En su lugar volvió a la sección de apartados de correos, miró irritado al suelo donde había estado aquel hombre como si también tuviera parte de la culpa de lo que le había pasado y examinó el extraño mundo de taquillas azules con números blancos. ¿Qué diablos llevaba a un hombre a hacer fotos de algo así? ¡¿Y de él, un hombre en la sección de apartados de correos?!
La sección estaba vacía. La única puerta que estaba abierta era la del número 1220. De par en par. La llave seguía en la cerradura. Menos mal que nadie se la había llevado. El llavero al que la había unido se movía ligeramente, como si un soplo de aire hubiera atravesado la sala recientemente.
¡Dios mío! Abrió los ojos de par en par. ¿Cómo podía ser tan tonto? Llegó a la taquilla en tres saltos, preparado para ver lo que le esperaba; miró al interior de la taquilla cuadrada y maldijo en voz alta. La caja estaba vacía.
Oslo
La llamada de Suiza llegó durante una reunión matinal, una semana antes de Navidad. Hacía tiempo que Mai-Brit había renunciado a recibir una respuesta y, además, había tenido muchísimo trabajo durante todo el mes de diciembre. De hecho, había tenido que aparcar el proyecto de Newton momentáneamente. Hjelm y el director comercial la miraron irritados. Mai-Brit sacó el móvil del bolso para desconectarlo y se sorprendió al ver el número.
– Lo siento, voy a tener que cogerlo.
El editor Espensen resopló indignado como solía hacer cuando alguien tenía que hacer algo que él creía que no le gustaría a Hjelm. «Si te muerdes la lengua te envenenas», pensó Mai-Brit con malicia y salió al pasillo.
– Oui, soy Mai-Brit Fossen -dijo.
Reconoció la voz del hombrecito de Ginebra, que le contó brevemente que había encontrado la mayor parte de la biblioteca de la familia Fatio de Duillier. Estaba distribuida en tres lugares como mínimo, pues cualquiera de estas casas podía haber revendido algún libro. Lamentaba que, exceptuando un coleccionista privado de Ginebra con el que había estado en contacto, no había tenido ocasión de contactar con los demás, puesto que se encontraban más allá de las fronteras del país. Mai-Brit se metió en el despacho que tenía más cerca, cogió algo con lo que escribir y dijo:
– Estoy lista.
El hombrecito mencionó dos direcciones, ambas en París. Una de ellas era de un coleccionista privado, un tal Julius d'Alveydre, y la otra pertenecía a un anticuario del Quartier Latin: Bernano Librairie d'Occasion.
Los últimos descendientes de la estirpe de los Duillier se habían visto forzados por razones económicas a vender algunos libros de la biblioteca a principios de la década de 1930, durante la Depresión. El coleccionista privado de Ginebra, o mejor dicho, el nieto del que en su día había comprado los libros, estaba dispuesto a permitir que Mai-Brit echara un vistazo a la colección si tanto le interesaba.
Mai-Brit no quiso revelar que el tomo que andaba buscando era Origins of Gentile Theology y dijo que antes pasaría por París.
– Me pondré en contacto con usted si necesito su ayuda. ¿Cuánto le debo?
El hombre mencionó un precio, que no era desorbitado, y un número de cuenta; intercambiaron saludos corteses y cortaron la comunicación.
Cuando Mai-Brit se giró, se encontró a Odin Hjelm a dos metros mirándola destempladamente.
– ¿Qué era eso tan importante que tuviste que abandonar la única reunión del mes a la que exijo que asistáis todos?
– Lo siento. -Mai-Brit abrió los brazos excusándose y su mirada se perdió insegura por la estancia-. Pero era un autor francés. Está escribiendo un libro sobre, eh… sociedades secretas, pero hasta ahora se había mostrado, ¿cómo te lo diría?, muy reservado. Ahora me llamaba para decir que finalmente está dispuesto a mostrarme algunos extractos del libro. -El tono de su voz se tornó más frío y miró a Hjelm a los ojos-. Puede ser un bombazo, creo. ¿Sabías que es posible que haya primeros ministros, presidentes y generales de diferentes países en una misma hermandad secreta trabajando al margen de la democracia?
«Si tienes que mentir, utiliza una verdad como mentira; es más fácil de recordar y más difícil de descubrir para los demás», le había dicho Even en una ocasión. Hablaba por experiencia, había pensado ella entonces.
Hjelm levantó la cabeza como un perro que ha rastreado una pieza de caza.
– ¿Sociedades secretas? ¿Qué sociedades?
– No, él… eh, no mencionó ningún nombre, sino hermandades secretas, órdenes secretas.
– ¿Su nombre?
– ¿Del primer ministro? Oh, te refieres al autor. Es La-Tour, Simon de nombre.
Mai-Brit estaba nerviosa, casi indispuesta. No estaba acostumbrada a mentir y le pareció sentir cómo le crecía la nariz.
Hjelm asintió.
– Déjalo descansar hasta después de fin de año. Ahora mismo nos esperan las ventas de Navidad. ¿Te enteraste de que tienes que reunirte con Fredrik Norheim ahora, a las doce? Tiene que firmar libros.
– Sí, por supuesto. -Mai-Brit asintió. Miró el papelito que tenía en la mano, pensó que tenía ganas de pasar las Navidades con los niños y Finn-Erik, pero intuyó que acababa de recibir el mejor regalo de Navidad, de antemano.
Even maldijo y pensó atropelladamente en lo que había pasado durante todo el camino de vuelta a casa desde la oficina de correos. El diario había estado dentro del sobre, en medio del montón de papeles. Encima, algunas fotocopias, luego unas notas, debajo el libro, ¿y luego? Con un ojo puesto en el tráfico hojeó el montón que había dejado en el asiento del copiloto… Luego había habido más notas, muchas, y luego… un secreto. Tercer secreto. Física en movimiento… (sin ley), ponía en la portada. Y eso era todo. El Tercer secreto estaba debajo de los demás papeles… ahora.
Es decir, que el ladrón se había llevado el sobre y lo que quedaba en él. ¿Qué demonios sería? Dios mío, cómo había sido tan estúpido como para salir corriendo detrás de…
«Un disquete -pensó al aparcar delante de la casa y entrar-. Puede haber sido un disquete lo que se llevó, porque aquí no hay ninguno. ¡Y unos papeles!» Recordaba que no los había sacado todos, los dedos no habían podido agarrar los de debajo. Ojalá no se tratara de muchos folios. Ni de nada revelador.
No dudaba de que se trataba de una trampa que le habían puesto. ¿Sería Molvik quien estaba detrás de todo aquello?
Cerró la puerta principal con llave y entró en el salón. Pasó una mirada rápida por la estancia, comprobó que los papeles estaban donde tenían que estar sobre el escritorio, el emplazamiento de las sillas, CD y revistas en el sofá. Había ampliado el control desde la visita del «fontanero» Poulsen. No, no había recibido ninguna visita.
Metió la llave del apartado de correos en un cajón del escritorio, la miró fijamente antes de volver a cerrar el cajón con la rodilla. ¿Quién diablos podía saber que había tenido la intención de ir a la oficina de correos precisamente hoy?
Sonó el teléfono. Even lo cogió y gruñó:
– ¿Sí?
– Hola, soy yo, Kitty. ¿Te pasa algo? Pareces de mal humor.
– Bueno, que no encuentro unos papeles -dijo Even y se sentó en la silla-. ¿Cómo te va a ti por allí abajo?
– Bien. Ahora mismo salimos para la pista de entrenamiento… Sólo llamaba para interesarme por… quiero decir, ¿qué pasó ayer? ¿Tienes problemas? ¿Qué quería la policía? Ayer intenté llamarte, pero… tenía miedo de que te hubiera pasado algo.
– No, tranquila, Kitty. Todo va bien, no te preocupes. Salí ayer por la tarde, de hecho fui a una fiesta de cumpleaños, el hijo mayor de Mai y eh… de Finn-Erik, Stig, cumplió cinco años. -Even se encogió en la silla y echó un vistazo a la cajita al lado del teléfono. Estaba encendida la luz verde. Ningún oído extraño los estaba escuchando-. Y lo de la policía no era más que un control rutinario. Creo que uno de los jóvenes del domingo pasado ingresó en el hospital y me reconoció. Querían oír nuestra versión del asunto. Algo así… No lo sé exactamente. Se marcharon enseguida, después de que hablaran contigo por teléfono; parecían satisfechos.
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