Rodolfo Martínez - Sherlock Holmes y la boca del infierno

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Sherlock Holmes y la boca del infierno: краткое содержание, описание и аннотация

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Dos detectives. Un mago. Y todas las legiones del Infierno. Sus caminos se han cruzado en el pasado, y volverán a cruzarse. Por un lado, Sherlock Holmes, el famoso detective, que parece haberse retirado para dedicarse a la cría de abejas. Por otro, Aleister Crowley, brujo y profeta autoproclamado como el hombre más perverso de su época. Una oscura noche tormentosa, en algún lugar de la costa de Portugal, Crowley pondrá en práctica un ritual que amenazará con derribar las barreras entre los mundos, y Holmes estará allí para impedírselo. Pero, ¿podrá Holmes soportar el dolor de la pérdida que será el precio de su triunfo? ¿Cómo seguir siendo la implacable máquina de razonar cuando la misma realidad escapa a la razón?
En esta nueva pieza de su obra holmesiana, iniciada con La sabiduría de los muertos y Las huellas del poeta, Rodolfo Martínez entrelaza las ficciones de Arthur Conan Doyle y H.P. Lovecraft para crear un universo particularísimo donde tienen cabida algunos de los personajes más entrañables de la literatura popular.

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Alguien estaba empezando a reorganizar los bajos fondos de Londres, alguien que se estaba aprovechando de la muerte del profesor Moriarty para hacerse con el control del elemento criminal y establecer los cimientos de lo que podría llegar a convertirse en un nuevo imperio del submundo.

Pocos se atrevían a pronunciar su verdadero nombre, y aun éstos lo hacían entre susurros atemorizados, como si aquellas tres sílabas que lo identificaban tuvieran alguna clase de poder temible y decirlas en voz alta trajera la desgracia. Era un individuo enigmático de origen chino, nacido quizá en alguna parte de Manchuria, y a menudo se lo llamaba simplemente «el mandarín de ojos de jade».

Holmes y él se enfrentaron. Mi amigo logró hacerlo huir, al menos de momento.

Pero no antes de que aquella criatura diabólica marcara el rostro de Wiggins.

En la oscuridad, lo había detenido. Sus ojos, dos ascuas frías y esmeraldas, habían inmovilizado al joven y, con la mano extendida, había murmurado: «Dos».

Luego, su mano se convirtió en una garra de dos dedos y se acercó al rostro del muchacho.

Ésa fue la marca que aquel siniestro personaje dejó en el joven Wiggins: dos cicatrices paralelas en un lado de su rostro.

Fue entonces cuando Holmes hizo su aparición y se enfrentó a aquel maligno individuo. Estoy seguro de que salvó a Wiggins de un destino peor que la muerte. Y sé que mi amigo sufría al ver el dolor de su sucio tenientillo.

Lo llevó a mí y lo curé como pude. Con el tiempo, su rostro fue sanando. Las cicatrices permanecieron allí, pálidas y casi delicadas, un sutil recordatorio de que el mundo no era el lugar brillante que a veces parecía.

Recuerdo que, mientras curaba las heridas del joven Wiggins, había pensado en el paralelismo que había entre los irregulares del detective y los ladronzuelos de Fagin y en que, de haber querido Holmes construir un imperio criminal, en aquellos muchachos tenía una baza insuperable. Por suerte, las intenciones de mi amigo iban por otros derroteros.

Curé como pude el rostro de Wiggins, pero sé que algo atormentaba su alma. No era nada que pudiera decir en voz alta, pero no tardé en observar un cambio en la actitud del joven. Se volvió más implacable y creo que no volví a oírle reír. Sonreía a menudo, y cuando lo hacía su rostro se iluminaba, pero no rió nunca más.

Ingresó en la policía y, como he dicho, trabajó durante un tiempo como un detective oficial. Pero no tardó en encontrar encorsetantes tantas reglas y regulaciones. Además, había crecido junto al mejor detective del mundo. ¿Qué podían enseñarle aquéllos a los que precisamente Holmes había acusado más de una vez de torpes?

Así que no tardó en abandonar la fuerzas del orden y establecerse por su cuenta. Sé que Holmes lo ayudó discretamente en los primeros tiempos.

Se encontró con Charlie Chaplin algunos años después, en una de las visitas de éste a Inglaterra, y lo convenció para que cruzara el charco. El resto es fácil de seguir, a través de las revistas llenas de glamour y mentiras de la meca del cine.

Las capacidades razonadoras y deductivas de Wiggins tenían poco que envidiar a las de Holmes. Y no fueron pocas las madejas enmarañadas que consiguió desentrañar a lo largo de su carrera como detective. Por desgracia, Wiggins era incapaz de no involucrarse emocionalmente en los casos que investigaba; no supo tomar la distancia adecuada que, tal como lo veía Holmes, el buen razonador debe mantener siempre. Para el investigador, decía mi amigo, el misterio que trata de poner en claro debe ser un rompecabezas, un puzzle en el que hay que encontrar las piezas que faltan, o un laberinto para el que debe encontrar el proverbial hilo de Ariadna. Nada más y nada menos.

Yo mismo, como médico, no desconozco las consecuencias de dejarse llevar emocionalmente; una cierta dosis de deshumanización es imprescindible para hacer bien ciertos trabajos. De no ser así, la carga emocional que conllevan nos terminaría ahogando y el peso sobre nuestros hombros se convertiría en algo insoportable.

En ese aspecto, supongo que un detective no es muy distinto de un médico. Tiene que interesarse por la enfermedad, encontrar qué causa los síntomas y, si es posible, corregir la situación que los ha provocado. Pero el enfermo no debe pasar de ser nada más que un factor de la ecuación.

Por supuesto, debe haber espacio para la compasión en todo el proceso. Sin embargo, no demasiado, o el exceso de empatía terminaría convirtiéndose en una fuerza destructiva. Es un equilibrio difícil. Y me temo que ése era un equilibrio que Wiggins no había podido mantener.

El «sucio tenientillo» que correteaba por las faldas de la señora Hudson acabó convertido en un hombre de extremos. Una elaborada máquina de razonar que, al mismo tiempo, se dejaba llevar por intensos raptos de emoción.

La consecuencia fue que su cuerpo terminó pagándolo. A mediados de 1930 sufrió un colapso nervioso y tuvo que ser internado en una clínica: uno de esos lugares exclusivos donde los actores se recuperan discretamente de sus adicciones y problemas. Charlie lo ayudó a ingresar en ella, y luego llamó a Holmes, seguramente intuyendo que su presencia podía ser lo que Wiggins necesitaba para recuperarse.

Cuando mi amigo lo encontró, estaba en un estado lamentable. Se había pasado los últimos meses investigando una serie de crímenes que parecían estar relacionados. Todos ellos tenían ciertos elementos comunes que así lo indicaban, y Wiggins se había lanzado tras la pista lleno de determinación, sí, pero también con demasiada pasión.

En cierto momento, su cuerpo se rindió y su mente ya no pudo más. Apenas comía, estaba en un estado febril y no hacía más que balbucear incoherencias acerca del número dos.

Así los había llamado la prensa sensacionalista: «los Crímenes del Dos». Parecían obra de un loco, sin duda, quizá de alguien cuya locura rozase lo genial, pero claramente desequilibrado. Secuestros de gemelos en los que se devolvía uno a los padres y se mataba al otro. Robos en los que sólo se llevaban pares de objetos y se dejaban a un lado las piezas aisladas, aunque su valor fuera muy superior a lo robado. Chantajes en los que se pedían dos millones de dólares, las cartas llegaban duplicadas y siempre el día dos de cada mes… No parecía haber relación alguna entre los distintos delitos, más allá de aquella obsesión por el número dos y que parecían cubrir todo el abanico de la delincuencia.

Entregado a su investigación, Wiggins se fue obsesionando cada vez más con el asunto. Incapaz de resolver el caso, finalmente sufrió el colapso nervioso que lo llevó a la clínica donde lo Holmes lo había encontrado.

Éste prometió a Charlie que se ocuparía de él, y durante los siguientes días, trabajó duro para volver a ponerlo en pie y hacer que su espléndida cabeza funcionara de nuevo. Podríamos decir que lo consiguió, pero no sin consecuencias.

Wiggins, sereno pero agotado, no estaba capacitado para retomar su… papel, por qué no llamarlo así, de detective de las estrellas. Necesitaba reposo, alejarse de todo aquello que había causado su obsesión. Aunque juntos él y Holmes habían emprendido los primeros pasos hacia su curación, ésta distaba de ser completa, y aún les quedaba trabajo por hacer.

Así que se lo llevó con él de vuelta a casa. Como mi amigo me dijo aquella mañana en mi sala de estar: qué otra cosa podría haber hecho.

Antes he dicho que una mínima distancia emocional en ciertos trabajos es no sólo aconsejable, sino imprescindible. Pero también que un toque de compasión, de empatía, es necesario. Y de hecho, por más que mi amigo proclamase lo contrario, sabía bien que él también lo veía así. A lo largo de todos aquellos años en que lo vi trabajar, no se me pasó inadvertido el modo en que, más de una vez, era la compasión por las víctimas, más que el gusto por desentrañar un misterio interesante, lo que lo movía a actuar.

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