Kurt Aust - La Hermandad Invisible

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En un café de París, en plena primavera, una mujer se introduce un revólver en la boca y aprieta el gatillo ante los ojos atónitos de los presentes. Se trata de Mai-Brit Fossen, una editora de Oslo, casada y madre de dos niños. Su ex marido, Even Vik, excéntrico profesor de matemáticas, la sigue amando pese a que llevan cinco años divorciados. Desolado por la pérdida e incapaz de creer que Mai acabara con su vida por propia voluntad, viaja a París y descubre que Mai estaba escribiendo un libro sobre Isaac Newton, en particular sobre la parte más oscura del científico, su enigmática doble vida y su pertenencia a una sociedad secreta, y que ha dejado una estela de mensajes codificados que sólo una inteligencia matemática como la suya puede descifrar.
Pero ¿por qué Mai-Brit tuvo que pagar con su propia vida el hallazgo de unos secretos de más de trescientos años de antigüedad? ¿Y por qué hizo un solitario justo antes de dispararse un tiro? En este fascinante thriller literario, aclamado por los lectores nórdicos, Kurt Aust despliega su extraordinario conocimiento de una de sus pasiones, los códigos y las infinitas posibilidades de los números.

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Hizo el solitario cinco veces antes de que amainara la lluvia; ninguna de las veces le salió.

Capítulo 14

Even miró asustado hacia la puerta, luego hacia la bolsita de plástico con el polvo blanco y, finalmente, de nuevo hacia la puerta. Volvieron a llamar, ahora ya con impaciencia.

– Un momento -gritó y se fue rápidamente y sin hacer ruido hacia el baño.

Abrió la bolsita de un tirón, vertió el polvo blanco en el váter y, una vez vacía, también dejó caer la bolsa en el váter. Luego bajó la tapa y tiró de la cadena, se lavó las manos y volvió a vaciar la cisterna. Levantó la tapa para ver si había desaparecido todo, volvió a la cama a toda prisa, arrojó toda la ropa en la bolsa de viaje y la cerró antes de volver a la puerta. La entreabrió.

– ¿Sí? -dijo a la muchacha menuda que lo miraba desde el vano de la puerta.

– Monsieur Robert, de la recepción, me ha dicho que quería hablar conmigo. -Tenía apoyada la mano en la cadera cubierta con la bata azul y una mueca de aburrimiento dominaba su rostro.

– ¿Eres Raffaela Lorenzo? Entra, haz el favor. Y sí, quería hablar contigo. -Even abrió la puerta de par en par.

La muchacha se enderezó y lanzó una mirada insegura al interior de la habitación.

– No nos permiten… -dijo y miró a Even.

– No te preocupes, sólo quiero hablar. Podemos dejar la puerta abierta. -Even se adentró en la habitación y señaló hacia el sillón-. Adelante, siéntate.

La muchacha titubeó en la puerta, se acercó lentamente y finalmente se sentó estirando la falda de la bata para evitar que se le vieran las rodillas. «Dieciocho o diecinueve años», pensó Even y se sentó al escritorio.

– ¿Cuánto tiempo hace que arreglaste mi habitación por última vez?

La muchacha echó un vistazo al reloj del televisor y respondió que una hora.

– Está todo muy recogido y limpio -dijo Even con voz amable-. Haces un buen trabajo.

La muchacha asintió como si fuera lo más natural que el cliente estuviera satisfecho con su trabajo.

– ¿Estuviste con alguien, mientras limpiabas la habitación?

La muchacha echó un rápido y asustado vistazo hacia la puerta, bajó la mirada y respondió que no.

Even se miró las manos, las abrió y finalmente las posó sobre los muslos. Le dolía el estómago.

– Trabajaste aquí el día que una mujer noruega se suicidó. Se pegó un tiro, cerca del Sena. ¿Lo recuerdas? Hace una semana. Ocupaba la habitación de al lado.

La muchacha asintió sin levantar la mirada.

– Has hablado con la policía de ello, ¿verdad?

La muchacha volvió a asentir.

– ¿Qué aspecto tenía la habitación cuando la abandonó? -La muchacha lo miró sin comprender lo que le decía Even-. Quiero decir, ¿dónde estaba su maleta, dónde estaba la ropa, el neceser?

Raffaela Lorenzo se pasó una lengua pequeña y afilada por los labios con cautela y le explicó que la maleta estaba encima del banco donde ahora se encontraba su bolsa de viaje, y la ropa estaba dentro de la maleta. ¿El neceser debía estar en el baño? Lo dijo, interrogando a Even con la mirada.

– ¿Algo más? ¿Se había estirado sobre la cama durante el día? Porque se disparó el tiro por la tarde, ¿verdad?

La muchacha se encogió de hombros y murmuró algo.

– Disculpa, ¿qué dices?

– Es posible que estuviera sentada en la cama. No creo que estuviese echada. O tal vez sí, no lo sé. Pero, sin duda, estuvo sentada al escritorio, allí estaban los naipes, y la pluma y la carta.

– ¿Los naipes? ¿Qué naipes?

La muchacha abrió los brazos en un gesto de resignación. -Los naipes. Las cartas.

– ¿Había jugado con alguien? ¿Había hecho un solitario? ¿Cómo estaban distribuidas las cartas sobre la mesa?

La muchacha sacudió la cabeza, sin entender lo que le preguntaba.

– No lo sé. Simplemente estaban allí.

– ¿Recibió alguna visita durante el día?

La muchacha miró fijamente al suelo y le respondió que no.

Even se miró las manos; sus puños se habían vuelto a cerrar.

Capítulo 15

Even salió y bajó en ascensor hasta el vestíbulo. Al salir, el recepcionista le saludó sonriente con una inclinación de cabeza. Lo que significaba que ni Raffaela ni la señora mayor habían dicho nada al recepcionista; por lo tanto, la muchachita no tenía intención de quejarse de Even por acoso ni nada parecido. Eso debía de significar, por narices, que algo tenía que ocultar. Y que Even tenía razón: la muchacha había dejado entrar a alguien en la habitación. Alguien con una bolsita de polvo blanco. Alguien que quería acabar con él.

Miró a su alrededor. Había un enjambre de gente en las calles, pero Even intentó detectar a alguien que destacara entre los demás. Había un hombre al lado del quiosco de prensa hablando por el móvil mientras miraba en dirección al hotel. Cuando Even lo miró, se volvió y se puso a estudiar las revistas femeninas. Un coche con las ventanillas ahumadas se acercó lentamente a la acera de enfrente y se detuvo. Nadie salió. Even empezó a andar en la dirección contraria; estuvo a punto de chocar con un par de jóvenes que iban del brazo y tenían aspecto árabe. Cuando giró la cabeza, el hombre del quiosco había desaparecido, y todavía no había salido nadie del coche. Una moto salió de un patio interior y se le acercó despacio por detrás. Even cerró los puños y aceleró la marcha mientras le lanzaba una mirada rápida por encima del hombro. El joven motorista se puso torpemente unas gafas de sol al pasar por su lado y desapareció por una esquina. La bajada al metro estaba a unos trescientos o cuatrocientos metros del hotel y allí se encaminó Even, bajó las escaleras a toda prisa y estuvo a punto de chocar con un bosque de niños. Dobló una esquina y se apresuró a tomar un túnel entre unas mugrientas vitrinas de publicidad. Notó pinchazos en el costado y tuvo que bajar la velocidad mientras oía el sonido de los pies. Mientras avanzaba intentaba aguzar el oído por si oía pies que corrían, pies que pretendían darle alcance. Sin un plan previo, se declinó de pronto por una puerta giratoria a su derecha, subió unas escaleras a toda pastilla y descubrió que salía a la misma calle, aunque en la acera contraria. Se apresuró a entrar en una tienda.

Desde una estrecha abertura detrás de una estantería miró por la ventana y se puso a estudiar discretamente a todos los que subían por las escaleras. El metro vomitaba un flujo constante de gente, pero nadie parecía escudriñar nada con la mirada al salir a la superficie, nadie lo buscaba. Y nadie se parecía a alguien que hubiera visto anteriormente.

– ¿Puedo ayudarle? -Una joven sonriente apareció a sus espaldas.

– Ohhh… -Even miró a su alrededor y descubrió que se trataba de una tienda especializada en ropa interior para mujeres-. Me temo que me he equivocado -murmuró, y salió apresuradamente.

Volvió a bajar a la estación de metro y tomó el primer tren con dirección al centro que apareció. Consiguió un asiento de ventana; repasó de arriba abajo a un joven que llevaba una funda de guitarra. El joven le devolvió la mirada hasta que Even bajó la cabeza. ¿Le habría estado entreteniendo el inspector Bonjove con su charla, aquella misma mañana, para que otros pudieran tener acceso a su habitación? El joven de la guitarra se rió y le dijo algo a un amigo que, a su vez, se puso en pie. Con unas miradas divertidas dirigidas a Even se bajaron en la siguiente estación. Sin duda, la intención había sido que la policía descubriera la bolsita en una redada, o tal vez en la aduana de regreso a casa, para así poder quitarle el pasaporte y retenerle.

Pero ¿qué conseguiría la policía con eso? Apoyó la frente contra el cristal frío de la ventanilla, sentía la cicatriz del ojo, como le solía pasar, sobre todo cuando estaba estresado. Verle salir corriendo, verle huir presa del pánico. Eso era lo que pretendía la policía, ésa era, en esencia, la naturaleza de la policía. Provocar a la gente para que sacase lo peor que tiene dentro, destruir las defensas para que toda la mierda quedase al descubierto, vulnerable, y luego poder pisarla. Al otro lado de la ventanilla, la luz chispeaba contra la oscuridad; un tren que venía por la otra vía en dirección opuesta pasó aullando y Even lo vio todo en rojo, el rojo de unos ojos inyectados en sangre y sangre derramándose por el suelo. Se puso en pie de golpe y se fue hacia la puerta. Allí estuvo esperando con la mano apretada contra el ojo.

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