El señor Yorke sonrió, pero en su mirada había cierta incomodidad.
– Sí -dijo en voz baja-. Son buena gente, peleones, rencorosos, pero valientes en extremo, capaces de sobreponerse a cualquier fatalidad, y generosos. Tienen fe en la vida.
Emily volvió a darle las gracias y echó a andar para volver al sendero que llevaba a casa de Susannah. Al llegar al camino vio al padre Tyndale a lo lejos, andando en dirección contraria, agachando la cabeza para protegerse del viento, luchando contra él. Emily dudó que él pensara, como el señor Yorke, que la gente del pueblo tenía fe en la vida. El asesinato de Connor Riordan les había inoculado un veneno lento, y se estaban muriendo. Ella tenía que descubrir la verdad, aunque destruyera a alguien o a más de uno, porque no saberlo los estaba matando a todos.
* * *
Susannah pasó otra mala noche y Emily estuvo sentada a su lado casi todo el rato. Consiguió dormir apenas una hora, erguida en la butaca al lado de la cama. Deseaba ayudar, pero poco podía hacer aparte de sentarse con ella, abrazarla de vez en cuando, lavarla y secarla cuando estaba empapada en sudor, ayudarla a ponerse un camisón limpio. Le subió un té templado varias veces, para intentar que no se deshidratara.
Daniel entró sin hacer ruido y avivó el fuego. Recogió las sábanas arrugadas y sucias, sin decir nada, pero tenía la cara pálida y transida de compasión.
Susannah se durmió por fin poco antes del amanecer, y Daniel dijo que él la vigilaría. Emily estaba demasiado agradecida para discutir. Trepó a la cama y cuando por fin entró en calor, se durmió.
Era pleno día cuando se despertó, y tras un momento de desconcierto, recordó que Susannah había empeorado mucho y que había dejado a Daniel solo cuidándola. Apartó el cobertor, se levantó de la cama con dificultad y se vistió a toda prisa. Primero recorrió el pasillo hacia el dormitorio de Susannah. La encontró durmiendo en silencio, casi plácidamente, y a Daniel en la butaca, pálido, con muchas ojeras y la sombra de una barba oscura en la mandíbula.
Él levantó la mirada hacia ella, se llevó un dedo a los labios indicando silencio, y después sonrió.
– Iré a preparar el desayuno -susurró ella-. Después haremos la colada. Eso no puedo hacerlo sola. No tengo ni idea de cómo hacer que funcione esa caldera espantosa.
– Yo la ayudaré -prometió él.
Pero cuando Emily bajó la escalera descubrió todos los candiles de la cocina encendidos y un olor a horno en el ambiente. Maggie O'Bannion estaba en el fregadero lavando los platos, después de haber cocido y amasado la pasta.
Al oír los pasos de Emily se dio la vuelta.
– ¿Cómo está la señora Ross? -preguntó ansiosa.
Emily se sentía demasiado aliviada para mostrarle su enfado.
– Muy enferma -dijo con sinceridad-. Esta ha sido la segunda noche realmente mala. Me alegro sinceramente de que el señor O'Bannion cediera. No sabemos cómo arreglárnoslas sin usted.
Maggie pestañeó y apartó la mirada.
– He hecho un pastel de manzana para la cena -dijo, como si Emily le hubiera preguntado-. Y hay un buen pedazo de ternera en el horno. Apartaré un poco para hacerle un caldo a la señora Ross. A veces, cuando no se encuentra bien, es lo único que tolera. ¿Sabe usted si está despierta?
– No, duerme. Anoche casi no durmió. -Emily se alegró al ver que Maggie se sentía culpable-. Traeré la colada -continuó-. Ayer me ayudó Daniel, pero esta mañana hay más sábanas. -Miró la ropa blanca arrugada que colgaba del tendedero cerca del techo-. Nosotros no somos tan eficientes como usted -añadió, algo más amable.
Maggie no dijo nada, pero movió con más energía las manos y golpeó con violencia los platos del fregadero.
Emily puso los calentadores de platos sobre el hornillo, luego inclinó el tendedero hacia abajo y recogió dos sábanas. Maggie se puso automáticamente de espaldas a la pila para ayudarla a doblarlas bien. Sin mirar a Emily a los ojos, tensa y con un gesto de enorme abatimiento en los hombros.
Emily se preguntó si Daniel habría salido el día anterior por la tarde, tal vez mientras el padre Tyndale estaba allí, y fue a decirle a Maggie cuánto la necesitaban. ¿Y Maggie estaba tan tensa esta mañana porque Fergal y ella habían discutido por eso? ¿Qué le habría dicho Daniel para que ella desafiara a su marido?
Cuando las sábanas estuvieron dobladas y listas para la plancha, Emily empezó con las fundas de las almohadas, y después hizo una pequeña pausa para tomarse un té y una tostada. Se estaba preguntando si debía ir a ver si Susannah estaba despierta, cuando Daniel entró en la cocina.
– Buenos días, señora O'Bannion -dijo cordial- Le agradezco que haya vuelto más de lo que se imagina. Sin usted, no nos las arreglábamos demasiado bien.
Maggie le clavó los ojos, y ninguno de los dos miró a Emily.
– Susannah está despierta -prosiguió Daniel-. ¿Puedo subirle algo para desayunar, un poco de pan y mantequilla si hay, o al menos una taza de té recién hecho?
– Coma algo primero -le dijo Emily-. Yo se lo subiré a Susannah, y usted puede encargarse de estas sábanas. Pronto volveremos a necesitarlas. Maggie, si pudiera hablarle con cariño a la caldera y hacer que vuelva a funcionar, debemos lavar la muda de anoche para cuando nos haga falta, por favor.
– Sí, señora Radley, por supuesto -asintió Maggie; un tanto tensa y evitando a Daniel, empezó a cortar rodajitas de pan y mantequilla para Susannah, untó con cuidado la miga con la mantequilla reblandecida y después partió unas rebanadas tan finas que apenas se mantenían unidas. Luego untó y dividió por la mitad una segunda loncha y una tercera y las colocó con mucha delicadeza en un plato blanco y azul.
Emily le dio las gracias y cogió la bandeja. Se sintió muy feliz cuando Susannah se incorporó, tenía un poco de color en las mejillas, y se lo comió todo. Emily decidió que tenía que acordarse de cómo se hacía y prepararlo ella en otra ocasión.
Una hora después, Susannah se quedó adormilada y Emily bajó a adelantar alguna de las tareas domésticas que tenía atrasadas y que le llevaban mucho más tiempo que a Maggie.
Se detuvo en la puerta de la cocina al oír las voces, y después las risas de un hombre y de una mujer. Era un sonido vivaz del que emanaba cierta felicidad.
– ¿En serio?-dijo Maggie sin dar crédito.
– Lo juro -contestó Daniel-. El problema es que no recuerdo cuánto tiempo hace, ni por qué estaba yo allí.
– Suena maravilloso -dijo Maggie con melancolía-. A veces sueño con ir a sitios como ese, pero no creo que lo haga nunca.
– Podría, si quisiera -le aseguró Daniel.
Emily se quedó quieta, sin hacer ruido. Veía la cara con la que Maggie miraba a Daniel. Sonreía, pero en sus ojos había una nostalgia que revelaba sus sueños, y que los consideraba imposibles de alcanzar.
– No basta con pedir para conseguir las cosas -le dijo a él-. Lo prudente es saber a qué agarrarse, y distinguirlo de lo que solo puede perjudicarte.
– Eso no es ser prudente -replicó Daniel con suavidad-. Es aceptar el fracaso incluso antes de haberlo intentado. ¿Cómo sabe usted hasta dónde puede llegar si no alarga la mano?
– Habla usted como un soñador -dijo ella con tristeza-. Como alguien que no tiene responsabilidades ni los pies en el suelo.
– ¿Es eso lo que la mantiene firme, con los pies en la tierra? ¿O se refiere a los pies de Fergal? -replicó él.
Maggie vaciló.
Emily seguía inmóvil en la entrada. ¿Daniel le había estado contando anécdotas de aventuras y viajes, perturbando su bienestar con un hambre que jamás podría satisfacerse?
– ¿Quizá podría irse a Europa? -sugirió Daniel-, encontrar un aliciente que alimentará su corazón por siempre jamás. Hay lugares mágicos, Maggie. Lugares donde sucedieron cosas maravillosas, grandes batallas, ideas que iluminan el mundo, e historias de amor que te rompen el corazón y después lo reconstruyen con una forma nueva. ¡Habrá música y se reirá tanto que se le cortará la respiración! Hay comidas que no puede imaginar y leyendas capaces de acompañarla durante las noches de invierno de todos los años venideros. ¿Le gustaría eso?
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