Qiu Xiaolong - Seda Roja

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Un asesino en serie acecha a las jóvenes de Shanghai. Sus crímenes han creado gran expectación y alarma en la prensa y entre los ciudadanos, sobre todo porque suele abandonar a los cadáveres enfundados en un vestido muy llamativo, rojo y de estilo mandarín. Cuando el caso comienza a complicarse, el inspector jefe Chen Cao está de permiso: acaba de matricularse en un máster sobre literatura clásica china en la Universidad de Shanghai. Pero en el momento en que el asesino ataca directamente al equipo de investigadores del Departamento, a Chen no le queda más remedio que volver al trabajo y ponerse al frente de la investigación. Mientras intenta dar con el asesino antes de que se cobre nuevas víctimas, irá descubriendo que la raíz de estos asesinatos se remonta al trágico y tumultuoso pasado reciente del país.

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El director general Pei, un hombre corpulento de expresión agradable que llevaba unas grandes gafas de montura negra, lo esperaba en una larga mesa de banquetes junto a otros ejecutivos, incluido el jefe de recepción al que había conocido antes. Todos empezaron a elogiar a Chen, como si lo conocieran desde hacía muchos años.

– El señor Gu no deja de alabar sus magníficos logros, maestro Chen. Se requieren tanta energía y tanta esencia para producir obras maestras como las suyas… Así que pensamos que una cena bu podría ayudarlo un poco.

Chen se preguntó qué habría hecho para convertirse en un «maestro», pero le estaba agradecido a Gu por no haberles revelado que era policía y por haber organizado todo aquello.

Como entrante, un camarero trajo una enorme bandeja conocida como Cabeza de Buda. Su parecido a una cabeza humana era más bien remoto: consistía en una calabaza blanca vaciada y cocida al vapor en una vaporera de bambú cubierta por una enorme hoja de loto verde.

– Un plato especial.

Pei, muy sonriente, le indicó al camarero que sostenía un largo cuchillo de bambú que podía empezar a cortar.

Chen contempló cómo el camarero serraba una parte del «cráneo» con el cuchillo, introducía los palillos en los «sesos» y sacaba un gorrión frito de dentro de una codorniz a la parrilla, que a su vez se encontraba en el interior de un pichón estofado.

– ¡Cuántos cerebros en una sola cabeza! -exclamó uno de los ejecutivos soltando una risita.

– No es de extrañar -observó Chen, sonriendo-. Se trata de Buda.

– Todas las esencias se mezclan para producir un extraordinario estímulo cerebral -añadió otro directivo-, pensado para los intelectuales que constantemente se devanan los sesos.

– Un equilibrio perfecto entre el yin y el yang -afirmó un tercer directivo-, procedente de una variada selección de aves.

Chen había oído varias teorías sobre la correspondencia dietética entre los humanos y otras especies. Su madre solía cocinar sesos de cerdo para él, pero aquí los platos eran mucho más elaborados de lo que había esperado.

A continuación trajeron una tortuga de lago, cocinada al vapor con azúcar cristalizado, vino amarillo, jengibre, cebolletas y unas cuantas lonchas de jamón jinhua.

– Todos sabemos que la tortuga es buena para el yin, pero en el mercado sólo se pueden encontrar tortugas criadas en granja, alimentadas con hormonas y antibióticos. La nuestra es diferente. Viene directamente del lago -recalcó Pei, mientras se bebía el vino a sorbos-. La gente tiene ideas equivocadas sobre el yin y el yang. En invierno devoran carne roja, como cordero, perro y ciervo, pero eso no es dialéctico…

– Se dice que son buenos para el yang, por eso se suelen comer en el frío invierno, según creo -comentó Chen intrigado por el sermón de Pei, que sonaba muy filosófico-, pero nunca he oído hablar de la parte dialéctica.

– Para la gente que tiene la patología de un yang elevado, comer carne roja podría ser perjudicial. En esos casos, la tortuga contribuye a restablecer el equilibrio -explicó Pei, más ruborizado por la respuesta de Chen que por el vino-. Otro error común consiste en creer que el sexo disminuye el yin, y que por tanto es peligroso. La gente se olvida de que el trabajo duro también consume el yin.

– ¿De veras? -preguntó Chen, pensando en la «enfermedad sedienta» que había estado analizando para su trabajo-. Lo que dice es muy profundo.

– Nuestra cena está perfectamente equilibrada. Tan buena para el yin como para el yang. Confucio dice: «No puedes ser demasiado selectivo con lo que comes». ¿Eso qué quiere decir? Está claro que no se refiere únicamente al sabor. Para un sabio como Confucio, es algo mucho más profundo. La comida tiene que proporcionar un auténtico estímulo que nos permita conseguir grandes logros para nuestro país.

Estuviera o no extraído de esos libros clásicos únicamente con objetivos comerciales, no podía negarse que los ecos confucianos aún resonaban en el estilo de vida cotidiano chino.

La elocuencia de Pei no se limitaba a las teorías. El banquete les deparó una sorpresa tras otra. Sopa con una enorme cabeza de pescado, enriquecida con ginseng americano; hajia, lagartijas especiales de Guanxi frescas, no desecadas y procesadas como se solía ver en las herboristerías, servidas con orejitas de madera blanca; y congee de nido de golondrina espolvoreado con bayas de gouji rojo escarlata.

– ¡Ah, el nido de golondrina! -exclamó Pei, levantando un cucharón-. Para hacer sus nidos en los acantilados, las golondrinas tienen que hacerse con todo lo que puedan recoger y mezclarlo con su saliva, la esencia de la vida.

El nido de golondrina era un producto bu de larga tradición. El delicado cuenco de congee dulce le recordó un pasaje de Sueño de la habitación roja, en el que el nido de golondrina que toma una delicada joven para desayunar cuesta más que la comida de un agricultor de todo un año.

– ¿A qué se debe que la saliva de las golondrinas sea tan especial? -volvió a preguntar Chen.

– De vez en cuando tenemos la boca seca porque nos falta saliva, sobre todo después de las nubes y de la lluvia, ya sabe -explicó Pei con una cálida sonrisa-. Es un síntoma de que nuestro yin es insuficiente.

– Sí, la enfermedad sedienta -respondió Chen. Sin embargo, la gente podía tener sed por razones de todo tipo, reflexionó, no sólo por las nubes o la lluvia.

Para sorpresa de Chen, a continuación apareció un cuenco de tocino estofado en salsa de soja. Un plato casero, en claro contraste con las anteriores extravagancias.

– La especialidad del presidente Mao -explicó Pei, leyendo la pregunta en la mirada de Chen-. En vísperas de una batalla crucial durante la segunda guerra civil, Mao afirmó: «Mi mente está agotada, necesito tocino con salsa de soja para estimular el cerebro». En aquella época no siempre era fácil servir carne en las comidas, pero, tratándose de Mao, el comité central del Partido se las ingenió para servirle a diario un cuenco de tocino. Y, claro está, Mao condujo al Ejército de Liberación del Pueblo de victoria en victoria, ¿Cómo podía equivocarse Mao?

– No, Mao no podía equivocarse nunca -respondió Chen, mientras saboreaba el tocino.

Entonces llegó el momento cumbre del banquete: trajeron a un mono enjaulado que sacaba la cabeza de la jaula, con el cráneo afeitado y los miembros bien sujetos. Un camarero depositó la jaula en el suelo para que inspeccionaran al mono; después, sonriendo, cogió un cuchillo de acero y un pequeño cucharón de latón y aguardó la señal. Chen había oído hablar alguna vez de este plato especial. El camarero le serraría la parte superior del cráneo al mono para que los comensales pudieran saborear el cerebro, vivo y sanguinolento.

Pero Chen comenzó a sudar y se puso muy nervioso de repente, casi tanto como por la mañana. Quizás aún no se había recuperado.

– ¿Qué le ocurre, maestro Chen? -preguntó Pei.

– Estoy bien, director Pei -respondió Chen, secándose el sudor de la frente con una servilleta-. El tocino está buenísimo, me recuerda las comidas que mi madre cocinaba en mi infancia. Es una budista devota, por lo que me gustaría hacer una propuesta en su nombre. Por favor, liberen al mono. En la fe budista, esto se denomina fangsheng: liberar una vida.

Pei no estaba preparado para una propuesta de este tipo, pero no fue difícil convencerlo.

– Fangsheng. No cabe duda de que el maestro Chen es un buen hijo, así que haremos lo que nos pide.

Los demás comensales estuvieron de acuerdo. El camarero volvió a coger la jaula y prometió soltar al mono en las colinas. Chen le dio las gracias, aunque se preguntó si cumpliría su promesa.

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