Anne Perry - El Brillo de la Seda

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En la turbulenta Constantinopla del siglo XIII, una joven busca la verdad tras el exilio de su hermano.
Anna Zarides llega a Constantinopla disfrazada de eunuco dispuesta a dedicarse a la medicina. Desde el momento en que llega a la ciudad, amenazada por las cruzadas, Anna pasa a ser Anastasio.
Sin embargo, el viaje encierra un secreto: su hermano gemelo, Justiniano, ha sido acusado de asesinar al emperador Besarión, y ella desea probar su inocencia. Mientras tanto, Constantinopla está bajo el asedio de las tropas de Carlos de Anjou, y Anna aprovecha la oportunidad de salvar a su hermano.

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Por fin no pudo aguantar más.

– Voy a confesarme cada dos días, y no conozco ningún pecado del que no me haya arrepentido -exclamó Eufrosina-. He ayunado y rezado, pero no se me ocurre nada. ¡Os lo ruego, ayudadme!

– Dios no os castiga por lo que no podéis evitar -dijo Ana rápidamente, y de inmediato se percató de su atrevimiento. Aquélla era una convicción suya, pero ¿cuál era la doctrina de la Iglesia? Sintió que le subía la sangre a la cara.

La lógica de Eufrosina era perfecta.

– En ese caso, tengo que poder evitarlo -afirmó con tristeza-. ¿Qué es lo que no he hecho? He rezado a san Jorge, que es el patrón de las enfermedades de la piel, pero de muchas otras cosas. Así que también he rezado a san Antonio Abad, por si acaso debiera ser más concreta. Asisto a misa todos los días, me confieso, doy limosna a los pobres y hago ofrendas a la iglesia. ¿En qué me he quedado corta para que me haya sucedido esto? No lo entiendo.

Se recostó en el diván.

Ana respiró hondo para decir que su mal no tenía nada que ver con ninguna clase de pecado, ni de omisión ni de comisión, y entonces cayó en la cuenta de que aquello podía ser interpretado como herejía.

Eufrosina seguía mirándola fijamente. Tenía la piel empapada de un sudor que también le dejaba el pelo lacio. Ana debía contestarle algo, o de lo contrario perdería la fe que Eufrosina tenía en ella.

– ¿Podría ser que vuestro pecado consista en no confiar lo bastante en el amor de Dios? -le dijo, sorprendida de ella misma-. Voy a daros una medicina que debéis tomar y un ungüento que vuestra doncella debe aplicaros en las ampollas. Cada vez que lo hagáis, rezad y creed que Dios os ama, personalmente.

– Pero ¿cómo? -dijo Eufrosina, sintiéndose desdichada-. Mi esposo murió joven, antes de poder lograr la mitad de las cosas que podría haber tenido, ¡y yo ni siquiera le di un hijo! Ahora me aflige una enfermedad que me afea tanto que no me deseará ningún otro hombre. ¿Cómo va a amarme Dios? Estoy haciendo algo mal, y ni siquiera sé qué es.

– En efecto, así es -respondió Ana con vehemencia-. ¿Cómo os atrevéis a tacharos de fea o inútil? Dios no necesita que lo hagáis todo bien, porque nadie logra algo semejante, pero sí espera que lo intentéis y que confiéis en Él.

Eufrosina se la quedó mirando, estupefacta.

– Comprendo -dijo, desaparecida toda confusión-. Me arrepentiré inmediatamente.

– Y usad también la medicina -advirtió Ana-. Dios nos ha dado hierbas y aceites, e inteligencia para comprender para qué sirven. No rechacéis ese don. Eso sería ingratitud, que también es un pecado muy grave. -Y que además haría que todo aquel ejercicio resultara inútil, pero eso no podía decírselo.

– ¡La usaré! ¡La usaré! -prometió Eufrosina.

Una semana después, Eufrosina estaba completamente curada, lo cual hizo pensar a Ana que quizás una buena parte de la fiebre se debiera al miedo de una culpabilidad imaginaria.

Fue a informar a Zoé, tal como ésta le había solicitado, y esta vez tuvo que esperar casi media hora antes de ser recibida. En el momento en que vio la expresión de Zoé supo que ésta ya estaba al tanto de la recuperación de Eufrosina. Y muy probablemente sabía también cuánto dinero le habían pagado a ella, pero no podía permitirse dejar ver su irritación. De nuevo dio las gracias a Zoé por haberla recomendado.

– ¿Qué impresión sacasteis de ella? -preguntó Zoé con naturalidad. Hoy iba vestida de azul oscuro y oro. Combinado con el color cálido del cabello y de los ojos, el efecto resultaba soberbio. Había ocasiones en las que Ana anhelaba, casi con dolor físico, volver a vestirse de mujer y adornarse el cabello. Así podría enfrentarse a Zoé en un pie de igualdad. Se obligó a sí misma a acordarse de que Justiniano se encontraba en lo estéril del desierto de Judea, posiblemente incluso vestido con telas de arpillera, y a recordar que aquélla era la razón de que ella estuviera haciéndose pasar por eunuco. ¿Imaginaría su hermano que se había olvidado de él?

Zoé estaba esperando, con gesto de impaciencia.

– ¿Tan negativa es vuestra opinión, que no podéis responderme con sinceridad? -exigió-. Me lo debéis, Anastasio.

– Es crédula-contestó Ana-. Una joven dulce, muy sincera, pero fácil de persuadir. Obediente, demasiado temerosa para no serlo.

Zoé abrió unos ojos como platos.

– No tenéis pelos en la lengua -comentó divertida-. Sed prudente. No podéis daros el lujo de pellizcar a quien no debéis.

Ana comenzó a sudar de pronto, pero no desvió la mirada. Sabía que no debía dejar que Zoé advirtiera ninguna flaqueza.

– Habéis pedido la verdad. ¿Debería deciros otra cosa?

– Jamás -repuso Zoé con los ojos relucientes como gemas-. O, si mentís, hacedlo tan bien que yo no os descubra.

Ana sonrió.

– Dudo que pudiera hacer algo así.

– Resulta interesante que tengáis el buen juicio de decir eso -respondió Zoé en voz baja, casi un ronroneo-. Hay una cosa que quisiera que hicierais por mí. Si un mercader llamado Cosmas Cantacuzeno os pide vuestra opinión respecto del carácter de Eufrosina, que podría ocurrir, os ruego que seáis igual de franco con él. Decidle que es una joven sincera, obediente y carente de malicia.

– Por supuesto -repuso Ana-. Os agradecería que me dijerais algo más respecto de Besarión Comneno.

Era una pregunta audaz, y no tuvo tiempo para pensar algo que explicara aquel súbito interés por su parte. Pero Zoé tampoco le había dicho la razón por la que deseaba recomendar a Eufrosina a Cosmas.

Zoé se acercó a la ventana y contempló el intrincado dibujo que formaban los tejados.

– Supongo que os referís a su muerte -dijo, tajante-. Porque su vida carecía de interés. Estaba casado con mi hija, pero era un hombre aburrido. Piadoso y frío.

– ¿Y por eso lo mataron? -dijo Ana con incredulidad.

Zoé se dio la vuelta lentamente y recorrió a Ana con la mirada, empezando por el rostro de mujer disfrazado de eunuco, desprovisto de la barba masculina y sin suavizar por las curvas y los adornos femeninos, y siguiendo por el cuerpo, ceñido a la altura del pecho y con un relleno desde el hombro a la cadera para ocultar la curva natural.

Ana sabía cuál era su apariencia física, había trabajado en ella detenidamente para obtener aquel resultado. Y en cambio, en ocasiones como aquélla, en presencia de una mujer que era hermosa, incluso ahora, la odiaba. Su cabello, que no le llegaba más allá de los hombros, en realidad formaba su rostro. Lo tenía menos armado que los complicados peinados que llevaban las mujeres, pero aun así echaba de menos los alfileres y ornamentos que usaba en otra época. Y más que aquello echaba en falta el color aplicado a las cejas, los polvos para igualar el tono de la piel, el color artificial para que los labios parecieran menos pálidos.

En eso, se oyeron las pisadas de un criado que atravesaba la estancia contigua.

Ana se obligó a recordar el terror que había sufrido Zoé cuando se produjo las quemaduras, lo patente del dolor que la invadió y la redujo a un ser humano necesitado.

Zoé advirtió un cambio en ella, y no lo entendió. Hizo un mínimo gesto de encogerse de hombros.

– No fue un incidente aislado -señaló-. Un año antes de su muerte fue agredido en la calle. No llegamos a saber si fue un intento de robo o que quizás uno de sus guardaespaldas quiso aprovechar la oportunidad de apuñalarlo en la refriega, pero le salió mal. Sólo consiguió acuchillarlo una vez, pero fue una herida bastante profunda.

– ¿Y por qué iba a hacer algo así uno de sus guardaespaldas? -quiso saber Ana.

– No tengo la menor idea -contestó Zoé, y al instante vio, a juzgar por la expresión de Ana, que aquello había sido un error. Zoé siempre lo sabía todo, y jamás reconocía su ignorancia. Ahora, con el fin de compensar aquella desventaja, atacaría-. Fue antes de que llegarais vos -dijo-. ¿Por qué os interesa?

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