Rodolfo Martínez - Sherlock Holmes y la boca del infierno

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Sherlock Holmes y la boca del infierno: краткое содержание, описание и аннотация

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Dos detectives. Un mago. Y todas las legiones del Infierno. Sus caminos se han cruzado en el pasado, y volverán a cruzarse. Por un lado, Sherlock Holmes, el famoso detective, que parece haberse retirado para dedicarse a la cría de abejas. Por otro, Aleister Crowley, brujo y profeta autoproclamado como el hombre más perverso de su época. Una oscura noche tormentosa, en algún lugar de la costa de Portugal, Crowley pondrá en práctica un ritual que amenazará con derribar las barreras entre los mundos, y Holmes estará allí para impedírselo. Pero, ¿podrá Holmes soportar el dolor de la pérdida que será el precio de su triunfo? ¿Cómo seguir siendo la implacable máquina de razonar cuando la misma realidad escapa a la razón?
En esta nueva pieza de su obra holmesiana, iniciada con La sabiduría de los muertos y Las huellas del poeta, Rodolfo Martínez entrelaza las ficciones de Arthur Conan Doyle y H.P. Lovecraft para crear un universo particularísimo donde tienen cabida algunos de los personajes más entrañables de la literatura popular.

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– Ah, Watson -me dijo Holmes en aquel momento, interrumpiendo su historia-. Es usted el más tozudo de los hombres. Insiste una y otra vez en convertirme en una criatura emocional. Y nada de lo que yo diga o haga parece convencerlo de lo contrario.

– Quizá, Holmes -respondí-. Lo conozco bien, amigo mío, mejor de lo que usted mismo cree.

Holmes sonrió.

– Iba a decir «mejor que usted mismo», ¿verdad?

– Es posible.

– Se ha vuelto arrogante con los años.

– Sin duda. Pero eso no significa que no tenga razón.

Mi amigo amagó una nueva sonrisa. Luego se encogió de hombros y siguió con su historia.

Capítulo III. El hermano más listo

Wiggins paseaba por las colinas y Holmes se ocupaba de sus colmenas cuando Mycroft vino a verlo.

El paupérrimo verano inglés se deslizaba con parsimonia hacia el final y el día era agradable sin llegar a ser caluroso. Wiggins llevaba dos meses en Sussex y lenta pero firmemente parecía ir avanzando hacia una recuperación total. De hecho, se encontraba lo bastante bien para poder echarle un vistazo a los primeros borradores del Compendio del arte de la detecci ó n, la obra que había ocupado los esfuerzos de mi amigo durante los últimos años. Se dice que dos pares de ojos ven más que uno, y algunas de las sugerencias que el muchacho hizo al detective le resultaron muy útiles para encarrilar la obra por el camino adecuado, como él mismo me confesó.

Como he dicho, aquella mañana se estaba ocupando de las colmenas. Oyó llegar el automóvil y, mientras terminaba la limpieza de un panal, reconoció los pasos característicos de su hermano.

– Sherlock -saludó éste, sin decidirse a entrar del todo en la zona de las colmenas.

– Buenos días, Mycroft -le devolvió Holmes el saludo sin abandonar su tarea.

Terminó lo que estaba haciendo, devolvió el panal a su lugar correcto y sólo entonces se volvió y miró a su hermano.

Habían pasado sólo unos meses desde la última vez que lo había visto, y le sorprendió encontrarlo tan envejecido. Volvió a lamentar, y no sería la última vez, que se hubiese negado a incorporar la jalea real a su dieta. Sus argumentos para tal negativa siempre le habían parecido pueriles a Holmes, pero sabía bien que, una vez tomada una decisión, era casi imposible que Mycroft cambiara de parecer.

En silencio, abandonaron los jardines y se dirigieron la casa. Parecía un buen momento para un desayuno tardío, así que Holmes preparó un poco de té y, mientras el agua se calentaba, animó a Mycroft a que le dijese qué quería.

– Me temo que llego en un momento inoportuno -dijo éste, mirando a su alrededor con el ceño fruncido-. De haber sabido que tu joven pupilo estaba aquí, quizá me lo habría pensado mejor.

Era un juego de niños (al menos lo era para mi viejo amigo) seguir su mirada y dar con los indicios que le habían revelado la presencia de Wiggins, así que Holmes no se molestó en comentar lo que para él resultaba evidente y en lugar de eso dijo:

– Bueno, Mycroft, pretender controlarlo todo es imposible. Deberías saberlo bien. Quizá no sean las circunstancias más apropiadas, pero tendremos que lidiar con ellas como podamos.

Su hermano se encogió de hombros. Parecía molesto.

– Siempre puedo encargarle el trabajo a otro agente -dijo, tras unos instantes de vacilación.

Holmes reprimió una sonrisa. Mycroft, el hombre que jamás cambiaba sus costumbres por nada que no fuera una emergencia nacional, y que sin embargo se había tomado la molestia de venir hasta Sussex en lugar de mandar a buscar a su hermano, decía ahora que quizá podría asignarle la misión a otro. Su trampa era tan infantil que no parecía digna de él.

– Vamos, Mycroft -dijo el detective, mientras retiraba el agua caliente del fuego y tomaba asiento frente a él-. No intentes pincharme como si fuera uno de tus peones. Dime qué es lo que quieres y luego ya veremos qué podemos hacer.

Pero su hermano no respondió. Esperó a que Holmes sirviera el té y luego lo tomó en silencio, dibujando un mohín de fastidio con sus labios gordezuelos. En los últimos años, Mycroft había engordado cada vez más, hasta el extremo de que resultaba ya casi imposible adivinar al hombre delgado que había bajo él. Ni Holmes ni yo somos muy dados a las veleidades del psicoanálisis, si bien yo considero que el método del doctor Freud no carece del todo de utilidad, y quizá algunas de sus técnicas podrían explicar por qué el hermano de Sherlock Holmes había decidido enterrar al hombre delgado y nervioso que había sido bajo todas aquellas capas de grasa.

Así que se tomó su té en silencio, sin abandonar del todo su aire de fastidio durante lo que duró el proceso. Sólo entonces, tras el último sorbo y después de haberse limpiado pulcramente con una servilleta, decidió hablar:

– En realidad, eres la única persona que puedo enviar a hacer esto -reconoció, no demasiado contento-. Al fin y al cabo, has estado involucrado en el asunto casi desde el principio y no es necesario ponerte en antecedentes. Por otro lado -añadió, frunciendo los labios-, no hace falta que añada que cualquiera de mis agentes pensaría que estoy loco si intentara contarle el asunto.

– Bien, Mycroft, es la reacción normal, al fin y al cabo. Descubrir de pronto que el jefe de inteligencia dedica buena parte del presupuesto asignado al contraespionaje a perseguir fantasmas, libros de ocultismo y… monstruos es algo difícil de digerir para cualquiera.

– Quizá te sorprendería -respondió-. Y te aseguro que no somos los únicos. Si te contara lo que hacen los alemanes… o nuestros primos americanos, ya que estamos en ello. Pero da igual. Al menos tú sabes de qué trata todo el asunto, ya lo has investigado antes y no necesito convencerte de que el peligro es real.

– ¿Real? Sin duda, querido hermano. Mientras todos los participantes en esta extraña conjura penséis que es real, desde luego que lo es y, por tanto, puede tener consecuencias físicas y palpables en nuestro mundo. Si me preguntas, sin embargo, si creo que las fantasías de un árabe loco sobre monstruos divinos, entes primordiales y dimensiones infernales son ciertas…

– No te he preguntado nada, Sherlock. Y sabes bien que yo mismo no estoy seguro de creer en todo eso. Sin embargo, como bien has dicho, mientras el número suficiente de personas lo tengan por real y estén dispuestos a hacer cualquier cosa por aquello en lo que creen, el peligro que esas «fantasías de un árabe loco» representan para el mundo es lo bastante auténtico para mí.

Holmes. asintió.

– Así es como yo lo veo, en efecto.

– Aunque… -añadió Mycroft con un brillo malicioso en sus ojos entrecerrados-. Tú mismo te has visto involucrado en unas cuantas cosas que no pueden ser explicadas de un modo… natural.

– Tonterías -dijo Holmes-. Todo tiene una explicación natural. Que no conozcamos lo bastante los mecanismos del mundo no significa que éstos no existan.

Otra vez su hermano se encogió de hombros.

– Como quieras. En cualquier caso, mi tiempo es limitado. Y cuanto antes vuelva a Londres y esté a salvo en mi club, mucho mejor.

– Pues adelante, hermano, deja de dar vueltas alrededor del asunto y cuéntame qué es lo que quieres que haga.

En aquel punto de su historia, Holmes me trajo de nuevo a la memoria el asunto en el que ambos nos vimos involucrados a principios de 1895: "La aventura de la sabiduría de los muertos", como yo había acabado bautizándolo.

Supe entonces que Mycroft se había pasado buena parte de los últimos treinta y cinco años investigando el asunto. Aquello no pudo menos que sorprenderme. Incluso podríamos decir que clamaba contra mi espíritu de ciudadano responsable. ¿Dilapidar el dinero de nuestros impuestos en perseguir quimeras, en obtener grimorios, en vigilar sectas ocultistas? Me parecía un derroche tan poco inglés que no sabía muy bien qué pensar.

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