Rodolfo Martínez - Sherlock Holmes y la boca del infierno

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Sherlock Holmes y la boca del infierno: краткое содержание, описание и аннотация

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Dos detectives. Un mago. Y todas las legiones del Infierno. Sus caminos se han cruzado en el pasado, y volverán a cruzarse. Por un lado, Sherlock Holmes, el famoso detective, que parece haberse retirado para dedicarse a la cría de abejas. Por otro, Aleister Crowley, brujo y profeta autoproclamado como el hombre más perverso de su época. Una oscura noche tormentosa, en algún lugar de la costa de Portugal, Crowley pondrá en práctica un ritual que amenazará con derribar las barreras entre los mundos, y Holmes estará allí para impedírselo. Pero, ¿podrá Holmes soportar el dolor de la pérdida que será el precio de su triunfo? ¿Cómo seguir siendo la implacable máquina de razonar cuando la misma realidad escapa a la razón?
En esta nueva pieza de su obra holmesiana, iniciada con La sabiduría de los muertos y Las huellas del poeta, Rodolfo Martínez entrelaza las ficciones de Arthur Conan Doyle y H.P. Lovecraft para crear un universo particularísimo donde tienen cabida algunos de los personajes más entrañables de la literatura popular.

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Holmes terminó su cigarrillo, lo arrojó a las brasas de la chimenea y entrelazó los dedos bajo su afilado mentón, en un gesto que yo conocía bien.

– Hace algo más de un año yo estaba en Portugal -dijo- siguiendo a alguien que interesaba mucho a nuestros servicios de inteligencia. Hay detalles sobre el motivo de ese interés que me temo que aún no puedo confiarle, Watson, pero no saberlo no afectará a lo esencial de nuestra historia. La persona a la que seguía… usted la conoce. Nuestros caminos ya se entrecruzaron en el pasado, y presiento que volverán a hacerlo en el futuro. Supongo que recuerda al señor Aleister Crowley.

Cómo no recordarlo. Crowley se había ganado una más que merecida reputación como el hombre más corrupto de su época. Holmes y yo habíamos tenido ocasión de conocerlo brevemente muy al principio de su carrera, antes de volverse una figura célebre, mientras investigábamos la desaparición de James Phillimore en el caso que, con el tiempo, acabé llamando "La aventura de la sabiduría de los muertos" y que tuvo lugar en la primavera de 1895. No hacía mucho que, precisamente a petición de Holmes, había pasado aquellos extraordinarios acontecimientos al papel, así que el caso seguía fresco en mi memoria. La participación de Crowley en aquella intriga había sido mínima, un personaje secundario de escasa importancia, aunque seguramente él no lo vería así. Recuerdo perfectamente el desagrado que me causó nada más verlo y sé que Holmes compartía ese desagrado, si bien nunca me lo manifestó. Crowley era un joven por entonces, poco más que un adolescente, pero ya estaba extendiendo sus tentáculos por el mundo del ocultismo y adquiriendo una considerable, aunque poco notoria, influencia.

Holmes volvió a encontrarlo unos años más tarde, cuando trabajaba con Charlie Chaplin en uno de sus casos tardíos. Su presencia tampoco tuvo gran relevancia en lo que ocurrió, si bien Holmes siempre sospechó que sabía más de lo que le había contado.

– Crowley no estaba solo en Portugal -siguió diciendo Holmes-. No sólo le seguía su habitual corte de adoradores, sino que alguien lo esperaba allí. Alguien con quien él contaba, pero también alguien que no. Y, por supuesto, yo le seguía los pasos. -Aquí hizo una pausa, como si lo que fuera a decir a continuación le costara trabajo-. Wiggins me acompañaba.

Enarqué una ceja, sorprendido. ¿Wiggins? Holmes asintió.

– Sí, mi sucio tenientillo de Irregulares, ahora convertido en el famoso detective de las estrellas de Hollywood. Mi sucesor, en cierto modo.

Volvió a guardar silencio.

– Está bien, ¿verdad? -pregunté-. El joven Wiggins está bien, ¿no?

Pero Holmes tardó en responder. Y, cuando lo hizo, sus palabras no me tranquilizaron demasiado:

– Llegaremos a eso a su debido tiempo, Watson. A su debido tiempo.

Capítulo II. El detective de las estrellas

Fue así como supe que, unos meses atrás, un barco se había detenido en la costa española. Agosto estaba a punto de terminar y se arrastraba hacia un septiembre que prometía ser oscuro y húmedo.

Holmes y Wiggins viajaban a bordo bajo identidad falsa. No les había costado mucho aparentar ser un anciano excéntrico y sin duda adinerado, acompañado de su sobrino ansioso por heredar la fortuna del viejo avaro mientras le hacía las funciones de secretario.

Lo cierto es que les divertía representar sus papeles. Disfrazarse, fingir lo que no era siempre había sido como una segunda naturaleza para Holmes. Y Wiggins no estaba exento de habilidades en ese terreno. Claro que en los últimos años, convertido en una suerte de detective mascota de las estrellas de Hollywood, no había tenido ocasión de practicarlas a menudo. O, según como lo miremos, había estado practicándolas continuamente, interpretando sin parar un personaje. Al fin y al cabo, todo es ilusión en ese mundo; y para sobrevivir en él, Wiggins tuvo que transformarse, en cierto modo, en uno de ellos.

Qué hacía allí Sherlock Holmes y por qué estaba acompañado de su antiguo «sucio tenientillo» de los Irregulares de Baker Street sin duda merece una explicación.

Mi amigo siempre se había preocupado por el bienestar de sus Irregulares. A medida que crecían les fue siguiendo la pista y, allí donde podía, los ayudó a establecerse en la vida.

Ninguno de ellos lo defraudó. Y algunos superaron con creces las expectativas que tenía puestas en ellos.

Wiggins y Charlie Chaplin fueron los casos más notorios y desde el punto de vista estricto del éxito material, sin duda los que mejor librados salieron. El pequeño Charlie se convirtió en una estrella internacional por derecho propio y su personaje del entrañable vagabundo ha acabado transformándose en un icono inolvidable para el público. Mi trato con Charlie siempre fue superficial, y su paso por los Irregulares, bastante fugaz. Siempre tuve la sensación, por otro lado, de que el joven me miraba con desconfianza, quizá incluso con desagrado.

Es posible que me lo haya merecido. Confieso que al principio yo miraba con cierta hostilidad a aquellos muchachos, aquellas «fuerzas irregulares de Baker Street», tal como los había bautizado Holmes. Pero con el tiempo me di cuenta, no sólo de lo eficaces que eran para ciertos trabajos, sino del modo incondicional en que adoraban a mi amigo y la disciplina casi militar que Wiggins había impuesto sobre ellos. En cierto modo, eran un ejército, y funcionaban como tal.

Un ejército que se encontró con su momento más oscuro una noche de 1895 en un fumadero de opio de Limehouse.

Pero me estoy adelantando a los acontecimientos.

El caso de Wiggins era totalmente distinto al de Charlie; lo conocía desde hacía más tiempo, cuando no era más que un pilluelo desafiante y desvergonzado que hacía trabajos y encargos para Holmes y que había vuelto loca a la señora Hudson con sus continuas entradas y salidas, colándose por la puerta y, seguramente, robando alguna que otra cosa de la cocina. Con el tiempo, se había ido convirtiendo en un mucho espléndido y a su alrededor se había ido aglutinando una banda bien organizada de chicuelos que trabajaban a las órdenes del detective.

No me sorprendió cuando Wiggins decidió seguir los pasos de su mentor y me alegró ver que no lo hacía con mala fortuna. Primero dentro de la policía oficial y luego como investigador por cuenta propia, se labró una más que merecida reputación.

Fue precisamente a petición de Charlie que decidió ir a Los Angeles e involucrarse en la comunidad cinematográfica. Su fama no tardó en aumentar y pronto Frederick Wingspan, el nombre por el que el resto del mundo lo conocía, se convirtió en el detective oficioso de las estrellas de la pantalla. Al contrario que Holmes, quien siempre había preferido las sombras y la permanencia en un discreto segundo plano, Wiggins no hizo ningún secreto de su profesión. Su rostro aparecía con frecuencia en las portadas de las revistas de cotilleos de Hollywood, o en los noticiarios del mundo del cine: tal vez uno más en una de las muchas fiestas llenas de glamour y ficción que parecían estar celebrándose a todas horas.

Su rostro, marcado en la mejilla izquierda por el rastro de dos cicatrices gemelas, tenía cierto siniestro atractivo que sin duda lo hacía más que interesante para el otro sexo: el toque justo de misterio y oscuridad que las mujeres encuentran interesante.

Aunque sé bien que el joven habría preferido ser menos interesante y haberse librado de aquella marca en su rostro. Al fin y al cabo, estaba allí cuando Holmes lo trajo en un estado lamentable y fui yo quien curó sus heridas.

Al menos, las de su rostro.

Tengo anotados los detalles del caso, si bien no los he hecho públicos nunca. En mi narración de "La aventura de la sabiduría de los muertos" lo menciono de pasada, pues no tiene demasiada importancia para lo que allí ocurre. Digo, entre otras cosas, que Holmes se había visto involucrado en una sórdida trama que lo había acabado llevando, a él y a buena parte de sus Irregulares, a la zona de Limehouse. Y fue en un fumadero de opio donde el muchacho que era Wiggins entonces quedó marcado para siempre.

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