Hacia las ocho cuarenta y cinco hubo un silencio de unos veinte minutos. Liao le preguntó a Qi qué sucedía, y éste explicó que se había producido una falsa alarma. Siete u ocho minutos antes, Qi había perdido de vista a Hong en la sala de baile. Comenzó a buscar a su alrededor y la vio sentada con una bebida en un apartado del pequeño bar. Como también debía observar cuanto sucediera a su alrededor, Qi se sentó a una mesa desde la que se divisaban tanto el bar como la sala de baile.
– No se preocupe -lo tranquilizó Qi-. Puedo verlo todo desde aquí.
A continuación tuvo lugar otro lapso de silencio. Yu le encendió el cigarrillo a Liao antes de encender el suyo. Li volvió a llamar, por tercera vez aquella noche. El secretario del Partido no intentó ocultar su preocupación.
Al cabo de unos diez minutos, Qi les llamó para comunicarles con voz aterrorizada que la mujer del bar, pese a llevar también un vestido mandarín, resultó no ser Hong.
Yu marcó el número del móvil de Hong, pero ésta no contestó. Quizá la música que retumbaba en el interior del club era demasiado fuerte y Hong no lo oía sonar. Liao también lo intentó, dos o tres veces más. Hong seguía sin responder. Liao habló entonces con los agentes que estaban apostados fuera del edificio. Respondieron que no la habían visto salir, y que sería imposible no distinguirla en su vestido mandarín rosa.
Yu se puso en contacto con los agentes que hacían guardia a la entrada de la sala de baile. Lo tranquilizaron un poco al asegurarle que ninguno de los dos la había visto salir, por lo que aún debía de estar dentro del edificio. Yu les ordenó que entraran en la sala de baile y se reunieran con Qi.
Entretanto, Liao se dirigió apresuradamente a la sala de cámaras de vigilancia, donde se encontraba otro policía junto al guarda de seguridad del edificio.
Sin embargo, en menos de cinco minutos Yu vio salir de nuevo a Liao, sacudiendo la cabeza confundido. Hong no aparecía en la grabación en vídeo de la cámara que había en la entrada delantera.
Los policías que se encontraban en el interior de la sala de baile también llamaron, para informar de que la habían buscado en todas partes. Hong parecía haberse evaporado.
Sin duda había pasado algo terrible.
Habían transcurrido unos treinta y cinco minutos desde que Qi se percató de la ausencia de Hong.
Yu ordenó bloquear de inmediato la entrada del edificio. No era momento de preocuparse por la reacción de los clientes. Liao solicitó refuerzos con urgencia por teléfono antes de ordenar la evacuación de la sala de baile.
Los policías llegaron apresuradamente y registraron a todas y cada una de las personas que salían del edificio, pero Hong no se encontraba entre ellas.
Cuando la sala de baile quedó finalmente desierta, como un campo de batalla cubierto de copas, botellas y cosméticos, seguía sin haber ni rastro de ella.
– ¿Dónde puede estar? -preguntó Qi, abatido.
Todos conocían la respuesta.
– ¿Cómo diantre puede haberse escabullido llevándose a Hong? -preguntó Liao.
– Por aquí -exclamó Qi, señalando la puerta de un cubículo en el interior del bar. La puerta apenas se veía desde la sala de baile, a menos que uno se dirigiera a la parte trasera del bar.
Yu se precipitó hacia la puerta y la abrió de un empujón. Conducía a un pasillo. Vio que al fondo del pasillo había un ascensor auxiliar.
– Debe de haberla sacado por la puerta lateral, habrán ido hasta el ascensor, y luego habrán salido por la puerta de entrada dijo Liao con la voz ronca-. Pero no, no creo que hayan salido aún, nuestros agentes los habrían interceptado.
– Eso es imposible -replicó Yu, sin embargo, de repente, tuvo un presentimiento-. ¡Maldita sea! Registrad todas las habitaciones del hotel.
En recepción les entregaron una lista de inmediato. Aquella noche habían reservado treinta y dos habitaciones. Con la lista en la mano, los policías empezaron a aporrear una puerta tras otra. En la tercera no obtuvieron respuesta desde el interior. Según el registro, estaba previsto que la ocupara una sola persona, y sólo por un día. El camarero sacó la llave y abrió la puerta de la habitación.
Sus peores temores se confirmaron. No encontraron a nadie en la habitación. En medio de un silencio sepulcral, vieron la ropa de Hong esparcida por el suelo. El vestido mandarín rosa, el sujetador y las bragas. Y, en un rincón, los zapatos de tacón.
El asesino debía de habérsela llevado por la fuerza a la habitación, donde la desnudó como a las otras, le puso el vestido mandarín rojo y la sacó de allí.
Volvieron a ver la cinta de vídeo. Esta vez se fijaron en algo que, aunque ya habían visto antes, no les había parecido sospechoso. Un hombre vestido con un uniforme del hotel ayudaba a otro a salir a toda prisa. Ambos llevaban gorros y uniformes idénticos. El hombre parecía tener entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años. La cámara no había captado una imagen definida de su rostro, medio oculto por un gorro calado hasta las orejas y unas gafas de color ámbar. La otra persona podría ser una mujer: un largo mechón de pelo negro se escapaba por debajo del gorro. Parecía enferma, y se apoyaba pesadamente en el hombro de su acompañante.
Tras acudir a toda prisa a la sala de vigilancia, el director del hotel confirmó que las dos personas que aparecían en la cinta de vídeo no eran empleados de su establecimiento.
El asesino se había registrado con una identidad falsa y había obligado a Hong a entrar en la habitación, donde le cambió la ropa. Después salió con ella del edificio. A juzgar por la cinta, la joven policía ya estaba semiinconsciente. Habría sucumbido a los efectos de alguna droga antes de poder alertar a sus compañeros. Una vez fuera del club, el asesino la habría introducido en un coche aparcado en las inmediaciones, o habría parado a un taxi. Sin embargo, los agentes apostados en el exterior no recordaban haber visto a dos empleados del hotel entrando en un coche.
La policía se puso en contacto de inmediato con los comités vecinales y con las empresas de taxis para recabar información sobre dos personas vestidas con uniformes de hotel, una de ellas probablemente inconsciente.
El secretario del Partido Li profería insultos por varios teléfonos, gritaba como un poseso y recorría la habitación de un lado a otro, como una hormiga que intenta trepar desesperadamente por un wok caliente. Pese a su oposición inicial, Li ordenó vigilar a cualquier familia que tuviera garaje particular, de modo que la policía volvió a solicitar la ayuda de todos los comités vecinales.
Según la hora registrada en la cinta, sólo habían transcurrido unos veinticinco minutos desde que el asesino saliera con Hong del club Puerta de la Alegría. Tal vez los policías aún pudieran interceptar al criminal antes de que llegara a su refugio secreto, o quizá podrían capturarlo cuando entrara en su garaje. Aún tendría que ponerle el vestido mandarín rojo a Hong.
Recibieron una llamada del director del hotel. Según el testimonio de una camarera, un hombre de mediana edad se dirigió a ella para preguntarle si había alguna chica nueva aquella noche, pero la camarera apenas pudo describirlo. Sólo recordaba que llevaba gafas de montura dorada con cristales color ámbar. No pudo calcular su estatura porque el cliente estaba sentado detrás de una mesa.
Un cuadro del comité vecinal también se puso en contacto con ellos. A última hora de la tarde había visto un coche blanco un modelo lujoso, aunque no pudo distinguir la marca- aparcado en una sórdida calle lateral una manzana al norte del club Puerta de la Alegría. No era habitual que aparcaran un coche así en aquella calle.
Pero toda esa información de poco les servía en aquellos momentos.
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