Anne Perry - El Brillo de la Seda

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En la turbulenta Constantinopla del siglo XIII, una joven busca la verdad tras el exilio de su hermano.
Anna Zarides llega a Constantinopla disfrazada de eunuco dispuesta a dedicarse a la medicina. Desde el momento en que llega a la ciudad, amenazada por las cruzadas, Anna pasa a ser Anastasio.
Sin embargo, el viaje encierra un secreto: su hermano gemelo, Justiniano, ha sido acusado de asesinar al emperador Besarión, y ella desea probar su inocencia. Mientras tanto, Constantinopla está bajo el asedio de las tropas de Carlos de Anjou, y Anna aprovecha la oportunidad de salvar a su hermano.

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– Supongo que si volvéis dentro de uno o dos días querréis que se os pague dos veces -dijo Zoé con actitud hostil. El médico sonrió como si aquello lo divirtiera. -Por supuesto. ¿Eso os incomoda?

Zoé se reclinó ligeramente hacia atrás. De pronto sentía un profundo cansancio, y el dolor había cedido tanto que casi podía apartarlo de su mente.

– Ni en lo más mínimo. Mi criada se ocupará de atenderos. -Cerró los ojos. Era una despedida.

Zoé no recordó gran cosa de las horas siguientes, y cuando despertó en su cama era ya nuevamente mediodía. Helena estaba de pie al lado de su madre, con la vista baja, y la luz que penetraba por la ventana le iluminaba la cara con crudeza. Tenía un cutis sin imperfecciones, pero el sol resaltaba la dura línea de los labios y un levísimo descolgamiento de la carne inferior de la barbilla. Tenía el entrecejo fruncido de preocupación, pero al percatarse de que Zoé estaba despierta desaparecieron todas las arrugas.

Zoé le dirigió una mirada gélida. «Que tenga miedo.» Cerró los ojos deliberadamente para desairar a su hija. El equilibrio de poder entre ambas había cambiado. Helena había causado dolor y terror que las había afectado a las dos, y el terror era peor. Ninguna de las dos iba a olvidarlo.

La quemazón que sentía en las piernas ya no pasaba de ser una leve incomodidad. Aquel eunuco era eficaz. Si estaba en lo cierto y no quedaban cicatrices, lo recompensaría bien. También podría ser provechoso cultivar su amistad y su gratitud buscándole otros pacientes. Los médicos acababan encontrándose en lugares a los que no acudían otras personas; veían a la gente en su momento de mayor vulnerabilidad, descubrían sus flaquezas, sus miedos, igual que éste había descubierto el miedo de ella. También podría descubrir sus puntos fuertes. La fuerza era un buen sitio al que dirigir un ataque, porque nadie lo esperaba. La gente no se daba cuenta de que sus puntos fuertes, si se alimentaban, se elogiaban y se llevaban al exceso, podían resultar contraproducentes.

Zoé era vivamente consciente de que podía haber quedado lisiada en aquel incendio, incluso haber muerto. Si esperaba más para cobrarse venganza, podría ser demasiado tarde. Podría sucederle alguna otra cosa.

Claro que siempre existía la otra desagradable posibilidad: la de que sus enemigos murieran de causas naturales, en su cama, y en ese caso a ella le sería robada la victoria. Si había esperado tanto tiempo era para poder saborear plenamente su venganza. No habría merecido la pena antes de que ellos hubieran regresado del exilio y alcanzado poder y riquezas en el nuevo imperio; si no tenían nada que perder, ninguna fortuna a la que aferrarse, la venganza resultaría insípida.

Exhaló el aire despacio y sonrió. Había llegado el momento de empezar.

CAPÍTULO 06

Ana salió de la casa de Zoé Crysafés con un abrumador sentimiento de triunfo. Por fin había podido aplicar sus conocimientos, duramente ganados, para el tratamiento de quemaduras en un caso importante, el cual, sin el ungüento de Colchis, habría dado lugar a unas cicatrices de por vida. Su padre le había traído la receta de sus viajes por el mar Negro y el hogar de la legendaria Medea, de cuyo nombre y ciencia había surgido el término mismo de «medicina». El hecho de curar a Zoé le iba a aportar más pacientes, si tenía suerte, entre personas que habían conocido a Besarión y por lo tanto a Justiniano, Antonino y al verdadero responsable del asesinato.

Mientras se dirigía andando a casa rodeada del tibio aire nocturno, iba pensando en la casa que acababa de abandonar.

Zoé era una mujer extraordinaria. Aun herida, aterrada y angustiada por el dolor, la intensidad de sus emociones cargaba el aire con esa tensión que eriza la piel antes de que estalle una tormenta.

¿Qué había causado un incendio en aquella imponente estancia, con aquellos pies de hierro forjado que sostenían las antorchas y aquellos ricos tapices? ¿Una acción deliberada? ¿Por eso estaba Helena tan asustada?

Ana apretó el paso mientras su cerebro exploraba todas las formas posibles de aprovechar aquella oportunidad. Siendo eunuco resultaba invisible, como un criado. Podía escuchar, atar cabos, encontrar lógica en informaciones extrañas.

Durante la primera semana, fue a ver a Zoé todos los días. Las visitas fueron breves, sólo duraron el tiempo suficiente para asegurarse de que la curación avanzaba como estaba previsto. A juzgar por la textura de la piel de Zoé y el hermoso color de su cabello, era evidente que poseía habilidad en el uso de hierbas y ungüentos. Por supuesto, Ana no lo mencionó en ningún momento, habría sido una falta de tacto. Sin embargo, en la cuarta visita se encontró con Helena, que había ido a ver a su madre, y que no mostró los mismos escrúpulos.

Ana estaba sentada en el borde de la cama de Zoé cuando Helena observó:

– Qué olor tan desagradable -dijo, arrugando la nariz al percibir el aroma penetrante del ungüento que estaba aplicando Ana-. Por lo menos casi todos los otros aceites y pomadas que usáis son más gratos, aunque un poco fuertes.

Zoé entrecerró los ojos hasta convertirlos en dos ranuras duras como el ágata.

– Deberías aprender cómo se usan, y apreciar el valor del perfume. La belleza empieza siendo un don, pero tú estás acercándote rápidamente a una edad en la que empieza a considerarse un arte.

– Seguida de la edad en la que resulta un milagro -replicó Helena.

Los ojos dorados de Zoé se agrandaron.

– Cosa un tanto difícil para alguien que carece de alma para concebir los milagros.

– A lo mejor aprendo a concebirlos, para cuando tenga edad de necesitarlos.

Zoé la miró de arriba abajo.

– Lo has dejado para muy tarde -susurró.

Helena sonrió dejando entrever un secreto sentimiento de satisfacción.

– No tan tarde como creéis. Era mi intención que creyerais saberlo todo, pero no era así. Y seguís sin saberlo todo.

Zoé disimuló su sorpresa casi al instante, pero Ana la captó.

– Si te refieres a la muerte de Besarión -contestó-, por supuesto que lo sabía todo. Los envenenamientos, el apuñalamiento en la calle. En todos ellos se veía tu mano, y fallaron. Estaban mal planificados, fueron una estupidez. -Se incorporó un poco apartando a Ana I Un lado, con toda la atención centrada en su hija-. ¿Quién creías que iba a ocupar su puesto, necia? ¿Justiniano? ¿Demetrio? Sí, claro, Demetrio. Supongo que eso he de agradecérselo a Irene.

Era una conclusión, no una pregunta. Volvió a recostarse contra las almohadas, de nuevo con una expresión de dolor en el rostro. Y Helena abandonó la estancia.

Ana procuró concentrarse en la piel que iba sanando lentamente, pero en su cabeza bullían los pensamientos. Había habido otros intentos de quitar la vida a Besarión. ¿Por parte de quién? Al parecer, Zoé pensaba que por parte de Helena. ¿Por qué? ¿Quién era Demetrio? ¿Quién era Irene? Ahora tema algo concreto que investigar.

Se apresuró a finalizar con los vendajes haciendo un esfuerzo para que no le temblaran las manos.

No le resultó difícil llevar a cabo las primeras indagaciones. Irene era una mujer de gran renombre, fea, inteligente, perteneciente a una antigua familia imperial tanto por haber nacido con el apellido Ducas como por su matrimonio con un Vatatzés. Corría el rumor de que era ella la responsable de que la fortuna de su esposo fuera aumentando gradualmente, aunque éste todavía no había regresado del destierro, cuya mayor parte había pasado en Alejandría.

Tenía un hijo: Demetrio. Aquí se interrumpía la información, y Ana no se atrevió a presionar más. Las conexiones que estaba buscando ahora eran más siniestras, acaso peligrosas.

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