– Yo no puedo contarle lo que Hugo Ross me dijo, señora Radley -le contestó amablemente el padre Malahide-. Él vino a ver si podía encontrar a la familia de Connor. El joven estaba demasiado débil para venir personalmente y todos sus compañeros del barco estaban muertos. Por lo visto no recordaba casi nada y parecía que estaba solo en el mundo, como este muchacho de ahora. Por desgracia, desaparecen muchos hombres en las costas de Irlanda, sobre todo en Connemara. El clima que barre el Atlántico en invierno es muy duro, implacable.
– ¿Hugo encontró a alguno de sus familiares?
– Sí. Su madre vivía aquí en Galway. Trabajaba en un orfanato dirigido por la iglesia. No era una monja, naturalmente, pero llevaba casi toda la vida allí. Me temo que no puedo decirle nada más, señora Radley. Todo el resto me fue confiado en secreto. Estoy seguro de que lo entiende. Siento decirle que la madre de Connor ha muerto. Aunque no creo que ella hubiera podido ayudarla.
– No -reconoció Emily con pesar-. No sé si averiguaré qué le pasó a ese chico en realidad, y a ella no le habría servido de mucho consuelo. Pero tal vez alguien del orfanato puede decirme qué preguntas hizo Hugo Ross y quizá lo que le contaron.
– Por supuesto. -El padre Malahide le dio la dirección, le indicó cómo encontrar el lugar y le aconsejó que fuera a media mañana, cuando tal vez dispondrían de tiempo para hablar con ella.
Ella le dio las gracias y recorrió las calles oscuras que llevaban a la posada donde estaba alojada, tan aprisa como pudo.
Por la mañana siguió las indicaciones del padre Malahide y no tuvo problemas para encontrar el orfanato. Era un edificio amplio de piedra gris con varias edificaciones anexas, que parecían haberse añadido para aumentar la capacidad.
Emily se acercó a la puerta principal y llamó con el picaporte. Pasaron unos minutos hasta que acudió una niñita delgada con la cara llena de pecas. Emily le dijo lo que deseaba y la hicieron esperar en una pequeña antesala bastante fría, con unos carteles cuidadosamente pegados a la pared advirtiendo al pecador potencial que Dios lo veía todo. Enfrente había un gran crucifijo con una imagen de Cristo agonizando que cohibió e incomodó a Emily. De pronto se sintió forastera, y se preguntó si era prudente haber ido allí.
La llevaron a ver a la enfermera jefe, una mujer cansada, pálida, con muchas arrugas y unas preciosas trenzas castañas enrolladas en la cabeza.
Emily se sentó en su despacho y oyó pasos que recorrían el pasillo arriba y abajo y gritos de voces alegres, metiendo prisa, pidiéndole a un niño que se portara bien, que fuera rápido, que se atara los cordones, que se metiera la camisa dentro del pantalón, que dejara de charlar.
– Yo fui a Connemara para estar con mi tía, Susannah Ross, que está muy enferma y no vivirá mucho -explicó con franqueza-. Hace siete años Hugo Ross, su marido, vino aquí buscando a la señora Riordan, porque su hijo,
Connor, era el único superviviente de un naufragio frente a la costa donde vivía el señor Ross.
– Me acuerdo de él -dijo la enfermera, asintiendo-. No volvió nunca, ni tampoco el joven de quien hablaba. Me temo que la señora Riordan ya murió, Dios se apiade de su alma.
– Sí, lo sé. El señor Ross también, y me temo que Connor fue asesinado, también -contestó Emily.
– Qué horror. -La cara de la enfermera expresó una sincera pena-. Lo siento muchísimo. Quizá es mejor que su pobre madre no llegara a saberlo. La hizo tan feliz que el señor Ross le contara que Connor se salvó del naufragio. Se ahogan tantos hombres… El mar es un amante difícil, pero uno se gana la vida donde puede. La tierra también puede ser muy dura. ¿Y yo qué puedo hacer ahora para ayudar a la señora Ross, pobre criatura?
Emily había dado vueltas y vueltas a la cabeza pensando qué iba a preguntar, y seguía sin tenerlo claro, pero ahora ya no quedaba tiempo para debatir. Miró los ojos cansados de aquella mujer que tenía delante y sus manos rugosas apoyadas sobre el regazo. Debía de haber visto cosas mucho más tristes que aquella. ¿Qué clase de mujer abandona a su hijo en un orfanato para que lo críen? Emily pensó en sus propios hijos, en casa, y de pronto los echó intensamente de menos, como si se los hubieran arrebatado. Notó el olor de su piel, oyó sus voces, vio brillar la confianza en sus ojos. Solo había una respuesta: una mujer desesperada, al límite de sus fuerzas, una mujer perseguida o moribunda.
– Connor Riordan fue asesinado -dijo bruscamente y vio que la enfermera pestañeaba como si ese dolor también le fuera familiar-. Nunca averiguamos quién le mató, pero yo creo saber por qué. Tengo mucho miedo de que ahora vuelva a pasar lo mismo con Daniel, si no lo impedimos. Yo creo que Hugo Ross pudo haberse enterado de algo aquí que más tarde le aclaró quién era el responsable, y como amaba a su gente decidió no repetirlo. Él no sabía que el veneno de esa culpa y el miedo iban a provocar la muerte lenta de la propia aldea. Pero su viuda sí lo sabe, y por encima de todo quiere corregir eso antes de morir; quizá por el pueblo, pero yo pienso que sobre todo es por el propio Hugo.
– Una mujer buena. -La enfermera asintió y se persignó con gran solemnidad-. Yo tampoco puedo decirle mucho, pero recuerdo que estuvo un buen rato hablando con la señora Riordan y que hizo un par de preguntas sobre la señora Yorke. Eso pareció afectarle. Yo le pregunté si podía hacer algo para ayudarle, y él me dijo que no. La señora Riordan también parecía disgustada, pero cuando hablé con ella no me contó por qué y me pareció que no sabía mucho.
– ¿La señora Yorke? -dijo Emily, confusa.
– Bueno, nosotros la llamamos señora. -La enfermera hizo un leve gesto con la mano, como si se refiriera a algo trivial-. Pero de hecho no estaba casada. Trabajó muchos años aquí y después también murió. Había llegado su hora. Era una anciana y estaba preparada para seguir su viaje hasta Dios.
– ¿Anciana? -Emily estaba sorprendida. ¿Era hermana de Padraic Yorke? Entonces debía de ser bastante más vieja que él. O quizá no eran parientes. El apellido no era muy corriente, pero tampoco único-. ¿Puede que fuera pariente del señor Padraic Yorke, que vive en el mismo pueblo que la señora Ross?
– Sí, sí -dijo la matrona con un suspiro-, lo era. Pero de eso hace mucho tiempo, pobrecilla.
– ¿Mucho tiempo? ¡Pero usted dijo que era vieja!
– Y lo era, cuando murió debía de tener unos ochenta años, o quizá más.
De repente Emily sintió más frío del que hacía en la habitación. Su mente se llenó de ideas lúgubres, sin definir.
– Entonces ¿no era su hermana?
– No, querida, era su madre -dijo la enfermera, sorprendida-. Vino aquí antes de que él naciera. Al principio dijo que era una viuda embarazada, pero después se sinceró con nosotros. No estaba casada, y en un principio era una chica respetable que servía en casa de una familia de Holyhead, en Inglaterra. Cuando el señor de la casa la dejó en estado, cogió el barco y vino a Irlanda. Empezó en Dublín, pero cuando se le empezó a notar el embarazo la echaron, se dirigió al oeste y llegó a Galway, donde nosotras la acogimos. Aquí era feliz, y se quedó con nosotros el resto de su vida. Era una buena mujer, y nosotras tuvimos la delicadeza de darle tratamiento de mujer casada.
– ¿Así que Padraic nació aquí? -dijo Emily, sin dar crédito.
No le horrorizó la vergüenza de esos primeros años, aunque eso ya debió de haber sido bastante duro, sino que a los ojos de los irlandeses era inglés, de sangre y de educación, aunque nunca lo fuera de corazón.
La enfermera asintió.
– Naturalmente cuando cumplió catorce años tuvo que irse, porque nosotros ya no podíamos mantenerle. No hay fondos para los niños que ya tienen edad para trabajar, y aquí no había nada para él. Era buen estudiante. Se marchó una temporada a Dublín, luego a Sligo, y finalmente a la costa, y allí se quedó.
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