. Annie estaba en boca de todo el mundo. Los primeros y leves rumores nacían a la luz de velas, y luego se extendían como la maleza entre las casas. Se tomaba alguna que otra copa. Había estado de guardia en ese pequeño callejón, y se infringía una regla tras otra.

Raymond, sin embargo, estaba absorto en otros quehaceres. Sentado a la mesa de la cocina, pegaba cromos en un cuaderno, cromos de figuras conocidas de los cómics. La lámpara del techo estaba encendida , su padre dormía la siesta, la radio emitía peticiones musicales de los oyentes. Glenn Kåre es felicitado por su abuela con este disco. Raymond escuchaba e inhalaba el pegamento, que olía a esencia de almendra. No se percató del hombre que le estaba mirando fijamente a través dé la ventana.

Halvor cerró la puerta de la cocina y encendió el ordenador. Abrió el disco duro y miró pensativo la fila de archivos. Contenían juegos, declaración de la renta, presupuestos, listas de direcciones, una relación de su colección de compactos y otros asuntos triviales. Pero también había otra cosa, una carpeta cuyo contenido le era desconocido. Ponía «Annie». Se quedó mirándola pensativo. Apretando dos veces el botón del ratón, los archivos se abrirían, revelando en unos segundos su contenido. Pero había excepciones. Él mismo tenía un archivo llamado «Privado». Para abrirlo tenía que teclear una clave que sólo él conocía. Lo mismo pasaba con el archivo de Annie. Él le había enseñado a cerrarlo para que nadie pudiera entrar, un procedimiento bastante sencillo. No tenía ni idea de la clave que ella había elegido, y tampoco de lo que contenía el archivo. Ella había insistido en mantenerlo en secreto, con una risita al ver su decepción. De modo que él le explicó cómo hacerlo, y luego tuvo que salir de la habitación y quedarse en el cuarto de estar mientras ella escribía la clave. Pulsó dos veces el botón del ratón, sin ningún motivo, y recibió inmediatamente el mensaje: «Access denied. Password required».

Quería abrirlo. Era lo único que le quedaba de ella. ¿Y si contenía algo que pudiera ser peligroso para él? Tal vez fuera una especie de diario. Será una tarea imposible, pensó, mirando desconcertado el teclado en el que nueve números, veintinueve letras y una serie de signos formaban un número de posibilidades de combinación que él no podía ni imaginarse. Intentó relajarse y recordó de repente que también él había elegido un nombre. Era el nombre de una famosa mujer que había perecido en la hoguera y que luego había sido proclamada santa. Pegaba estupendamente, y ni siquiera a Annie se le habría ocurrido. Pero tal vez ella hubiera elegido una fecha. Era bastante corriente elegir la fecha de nacimiento de algún allegado, por ejemplo. Se quedó mirando fijamente el archivo durante un rato: sólo veía un cuadrado insignificante y gris con el nombre de Annie. Tampoco debería abrirlo, pues precisamente por eso ella lo había cerrado, para mantenerlo en secreto. Pero ella ya no estaba y ya no valían las reglas de antes. Tal vez allí pusiera algo que pudiera explicar por qué era como era, tan condenadamente inconquistable.

Sus escrúpulos se pulverizaron, posándose como polvo en los rincones. Se había quedado solo, con una eternidad de tiempo y nada con qué llenarlo. Sentado en aquella habitación medio en penumbra, mirando la pantalla luminosa, se sentía muy cerca de Annie. Decidió comenzar por cifras, como fechas de nacimiento y números de carnés de identidad. Tenía unos cuantos en la cabeza, el de Annie, el suyo propio, el de su abuela. Podría buscar algunos más. Al fin y al cabo, ya tenía algo con qué empezar. Aunque ella también podría haber elegido una palabra, o varias palabras, o tal vez un refrán, o una cita, o tal vez un nombre. Sería muy laborioso. No sabía si llegaría a encontrarla, pero tenía mucho tiempo y mucha paciencia. Además, había otras maneras.

Comenzó por la fecha de nacimiento de Annie, la cual no había elegido, evidentemente, tres de marzo de mil novecientos ochenta: cero, tres, cero, tres, uno, nueve, ocho, cero. Luego las mismas cifras empezando por el final.

«Access denied», parpadeaba la pantalla. De repente, su abuela apareció en la puerta.

– ¿Qué han dicho? -preguntó, apoyándose en el marco.

Halvor se sobresaltó y se enderezó.

– No mucho. Sólo hicieron algunas preguntas.

– ¡Pero esto es horrible, Halvor! ¿Por qué ha muerto?

El joven la miró enmudecido.

– Eddie dijo que la encontraron en el bosque, junto a la laguna de la Serpiente.

– ¿Pero por qué murió?

– No me lo han dicho -susurró-. Me olvidé de preguntárselo.

Sejer y Skarre se habían apoderado de la sala de formación del barracón que había detrás de los Juzgados. Echaron las cortinas y apagaron casi todas las luces. Habían rebobinado la cinta hasta el principio. Skarre estaba preparado, con el mando a distancia en la mano.

El aislamiento sonoro de ese anexo construido tan deprisa, como una solución de emergencia, no era muy bueno. Oían sonar los teléfonos y cerrarse las puertas, voces, risas y coches que pasaban bramando. Un borracho aullaba en el patio. Y sin embargo, los sonidos llegaban atenuados, como un reflejo de que el día estaba acabando.

– ¿Qué diablos es eso?

Skarre se inclinó hacia delante.

– Alguien corriendo. Parece la atleta Grethe Waitz. Podría ser la maratón de Nueva York.

– Tal vez se haya equivocado de vídeo.

– Seguro que no. ¡Para!, creo haber visto islotes y escollos.

La imagen saltó de un lado para otro durante algún tiempo hasta que se quedó quieta y aparecieron dos mujeres en biquini, tumbadas sobre un monte pelado.

– La madre y Sølvi -dijo Sejer:

Sølvi estaba tumbada de espaldas con una rodilla doblada. Llevaba las gafas de sol en el pelo, tal vez para evitar círculos blancos alrededor de los ojos. La madre estaba parcialmente tapada por un periódico. Junto a ellas había revistas, cremas de sol, termos, varias toallas grandes de baño y un radiocasete.

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