Anne Perry - El Brillo de la Seda

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En la turbulenta Constantinopla del siglo XIII, una joven busca la verdad tras el exilio de su hermano.
Anna Zarides llega a Constantinopla disfrazada de eunuco dispuesta a dedicarse a la medicina. Desde el momento en que llega a la ciudad, amenazada por las cruzadas, Anna pasa a ser Anastasio.
Sin embargo, el viaje encierra un secreto: su hermano gemelo, Justiniano, ha sido acusado de asesinar al emperador Besarión, y ella desea probar su inocencia. Mientras tanto, Constantinopla está bajo el asedio de las tropas de Carlos de Anjou, y Anna aprovecha la oportunidad de salvar a su hermano.

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– Necesito conocer a amigos y enemigos -le contestó Ana-. Parece que la muerte de Besarión todavía interesa a mucha gente.

– Por supuesto -dijo Zoé en tono áspero-. Pertenecía a una de las antiguas familias imperiales y encabezaba la causa contraria a la unión con Roma. Muchas personas tenían sus esperanzas depositadas en él.

– ¿Y en quién las depositan ahora? -inquirió Ana demasiado precipitadamente.

En los ojos de Zoé brilló un destello de diversión.

– Vos imagináis que ése fue un motivo para alcanzar la santidad, o que Besarión fue una especie de mártir.

Ana se sonrojó, furiosa consigo misma por haber abierto la puerta a semejante observación.

– Quiero saber dónde están las lealtades, por mi propia seguridad.

– Muy sensato -respondió Zoé en voz baja, con un breve gesto de aprecio y una ligera risa para sus adentros-. Y si conseguís saber eso, seréis la persona más inteligente de todo Bizancio.

CAPÍTULO 08

Cuando Anastasio se hubo marchado, Zoé se quedó sola en la estancia, de pie junto a la ventana. Nunca se cansaba de aquel paisaje. Por aquel brillante brazo de mar había navegado Jasón con sus argonautas en busca del Vellocino de Oro. Se había encontrado con Medea y la había traicionado. La venganza de ella fue terrible. A Zoé no le costaba entenderlo, ella misma estaba preparada para cobrarse venganza de los Cantacuzenos. Cosmas tenía la misma edad que ella. Fue su padre, Andreas, el que dijo a los cruzados dónde se encontraba la ampolla que contenía la sangre de Cristo, a fin de salvarse él. Ya estaba muerto y por lo tanto fuera del alcance de Zoé, y ojalá ardiera en el infierno, pero Cosmas estaba vivito y coleando y de nuevo se encontraba en Constantinopla, prosperando. Tenía mucho que perder. Ella lo contemplaba como se contempla una fruta madura lista para arrancarla del árbol.

Sus ojos se posaron en el cuenco dorado que había sobre la mesa. Estaba repleto de albaricoques, que en contacto con la luz roja del sol parecían ámbar líquido. Tomó uno y lo mordió, y aplastó su carne entre los dientes dejando que el jugo le resbalara por los labios y la barbilla.

El abuelo de Eufrosina, Jorge Ducas, había ayudado a robar iconos de Santa Sofía, la iglesia madre de Bizancio. Incluso había ayudado a los cruzados a llevarse el Santo Sudario de Cristo. Jamás se le podría perdonar esa tremenda pérdida que le causó a la fe ortodoxa. Ahora el sudario estaba en las toscas e irreverentes manos de los latinos. Sintió un estremecimiento por todo el cuerpo, como si ella misma hubiera sido tocada íntimamente por algo sucio.

Fue un golpe de buena suerte que Eufrosina hubiera caído enferma de una afección de la piel que su propio médico no sabía curar. Ello le había permitido enviarle aquel médico eunuco, y éste, a su vez, conseguiría que Cosmas se fiara de ella.

Zoé cogió otro albaricoque; éste estaba menos maduro que el primero, un poco como Anastasio. La había sorprendido con su agudeza a la hora de juzgar a Eufrosina. No era que estuviera equivocado, desde luego; sencillamente, ella esperaba que fuera más evasivo a la hora de expresarse. Pero que le agradara no debía ser como un impedimento para sus planes de venganza. Si Anastasio le era de utilidad, eso era lo único que importaba.

Además, tenía un punto débil que ella no debía olvidar: que perdonaba. Algunos de los pacientes que ella le había recomendado lo habían tratado mal; en cambio, él no parecía estar resentido. Había tenido la oportunidad de aprovecharse de ellos a su vez, y no había hecho nada. Zoé no creía que fuera por cobardía; Anastasio no habría corrido ningún peligro, no habría tenido que pagar ningún precio. Era una estupidez; si no hay miedo, no hay respeto. Ella lo habría hecho mejor. Iba a tener que protegerlo, mientras fuera útil. Había que igualar todas las posiciones.

Zoé se dio la vuelta de cara a la habitación y al gran crucifijo de oro que colgaba en la pared. Iba a ayudar al médico en su búsqueda de información acerca de Besarión, pero sabía que ello no tenía nada que ver con la pretensión de entender qué alianzas había en Constantinopla. Entonces, ¿por qué preguntaba?

Naturalmente, no podía revelar a Anastasio ni un breve atisbo de la verdad. ¿Cómo iba a decirle que Helena se moría de aburrimiento al lado de Besarión, y que éste probablemente nunca había sentido interés por ella, el interés que debía sentir un hombre por una mujer?

Se relajó y echó la cabeza hacia atrás, sonriendo, en un raro ejercicio de reírse de sí misma. Ella había intentado seducir a Besarión en una ocasión, sólo para ver si había algo de pasión en sus ingles, o en su alma. Pero no la había. Con el tiempo él terminó mostrándose dispuesto, pero ya no merecía la pena.

No era de extrañar que Helena dirigiera la mirada a otros lugares. Fue mucho más inteligente seducir a Antonino y después servirse de él para deshacerse de Besarión, y así librarse de los dos… si era eso lo que había sucedido. Aquello era digno de una hija suya. Helena era de comprensión lenta, pero al parecer se las había arreglado bastante bien al final. Era una lástima que hubiera comprometido también a Justiniano, que era un hombre de verdad, demasiado para ella. Helena lo había hecho, Zoé no pensaba perdonárselo.

Cruzó lentamente la estancia en dirección a la entrada, balanceando apenas el brazo para que la seda de su túnica aleteara y resplandeciera bajo la luz y cambiara de tonalidad, del rojizo al oro, y al rojo otra vez, engañando a la vista, inflamando la imaginación.

Una semana más tarde el emperador la hizo llamar. Aquél sí era un hombre digno de acostarse con él. El recuerdo que conservaba seguía siendo grato, aun después de todos aquellos años. No era el mejor, ese puesto sería siempre para Gregorio Vatatzés. Pero Zoé hizo un esfuerzo para apartarlo de su mente; pensar en él le provocaba dolor, además de placer.

Miguel deseaba algo, o de lo contrario no la habría hecho llamar. Se vistió con esmero, hermosísima en color bronce y con una túnica de seda negra que se le adhería al cuerpo. Un collar ceñido a la garganta podría ocultar los signos de envejecimiento de la piel que se le apreciaban bajo el mentón. Tenía las manos suaves. Sabía exactamente con qué ingredientes fabricar ungüentos que conservaran la piel blanca e impidieran que se le hincharan los nudillos. Se puso joyas de topacios engastados en oro. Pero nada de todo aquello tenía como fin seducir a Miguel, la relación entre ambos ya se encontraba en otra etapa. Él deseaba su habilidad, su astucia, no su carne.

Desde que el imperio regresó del exilio en Nicea y se dispersó por las ciudades situadas al norte, a lo largo de la costa del mar Negro, Miguel había fijado su residencia en el palacio de Blanquerna, ubicado en el otro extremo del antiguo Palacio Imperial. El palacio de Blanquerna estaba orientado al Cuerno de Oro, igual que la casa de ella, y no distaba más de una milla y media. Podía ir fácilmente andando, acompañada de Sabas, su sirviente más fiel.

No se dio prisa, resultaba impropio. Tuvo tiempo para reparar en las malas hierbas que habían crecido allí donde faltaba el empedrado, o en las ventanas rotas de una iglesia, que no habían sido sustituidas por otras nuevas.

Hasta el propio palacio de Blanquerna se veía surcado de cicatrices; algunos de los magníficos arcos de las ventanas superiores estaban destrozados y amenazaban con desmoronarse y hacerse añicos sobre los escalones.

Los miembros de la Guardia Imperial varega no la interrogaron. Sabían que no debían preguntarle quién era. Sin duda los habían informado de su visita. Al pasar junto a ellos hizo una breve inclinación de cabeza.

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