Kurt Aust - La Hermandad Invisible

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En un café de París, en plena primavera, una mujer se introduce un revólver en la boca y aprieta el gatillo ante los ojos atónitos de los presentes. Se trata de Mai-Brit Fossen, una editora de Oslo, casada y madre de dos niños. Su ex marido, Even Vik, excéntrico profesor de matemáticas, la sigue amando pese a que llevan cinco años divorciados. Desolado por la pérdida e incapaz de creer que Mai acabara con su vida por propia voluntad, viaja a París y descubre que Mai estaba escribiendo un libro sobre Isaac Newton, en particular sobre la parte más oscura del científico, su enigmática doble vida y su pertenencia a una sociedad secreta, y que ha dejado una estela de mensajes codificados que sólo una inteligencia matemática como la suya puede descifrar.
Pero ¿por qué Mai-Brit tuvo que pagar con su propia vida el hallazgo de unos secretos de más de trescientos años de antigüedad? ¿Y por qué hizo un solitario justo antes de dispararse un tiro? En este fascinante thriller literario, aclamado por los lectores nórdicos, Kurt Aust despliega su extraordinario conocimiento de una de sus pasiones, los códigos y las infinitas posibilidades de los números.

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Newton tosió antes de preguntar: «¿Quién conoce la identidad del gran maestro?»

«La conocemos los que estamos en el primer grado, justo por debajo del gran maestro. No estoy autorizado a contar cuántos somos. Pero lo que sí puedo decirle es que cada vez tenemos más poder, porque nuestros miembros son leales a nuestra causa y ocupan puestos y cargos en los círculos más elevados de la sociedad.» Los ojos de Mr. F brillaron al añadir: «Créame, usted está a punto de ingresar en una hermandad que moldeará el futuro de Inglaterra».

Llamaron a la puerta, dos golpes, y al rato, dos golpes más.

Mr. F asintió y ofreció la casulla a Newton. «Tiene que ponerse esto, haga el favor. Volveré en un momento.» Salió por la puerta y Newton se quedó petrificado, con el traje marrón en la mano. Aunque titubeante, acabó pasándosela por encima de la cabeza y la dejó caer. La casulla se acomodó a su cuerpo como una sotana y Newton agarró la cuerda y la ciñó alrededor de su cintura. La capucha colgaba tapándole la cara de tal manera que le parecía mirar a través de un túnel. Irritado, se retiró la capucha y se fue hacia la ventana. En la calle una carroza se alejaba de la casa perdiéndose entre la niebla.

La hermandad invisible. En cierto modo, le agradaba la idea de ser invisible. Poder sentarse tranquilamente y escuchar, expresarse libremente sin estar presente. Sin embargo, lo de no saber con quién compartía sus conocimientos… Bueno, siempre cabía la posibilidad de abandonar la hermandad si se convertía en una cortapisa para él.

La puerta se abrió a sus espaldas y una figura cubierta con una casulla y con una antorcha en la mano entró. «Súbase la capucha y sígame», dijo la voz de Mr. F, que le indicó el camino con un bastón dorado.

Avanzaron por un pasillo y bajaron por unas escaleras, aunque no las mismas que Newton había subido al llegar; luego tomaron otro pasillo y bajaron por otras escaleras. La iluminación débil propiciaba la pérdida del sentido de la orientación y de las distancias. Newton contó para sus adentros cada paso, cada escalón y cada revuelo que tomaron. No sabía por qué se tomaba tantas molestias, pero al menos le procuraba cierta sensación de control. Mr. F se detuvo finalmente delante de una ancha puerta de madera de roble y, como quien no quiere la cosa alzó la antorcha e iluminó una rosa tallada en el dintel de la puerta. Newton asintió en la profundidad de la capucha. Sub rosa. Todo lo que se decía «bajo la rosa» estaba sometido a la ley del silencio y consagrado a la confidencialidad. Mr. F alzó el bastón, que era una especie de cetro. En el extremo superior había una talla de una cabeza de pelícano muy expresiva y una rosa. Los ojos del pelícano brillaban a la luz de la antorcha como pequeños zafiros estrellados y el centro de la rosa estaba formado por un gran rubí. Mr. F llamó a la puerta sirviéndose del cetro antes de abrirla con un gesto ceremonioso.

Justo al entrar había dos antorchas que iluminaban una alfombra descolorida de color azul. La alfombra atravesaba una amplia estancia, flanqueada a medio camino por hileras de sillas de respaldo alto, doce a cada lado, hasta que finalmente se llegaba al sillón presidencial, elevado por un peldaño del suelo. En el sillón se sentaba una persona vestida con el mismo tipo de casulla que Newton y Mr. F, a excepción de la cuerda que llevaba ceñida alrededor de la cintura, que era plateada. Detrás del asiento del gran maestro ardían dos antorchas y sobre un altar cerca del sillón presidencial había un libro grueso iluminado por dos candelabros. El resto de la estancia estaba sumido en una oscuridad densa, que se volvía más impenetrable cuanto más lejos se estaba de lo que, a todas luces, conformaba el centro de la sala de la logia: el sillón del gran maestro. Newton no fue capaz de hacerse una idea de las dimensiones de la estancia.

El gran maestro hizo un gesto con la mano invitándole a acercarse. Newton avanzó con cierto temor reverencial y se dejó caer sobre un estrecho banco a los pies del sillón. La puerta se cerró a sus espaldas con un estruendo hueco que sugería que se encontraban en una estancia amplia con las paredes de piedra. Entonces se hizo el silencio. Newton oyó su propia respiración y la sangre que latía en sus sienes. ¿Habría otros presentes en la sala, sentados fuera del alcance de la luz de las antorchas, mirándole desde la oscuridad? Se obligó a no pensar ni temer ni esperar nada; se limitaría a estar presente y alerta.

Así se quedaron sentados un buen rato. Sin decir nada. Newton notó cómo su pulso se calmaba y su respiración se confundía con el silencio.

«El Ser más Elevado es Todo, y el Todo es el Ser más Elevado.» La voz era profunda y agradable. «No existe la división eterna entre la Luz y la Oscuridad, entre el Bien y el Mal. En el Universo hay una sola sustancia, un Alma y un Espíritu.» El gran maestro salmodió las palabras, que se propagaron con un eco débil entre las paredes de la estancia. Newton tuvo la impresión de que estaban solos, que también Mr. F se había marchado, a pesar de que no le había oído irse. El gran maestro guardó silencio, y Newton notó que lo miraba, notó la mirada que recorría su figura, evaluándole como si fuera un alumno sentado en el banco del colegio.

«Usted ha sido invitado a ingresar en nuestra hermandad», dijo el gran maestro. «Si después de esta conversación estoy de acuerdo con la persona que le ha propuesto, será iniciado en la próxima Gran Reunión como miembro de la orden de la hermandad invisible.»

Newton inclinó la cabeza a modo de respuesta.

«¿Acepta jurar fidelidad a la orden?»

Newton asintió.

«¿Acepta jurar silencio y confidencialidad eternos a la hermandad?»

Newton volvió a asentir.

«¿Acepta compartir su sabiduría y sus conocimientos esotéricos con sus hermanos?»

Newton titubeó un instante antes de inclinar la cabeza.

El gran maestro guardó un breve silencio. «Su ingreso en la hermandad será su ingreso en la eternidad. La adhesión es irrevocable y no es posible romper con la hermandad invisible una vez se ha jurado fidelidad.» Newton se puso rígido sobre el pequeño banco.

El gran maestro alzó la voz ligeramente antes de continuar. «La violación de las reglas de la orden será como romper el cordón de la vida.» Guardó silencio un instante y añadió, para asegurarse de que Newton había comprendido la gravedad del asunto: «El quebrantamiento de una regla es como condenarse a uno mismo a la pena de muerte».

Newton miró por el túnel de la capucha, miró hacia el altar y el libro que estaba abierto e iluminado. Se preguntó por un instante de qué libro podía tratarse, y si el gran maestro no estaría dramatizando la situación un poco. Sin embargo, sospechaba que no era así. Entonces inclinó lentamente la cabeza.

Capítulo 58

Even se había quedado inmóvil. Los pensamientos daban vueltas en su cabeza, cruzándose y mezclándose como las bolas de un bombo de la lotería. No conseguía crearse una visión de conjunto, ni de sus pensamientos ni de sus sentimientos. Algunos se separaron de la confusión, tomaron forma y aparecieron en la consciencia.

Número 7, la cifra es 7: confianza eterna a la hermandad, había dicho el gran maestro. Lo que implicaba compartir sus conocimientos con aquellos hermanos invisibles. Eterna es mucho tiempo. Una obligación así no casaba con el Newton con el que Even, en su momento, había llegado a familiarizarse. Al contrario, Newton era de los que eran capaces de guardar nuevos descubrimientos durante años sin compartirlos con nadie, simplemente porque no se fiaba de los demás. Por otro lado, Newton tenía, sin lugar a dudas, cierta predilección por el secretismo, por lo que debía de haber algo en la hermandad que le había atraído.

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