Anne Perry - La médium de Southampton Row

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Londres, Junio de 1892. Pronto habrá elecciones. El clima está caldeado. En el Parlamento y en las calles se discute sobre la autonomía de Irlanda. La reducción de la jornada laboral a ocho horas, el coste y la preservación del Imperio, el derecho al voto de las mujeres. Los liberales creen que podrán acceder al poder; los conservadores, que deben jugar todas sus bazas para no perderlo. Y una de sus principales cartas es Charles Voisey, el acérrimo enemigo del superintendente Thomas Pitt.
Voisey va a presentarse a un escaño en un distrito electoral conflictivo. Pitt, que, pese al éxito de la resolución del complot de Whitechapel, ha vuelto a ser destinado a la Brigada Especial, recibe la orden de vigilar todos sus pasos. Sin embargo, cuando la médium consultada por toda la alta sociedad victoriana aparece muerta en su casa en sospechosas circunstancias, Pitt es apartado de sus actuales obligaciones para indagar en este extraño crimen. Ignora que ambos casos pueden estar más relacionados de lo previsto.

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Volvió a mirar a Jack y vio que todavía estaba indeciso. No dijo nada. Aún no estaba preparada para la respuesta, fuera cual fuese. El tenía razón: el precio a pagar por el poder podía ser demasiado alto. Y sin embargo, sin poder uno conseguía muy poco, tal vez nada. Las batallas costaban caro; era la naturaleza de la lucha por cualquier principio, por cualquier victoria. Y si uno se retiraba de la lucha porque resultaba dolorosa, el premio iba a parar a otro, a alguien como Voisey. ¿Y cuál era el precio? Si los hombres buenos no empuñaban la espada, ya fuese de forma literal o figurada, la victoria era de quien estaba dispuesto a ello. ¿Era justo?

Si fuera algo fácil de ver, tal vez habría más personas que la encontraran y menos que se dejaran engañar por el camino.

Dio un paso para acercarse a Jack y le cogió del brazo. Él se volvió hacia Emily, pero ella no le miró.

* * * * *

Esa noche había una recepción que, según le había parecido a Emily anteriormente, prometía cierta diversión. Era menos formal que una cena y brindaba muchas más posibilidades para hablar con una mayor variedad de gente del agrado de uno, sencillamente porque no había que estar sentado alrededor de una mesa. Como siempre en tales ocasiones, habría alguna clase de entretenimiento, como una pequeña orquesta con un solista que cantara, o tal vez un cuarteto de cuerda o un pianista excepcional.

Sin embargo, sabía que Rose y Aubrey Serracold estarían también allí, y como mínimo algunos invitados ya conocerían la noticia del discurso de aquella tarde, de modo que en cuestión de una hora todos estarían al corriente no solo de la extraordinaria insensatez que había demostrado Aubrey en los periódicos, sino de la magnífica respuesta de Voisey. Prometía ser una situación embarazosa, hasta violenta. E hiciera lo que hiciese Jack al respecto, no podría seguir posponiendo la decisión durante mucho más tiempo.

Era injusto, pero Emily estaba enfadada con Charlotte por no estar allí con ella para hablar de ello. No tenía a nadie más a quien confiar sus sentimientos, dudas y preguntas.

Como siempre, se vistió con esmero. Las primeras impresiones eran muy importantes, y hacía tiempo que sabía que una mujer hermosa podía atraer la atención de un hombre mientras que a una menos agraciada no le resultaba nada fácil. También había aprendido recientemente que acicalarse con esmero, ponerse un vestido con un tono y diseño que le favorecieran y exhibir una sonrisa franca con aire de confianza, podían hacer que los demás consideraran a la persona más hermosa de lo que era en realidad. Por consiguiente, escogió un vestido de falda acampanada y cintura ajustada elaborado con una tela fina estampada en verde, color que siempre le había favorecido. El resultado era tan espectacular que hasta Jack, que estaba de pésimo humor por culpa de Voisey, abrió los ojos como platos y se vio obligado a felicitarla.

– Gracias -dijo ella con satisfacción. Se había vestido para luchar, pero él seguía siendo la conquista que más le importaba.

Llegaron sesenta minutos después de la hora indicada en la invitación; presentarse antes no habría sido aceptable. Una veintena de personas llegaron inmediatamente antes o después de ellos, y por unos momentos el vestíbulo se llenó con una aglomeración de invitados que se saludaban. Las señoras se despojaron de sus capas. Aunque hacía una noche agradable, no se marcharían hasta después de medianoche, y para entonces haría fresco.

Emily vio a varios conocidos y esposas de políticos con quienes convenía entablar amistad, y unas cuantas personas que le caían bien. Sabía que esa noche Jack tenía obligaciones que no podía permitirse pasar por alto. No era simplemente una ocasión para divertirse.

Se puso a escuchar con atención, mostrándose encantadora, haciendo cumplidos adecuados y debidamente meditados, intercambiando un par de chismes que si conseguía que se repitieran dejarían de atormentarla.

Dos horas después, una vez que hubo empezado el espectáculo musical -la solista era una de las mujeres menos agraciadas que había visto jamás, pero tenía una voz que brotaba sin esfuerzo como la de una verdadera diva de ópera-, Emily vio a Rose Serracold. Debía de acabar de llegar, porque iba vestida de un modo tan llamativo que era imposible que no hubiera reparado en ella. Llevaba un vestido bermellón a rayas negras cubierto con encaje negro sobre las mangas y el busto, lo que realzaba su extrema esbeltez. Tenía una flor de color bermellón en la falda a juego con las del pecho y el hombro. Estaba sentada en una de las sillas situadas a un extremo del grupo, con la espalda rígida, mientras la luz se reflejaba en su pelo claro como el sol o el maíz maduro. Emily buscó a Aubrey a su alrededor, pero no le vio.

La cantante era tan buena que se apoderaba de la mente y los sentidos, y tenía una voz tan hermosa que habría sido un acto de vandalismo para el oído hablar durante su actuación. Pero tan pronto como terminó, Emily se levantó y se acercó a Rose. Tenía un pequeño corro a su alrededor, y antes de que alguien se apartara un poco para permitir que se uniera al grupo, oyó la conversación. Y con una sensación de ansiedad, supo al instante a qué se referían exactamente, aunque no habían mencionado nombres.

– Es mucho más listo de lo que me pensaba, lo reconozco -decía con aire arrepentido una mujer vestida de dorado-. Me temo que le hemos subestimado.

– Creo que habéis sobrestimado su moralidad -dijo Rose con aspereza-. Tal vez ese haya sido nuestro error.

Emily abrió la boca para intervenir, pero alguien se le adelantó.

– Desde luego debe de haber hecho algo extraordinario para que la reina le haya concedido el título de sir. Supongo que deberíamos haberlo tenido en cuenta. Lo siento mucho, querida.

Tal vez fue el tono condescendiente empleado, pero para Rose fue una puya que no pudo pasar por alto.

– Estoy segura de que hizo algo muy especial -replicó-. Probablemente desembolsando varios miles de libras… y se las arregló para hacerlo mientras todavía había un primer ministro tory que le recomendara.

Emily se quedó paralizada. Tenía un nudo en la garganta, la habitación brillaba y daba vueltas a su alrededor, y veía cómo las luces de las arañas se multiplicaban, como si fuera a desmayarse. Todo el mundo sabía que ciertos hombres ricos habían hecho enormes contribuciones a ambos partidos políticos, y a cambio les habían concedido el título de sir o incluso un título nobiliario. Había sido uno de los escándalos más desagradables, y sin embargo era así como se habían financiado los dos partidos. Pero decir que a alguien en concreto se le había recompensado de ese modo era imperdonable y terriblemente peligroso, a menos que uno pudiera y estuviera en disposición de probarlo. Emily sabía que Rose arremetía en todas direcciones porque temía que después de todo Aubrey no ganara. Deseaba que venciera por el bien que le constaba que podía hacer y en el que creía apasionadamente, pero también por él mismo, porque le quería y sabía que era lo que él más deseaba.

Tal vez también temía que si él perdía la consumieran los remordimientos por la parte que habría tenido en el fracaso. Tanto si los periódicos se enteraban de su relación con Maude Lamont como si no, o incluso si lo utilizaban, ella siempre sabría que le habían preocupado más sus propias necesidades que la carrera de Aubrey.

No obstante, lo urgente en ese momento era detenerla antes de que pudiera empeorar aún más las cosas.

– ¡La verdad, querida, es muy extremista decir eso! -le advirtió ceñuda la mujer vestida de dorado.

Rose arqueó sus rubias cejas.

– Si la lucha para obtener un cargo en el gobierno de nuestro país no es extremista, ¿qué premio esperamos obtener a cambio de no decir lo que realmente queremos expresar?

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