Kurt Aust - La Hermandad Invisible

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En un café de París, en plena primavera, una mujer se introduce un revólver en la boca y aprieta el gatillo ante los ojos atónitos de los presentes. Se trata de Mai-Brit Fossen, una editora de Oslo, casada y madre de dos niños. Su ex marido, Even Vik, excéntrico profesor de matemáticas, la sigue amando pese a que llevan cinco años divorciados. Desolado por la pérdida e incapaz de creer que Mai acabara con su vida por propia voluntad, viaja a París y descubre que Mai estaba escribiendo un libro sobre Isaac Newton, en particular sobre la parte más oscura del científico, su enigmática doble vida y su pertenencia a una sociedad secreta, y que ha dejado una estela de mensajes codificados que sólo una inteligencia matemática como la suya puede descifrar.
Pero ¿por qué Mai-Brit tuvo que pagar con su propia vida el hallazgo de unos secretos de más de trescientos años de antigüedad? ¿Y por qué hizo un solitario justo antes de dispararse un tiro? En este fascinante thriller literario, aclamado por los lectores nórdicos, Kurt Aust despliega su extraordinario conocimiento de una de sus pasiones, los códigos y las infinitas posibilidades de los números.

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Capítulo 54

– Dios no nos condena -dijo Kitty. Even sonrió.

– Entonces supongo que como cristiano puedes hacer todo lo que quieras. Estás salvado de antemano.

– No, Dios nos vigila, naturalmente, nos evalúa y conoce nuestra culpa. También nos pesa en su balanza.

Se habían quedado en el pub casi hasta medianoche, discutiendo mientras tomaban tazas de café y té sin parar, tan sólo interrumpidos por las visitas esporádicas al baño. Habían estado tan en desacuerdo que el tiempo había pasado sin que se dieran cuenta. Ahora se dirigían al coche. Doblaron la esquina y bajaron por la callejuela donde estaba aparcado el escarabajo.

– En el último día, cuando Dios tenga que juzgar a vivos y a muertos, la posición de la balanza decidirá dónde acabaremos. La película no era grotesca, como tú afirmas, sólo mostraba la dimensión de la culpa que Jesús tuvo que redimir con su sufrimiento -dijo Kitty y agitó el brazo-Jesús es el hijo de Dios y fue crucificado por nuestros pecados. Este es el mensaje del Nuevo Testamento. No debes olvidarlo.

– ¿No es más importante que nos juzguen mientras todavía podemos arrepentimos y enmendar nuestros errores? -dijo Even. Habían llegado al coche y Even se metió la mano en el bolsillo buscando las llaves.

– Sí -dijo Kitty impaciente-, claro que es importante que nos redimamos, pero la voluntad y el juicio de Dios…

– ¡Callaos de una puta vez y dadnos las llaves!

Los dos se quedaron helados, Even con la llave en la puerta. Dos jóvenes de unos veinte años aparecieron en la parte posterior del coche y se colocaron de manera que no pudieran huir por ahí. Uno de ellos dio unos golpes amenazantes con un bate de béisbol; el otro, que sostenía una navaja en la mano izquierda, sonrió y se cambió la navaja de mano. Un ruido a sus espaldas hizo que Even se volviera y le diera tiempo a levantar el brazo para evitar una patada en la cara. A cambio, su brazo quedó paralizado durante unos segundos y Even maldijo entre dientes. El atacante reculó y dio unos saltitos ágiles, preparándose para un nuevo ataque. Era una adolescente delgada y a su lado había un chico, grande como un toro, que frotaba expectante su puño americano en la camiseta. Even lo miró de reojo. Dos por delante y otros dos por detrás; una trampa muy bien montada.

– Cada uno se encarga de los suyos -resopló Kitty y atacó con un aullido al hombre del bate de béisbol.

Even se llevó tal sorpresa que no advirtió una nueva patada alta de la chica que le alcanzó cerca de la oreja. Dio un paso atrás tambaleándose, chocó con el coche y decidió seguir la táctica de Kitty. Como si estuviera preso de la confusión se echó a un lado, se acercó al chico con aspecto de toro; casi tropezó con sus propios pies, pero de pronto dio un salto hacia delante y le propinó un cabezazo en la nariz y un rodillazo en el estómago. El chico soltó un aullido desgarrador, recibió un par de golpes más en los riñones y desapareció encorvado calle abajo con las manos tapándole la cara mientras la sangre goteaba de su nariz rota. Sin preocuparse por estar sola contra Even, la chica volvió a atacar, la patada volvía a ser alta, y Even consiguió derribarla agarrando su pierna y echándola por encima de su cabeza, haciendo que perdiera el equilibrio y cayera contra el asfalto. Durante un instante la tuvo indefensa en el suelo, y Even la hubiera podido patear, pisar, sentarse encima de ella y pegarle hasta dejarla inconsciente. Sin embargo, se quedó paralizado, viendo cómo ella se revolvía y volvía a ponerse en pie. Even oyó un alarido a sus espaldas y vio por el rabillo del ojo a uno de los hombres que perdía el equilibrio y trastabillaba con las dos manos apretadas contra la ingle. La visión le costó cara a Even, pues la chica le alcanzó con una nueva patada en el mismo lugar que antes y el asfalto voló hacia él dándole de pleno en el hombro. Even jadeó y rodó hacia un lado para escapar de las patadas que sabía que llegarían a continuación.

Kitty saltó por encima de Even, atacó a la muchacha hecha una furia, le dio una patada en el estómago y golpeó su cabeza con el bate. La chica se volvió y salió corriendo. Kitty le lanzó el bate pero sin alcanzarla.

– ¡Cuidado! -gritó Kitty señalando a sus espaldas.

Detrás de Even el hombre de la navaja intentaba girar la llave en la cerradura. Even logró ponerse en pie y lo empujó hacia atrás. El hombre agitó violentamente la mano donde sostenía la navaja. Even trastabilló; la sangre le corría por el ojo e intentaba desesperadamente retirarla con la mano.

– Yo me encargo de él.

Kitty saltó entre los dos hombres, mientras recogía un zapato del suelo y lo levantaba por encima de la cabeza. La mirada del hombre se fue directamente hacia la mano y el zapato, olvidándose así del pie que se le acercaba. Le alcanzó de pleno en la entrepierna levantándole prácticamente del suelo. Kitty se acercó al hombre que se retorcía entre rugidos, plantó tranquilamente un pie sobre una de sus manos y pisó con todas sus fuerzas. Even oyó un crujido cuando los huesos ya no soportaron la presión y el rugido del hombre se intensificó.

– Tú conduces -murmuró Even con la voz ronca; agarró su zapato y se dirigió tambaleante hacia la puerta del copiloto. Se hundió en el asiento mientras Kitty ponía el coche en marcha y lo sacaba a la calzada-. Cuidado -gritó Even, señalando a la chica, que de pronto apareció entre los coches con un pedrusco en la mano.

Kitty dirigió el coche directamente hacia la chica, que, asustada, saltó a un lado sin haber lanzado la piedra.

– ¿Por qué demonios no le diste una paliza a esa zorra cuando pudiste hacerlo? -gritó Kitty y dobló la esquina para coger la calle ancha, justo delante de un minibús que le pitó de mala manera.

– Cierra la boca y conduce -jadeó Even y se llevó la mano a la sien.

Kitty enfiló la E 6 en dirección a Nesodde, sin preguntarle a Even si prefería volver a su casa. Estaba bien, le importaba una mierda, ahora mismo todo le importaba una mierda.

De pronto habían llegado y Even se dio cuenta de que debía de haberse dormido o desmayado. Con un dolor de cabeza espantoso salió del coche como pudo y siguió a Kitty hasta el interior de la casa.

– Échate en el sofá -dijo y volvió inmediatamente con Pyriset y tiritas y un Dispril. Con mucho cuidado y profesionalidad palpó la mandíbula y el cráneo de Even-. No hay fractura -determinó-. Tómate el Dispril; hará que te relajes. Pero no debes dormirte hasta que estemos seguros de que no sufres una conmoción cerebral.

Kitty le limpió la herida de la frente y le notificó que no estaba tan mal como podía parecer, ahora que había retirado la sangre. Sólo se trataba de una herida superficial. Pero mañana tendría el ojo morado.

– Estupendo -murmuró Even-. Una noche perfecta. Primero la película con toda aquella salsa de tomate, y luego me dan una paliza como no me la habían dado desde que me fui de casa hace ya mil años.

– A cambio, esta noche tendrás que hacerme el amor -dijo Kitty y lo ayudó a incorporarse en el sofá-.Y deja ya de compadecerte. No soporto a los quejicas.

– Oh, cállate, haz el favor -murmuró Even. Podía haberle llevado a casa si no tenía ganas de escucharle-. Por cierto, ¿qué demonios estabas haciendo? -dijo de pronto-. Parecías completamente fuera de ti, pegando y dando patadas como si fueras yo hace veinte años y cinturón negro de Kung-Fu o algo parecido.

– Quédate quieto -dijo Kitty y le puso una tirita en la herida-. Uno de los entrenadores de la escuela superior lo tiene, me refiero al cinturón negro de karate. Nos dio un par de cursos a los demás y luego yo he estado entrenando con él por mi cuenta. No tengo ningún cinturón, ni amarillo ni morado ni de ningún otro color del arco iris, pero he aprendido un par de cosas.

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