Anne Perry - El Brillo de la Seda

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En la turbulenta Constantinopla del siglo XIII, una joven busca la verdad tras el exilio de su hermano.
Anna Zarides llega a Constantinopla disfrazada de eunuco dispuesta a dedicarse a la medicina. Desde el momento en que llega a la ciudad, amenazada por las cruzadas, Anna pasa a ser Anastasio.
Sin embargo, el viaje encierra un secreto: su hermano gemelo, Justiniano, ha sido acusado de asesinar al emperador Besarión, y ella desea probar su inocencia. Mientras tanto, Constantinopla está bajo el asedio de las tropas de Carlos de Anjou, y Anna aprovecha la oportunidad de salvar a su hermano.

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Nuevamente acudió el color a las mejillas de Helena.

– Dicho con toda la sensatez y la rectitud de una mujer demasiado anciana para hacer ninguna otra cosa -se burló Helena. Se pasó las manos por la esbelta cintura y el vientre plano, y levantó otra vez los hombros, muy levemente, para ofrecer una curva todavía más voluptuosa.

Aquella insinuación hirió a Zoé. Había puntos de su mentón y de tu cuello que odiaba al verlos en el espejo, y la parte superior de sus brazos y sus muslos ya no tenían la firmeza de antes, la de hacía sólo unos años.

– Haz uso de tu belleza mientras puedas -le dijo a Helena-, porque no posees nada más. Y con esa baja estatura que tienes, cuando tu cintura se ensanche serás cuadrada, y los pechos se te juntarán con la barriga.

Helena agarró un tapete de seda de la silla y lo blandió como si fuera un látigo contra su madre. Pero el extremo de la tela se enganchó en el alto pie de bronce que sostenía una antorcha y lo desequilibró. El alquitrán en llamas se esparció por el suelo. Al instante, la túnica de Zoé se prendió fuego, y ésta sintió cómo el calor empezaba a abrasarle las piernas.

El dolor era intenso. El humo la estaba asfixiando. Sentía los pulmones a punto de estallar y, sin embargo, el ruido estridente que la ensordecía era el de sus propios chillidos. Se vio volando atrás en el tiempo, hacia el pasado lejano, el crisol de todo en lo que se había Convertido. Se vio engullida por el fogonazo de luz roja en la oscuridad, por el estrépito de las paredes al desmoronarse, por el estruendo de piedra contra piedra, por el rugir de las llamas, todo invadido por el terror, la confusión, la garganta y el pecho abrasados por el calor.

Helena estaba frente a ella, lanzándole agua, gritando algo con una voz aguda teñida de pánico, pero Zoé no podía pensar. Era una niña pequeña aferrada a la mano de su madre, corriendo, cayendo, levantada del suelo a la fuerza y arrastrada de nuevo, dando traspiés por entre los muros derruidos, los cadáveres mutilados y quemados, la sangre que cubría las aceras. Percibió el olor de la carne humana al arder.

Cayó otra vez, magullada y dolorida. Pero cuando consiguió incorporarse su madre había desaparecido. Entonces la vio: uno de los cruzados la levantó del suelo de un tirón y la arrojó contra una pared. Le arrancó el manto y la túnica con su espada y después se echó sobre ella con una violenta embestida. Zoé sabía ahora lo que había hecho aquel cruzado, lo sentía como si hubiera sido violada ella misma. Cuando terminó, el cruzado le asestó un tajo a su madre en la garganta y la dejó resbalar, desangrándose, hasta los guijarros del empedrado.

Su padre las encontró a las dos, demasiado tarde. Zoé estaba sentada en el suelo, tan inmóvil como si ella también estuviera muerta.

Después de aquello, todo fue sufrimiento y pérdida. Estaban siempre en lugares desconocidos, asediados por el hambre y por el terrible vacío de verse desposeídos, e invadidos por un horror que a Zoé se le metió en la cabeza y jamás la abandonó. Y tras el horror llegó el odio. Un odio que la aguijoneaba por todas partes, y ella sangraba hiel.

Helena estaba a su lado, y la envolvía con algo. El resplandor de las llamas se había apagado, pero la quemazón no, continuaba atormentándola. Zoé sentía un dolor intenso en las piernas y en los muslos. A duras penas logró distinguir que alguien hablaba: era la voz de Helena, cortante y tensa por el miedo.

– ¡Estáis a salvo! ¡Estáis a salvo! Tomáis ha ido a buscar al médico. Hay uno muy bueno que acaba de mudarse aquí, entiende mucho de quemaduras, de males de la piel. Os curará.

Zoé sintió deseos de insultarla, de maldecirla por el acto estúpido y cruel que acababa de cometer, de amenazarla con una venganza que iba a ser tan terrible que iba a desear la muerte con tal de escapar a ella. Pero tenía la garganta demasiado tensa y no podía hablar. El dolor le había robado el aliento.

Perdió toda noción del tiempo. El pasado volvía a ella una y otra vez, el rostro de su madre, el cuerpo desangrado de su madre, el hedor de las hogueras. Hasta que por fin vio a otra persona, alguien que le hablaba, una voz de mujer. Estaba desenrollando las telas con que

Helena le había cubierto las quemaduras. Le provocó un dolor insoportable. Fue como si todavía tuviera la piel en llamas. Para no chillar, se mordió los labios hasta notar el sabor de la sangre. ¡Maldita Helena! ¡Maldita, maldita, maldita!

Aquella mujer volvía a tocarla, con algo frío. La quemazón cesó. Abrió los ojos y vio el rostro de la mujer. Sólo que no era una mujer, sino un eunuco. Tenía una piel suave y sin vello y facciones femeninas, pero en ellas había un gran vigor, y sus gestos, en la seguridad con que movía las manos, eran masculinos.

– Os duele, pero no es profundo -le dijo con voz tranquila-. Si lo tratamos adecuadamente, sanará. Voy a daros un ungüento que eliminará la sensación de ardor.

Ya no era el dolor lo que preocupaba a Zoé, sino las posibles cicatrices. La aterrorizaba quedar desfigurada. Hizo un amago de tomar diré, pero su boca no logró emitir palabra alguna. Arqueó la espalda por el esfuerzo.

– ¡Haced algo! -Helena le chilló al médico-. ¡Está sufriendo!

El eunuco no se volvió hacia ella, sino que miró fijamente los ojos de Zoé, como si intentara ver el terror que sentía. Él mismo tenía los ojos oscuros, pero grises. Era bien parecido, de un modo afeminado. Buenos huesos, hermosos dientes. Era una lástima que no lo hubieran dejado entero.

Zoé intentó de nuevo decir algo. Si pudiera establecer algún contacto sensato con él, a lo mejor podría alejar el pánico que empezaba t atenazarla por dentro.

– ¡Haced algo, necio! -rugió Helena-. ¿No veis que está sufriendo? ¿Qué hacéis ahí arrodillado? ¿Es que no sabéis nada?

El eunuco continuaba ignorándola. Al parecer, estaba estudiando el rostro de Zoé.

– ¡Salid! -ordenó Helena-. Vamos a llamar a otro físico.

– Traedme una copa de vino ligero con dos cucharadas de miel -le dijo el eunuco-. Disolved bien la miel.

Helena titubeó.

– Os ruego que os deis prisa -la instó el eunuco. Helena giró sobre sus talones y salió.

El eunuco se dedicó a aplicar más ungüento en las quemaduras, que a continuación vendó con telas, pero sin presionar en exceso. No se había equivocado, la pomada eliminó la quemazón y el temible dolor fue cediendo poco a poco.

En eso, volvió Helena con el vino. El médico lo cogió e incorporó a Zoé con delicadeza hasta una posición de sentada en la que pudiera sostener la copa con sus propias manos. Al principio ella sintió la garganta áspera, pero a cada sorbo fue suavizándose, y para cuando hubo bebido la mitad de la copa ya podía hablar.

– Os lo agradezco -dijo con voz un poco ronca-. ¿Van a quedarme cicatrices importantes?

– Si tenéis suerte, procuráis mantener limpias las heridas y os aplicáis el ungüento, es posible que no os quede ninguna.

Las quemaduras siempre dejaban cicatrices. Zoé lo sabía muy bien, había visto otros casos.

– ¡Mentiroso! -masculló entre dientes. Volvía a tener el cuerpo en tensión y ofrecía resistencia a los brazos que la sostenían-. Cuando era niña vi a los cruzados saquear la ciudad -le dijo-. He visto quemaduras causadas por el fuego. He conocido el olor fétido de la carne humana al quemarse y he visto cadáveres que vos no reconoceríais como humanos.

En los ojos del eunuco había compasión al mirar a Zoé, pero ésta no estaba segura de que fuera compasión lo que deseaba.

– ¿Serán muy importantes? -le preguntó de nuevo con un siseo.

– Como acabo de deciros -repuso él con calma-, si cuidáis de las heridas como es debido y os aplicáis el ungüento, no os quedarán cicatrices. Debéis atenderlas. No son quemaduras profundas, por eso os duelen tanto. Las profundas no duelen, pero tampoco es frecuente que sanen.

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