Anne Perry - La médium de Southampton Row

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Londres, Junio de 1892. Pronto habrá elecciones. El clima está caldeado. En el Parlamento y en las calles se discute sobre la autonomía de Irlanda. La reducción de la jornada laboral a ocho horas, el coste y la preservación del Imperio, el derecho al voto de las mujeres. Los liberales creen que podrán acceder al poder; los conservadores, que deben jugar todas sus bazas para no perderlo. Y una de sus principales cartas es Charles Voisey, el acérrimo enemigo del superintendente Thomas Pitt.
Voisey va a presentarse a un escaño en un distrito electoral conflictivo. Pitt, que, pese al éxito de la resolución del complot de Whitechapel, ha vuelto a ser destinado a la Brigada Especial, recibe la orden de vigilar todos sus pasos. Sin embargo, cuando la médium consultada por toda la alta sociedad victoriana aparece muerta en su casa en sospechosas circunstancias, Pitt es apartado de sus actuales obligaciones para indagar en este extraño crimen. Ignora que ambos casos pueden estar más relacionados de lo previsto.

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Sin embargo, su conciencia no iba a permitirle quedarse en el mar y el cielo. Sabía que Reginald estaba sufriendo a escasos centímetros de ella. Volvió a abrir los ojos y se sentó despacio.

– Te traeré un poco de agua caliente -dijo, apartando las sábanas y levantándose de la cama. Su fino camisón de hilo le llegaba al suelo, y esa noche de verano no necesitaría ponerse nada más por decencia. A esa hora no habría criados por la casa.

– ¡No! -Un grito ahogado brotó de su garganta-. ¡No me dejes!

– Te sentará bien beber el agua a sorbos -dijo ella, sin poder evitar compadecerle. Parecía abatido, con la cara pálida y perlada de sudor, y el cuerpo encogido de dolor. Se arrodilló delante de él-. ¿Estás mareado? Tal vez había algo en la cena que no estaba fresco o bien cocinado.

El no dijo nada y permaneció mirando fijamente el suelo.

– Se pasará -continuó ella con suavidad-. El susto dura un rato, pero siempre se va. En el futuro tal vez deberías pensar menos en los sentimientos de tus anfitriones y optar solo por los platos más sencillos. Algunas personas no se dan cuenta de la frecuencia con la que te ves obligado a comer en casas ajenas, y con el tiempo puede resultar excesivo.

El obispo alzó hacia ella sus ojos oscuros y asustados, suplicándole sin palabras que le ayudara como fuera.

– ¿Quieres que envíe a Harold a buscar al médico? -Hizo el ofrecimiento por decir algo. Lo único que el médico le daría serían unas pastillas de menta, como había hecho en el pasado cuando el obispo había mencionado su digestión y le había pedido remedio. Sería denigrante hacerle ir hasta allí por un caso de gases, por terrible que fuera. El obispo siempre se había negado, creyendo que menoscabaría la seriedad de su alto cargo. ¿Cómo iba a mirar alguien con respeto reverencial a un hombre que no podía controlar sus órganos digestivos?

– ¡No quiero! -exclamó él con desesperación. Luego exhaló el aire en un sollozo-. ¿Crees que es por algo que había en la cena? -En su voz había un deje de esperanza, como si le suplicara que le diera la razón.

Isadora se dio cuenta de que temía que no fuera solo una indigestión, que después de todos aquellos años quejándose por menudencias por fin estuviera realmente enfermo. ¿Era el dolor lo que tanto le asustaba? ¿O la molestia y la vergüenza de vomitar o perder el control de sus funciones fisiológicas, y tener que dejarse limpiar después? De pronto sintió una sincera compasión por él. Seguramente cada persona tenía un terror secreto, y más en el caso de un hombre para quien el poder y la presunción lo eran todo. En su fuero interno debía de sospechar lo increíblemente frágil que era el respeto. No se imaginaba que ella le amara; no con la pasión y la ternura que la uniría a él en un momento así. El deber haría que se mantuviera junto a él, pero eso sería casi peor que los cuidados de un desconocido, excepto para el mundo exterior que vería solo a una mujer al lado de su marido, donde debía estar. Lo que pasara realmente entre ellos -algo o nada- nunca se sabría.

Seguía mirándola, esperando que le asegurara que su miedo era innecesario, que todo acabaría. Pero a Isadora le resultaba imposible. Incluso si hubiera sido un niño, y no un hombre mayor que ella, no habría podido hacerlo. La enfermedad era real. Uno no podía protegerse de ella eternamente.

– Haré todo lo que pueda para ayudarte -susurró. Alargó una mano con poca confianza y la puso sobre la de él, aferrada a la rodilla. Sintió el terror que él estaba experimentando, como si hubiera salido de su piel y penetrado en la suya. Entonces reconoció de qué se trataba: tenía miedo a morir. Había pasado toda su vida predicando el amor de Dios, la obediencia a los mandamientos que no admitían preguntas ni explicaciones, la aceptación del sufrimiento en la tierra y la confianza absoluta en la eternidad del cielo… y resultaba que todas sus creencias no eran más que palabras. Al enfrentarse al abismo de la muerte no veía ninguna luz, ni a Dios esperándole al final. Estaba solo como un niño en medio de la noche.

Se sorprendió a sí misma al oírse, renunciando a sus propios sueños.

– Estaré a tu lado, no te preocupes. -Le apretó más la mano y le cogió el otro brazo-. No tienes nada que temer. Es el camino que sigue toda la humanidad, solo una puerta. Es el momento de tener fe. No estás solo, Reginald. Todas las criaturas vivas están contigo. Solo es un paso hacia la eternidad. Tú también has visto a muchas personas afrontarlo con coraje y dignidad. Tú también puedes hacerlo… y lo harás.

El se quedó sentado en el borde de la cama, pero poco a poco se relajó. El dolor debía de haber remitido porque al final dejó que ella le ayudara a acostarse de nuevo, y al poco rato se quedó dormido, dejando que ella se levantara y rodeara la cama hasta su lado para acostarse también.

Estaba cansada, pero la bendición del sueño le fue esquiva hasta que se hizo casi de día.

El se levantó como de costumbre. Estaba un poco pálido, pero por lo demás tenía un aspecto aparentemente bastante normal. No hizo referencia al episodio de la noche anterior. No la miró a los ojos.

Isadora se enfadó muchísimo con él. Era muy mezquino por su parte que no le diera por lo menos las gracias, y que no se lo agradeciera aunque solo fuera con una sonrisa. No hacían falta las palabras. Pero él estaba furioso con ella porque había visto cómo había perdido la dignidad y había presenciado su miedo. Ella lo comprendía, pero aun así le desdeñó por su pobreza de espíritu.

Estaba enfermo. Ella había empezado a asumirlo. Aunque él hubiera optado por olvidarlo, era la realidad. La necesitaba, y ya fuera el afecto, la compasión, el respeto o sencillamente el deber lo que la impulsara, estaría encadenada a él mientras resistiese. Y podía ser cuestión de años. Lo veía como un camino que se prolongaba en el horizonte a través de una llanura gris. Podía pintar sus sueños en ella, pero nunca los alcanzaría.

Tal vez nunca habían sido más que sueños. Nada había cambiado, excepto en su cabeza.

Capítulo 9

– ¡No me lo creo! -soltó Jack Radley, sentado a la mesa del desayuno sosteniendo el periódico en alto con las manos temblorosas y la cara pálida.

– ¿Qué pasa? -preguntó Emily, cuyos primeros pensamientos volaron hacia el asesinato de Maude Lamont, ocurrido hacía justo una semana. ¿Había descubierto Thomas algo tan irrefutable que incriminaba a Rose? Solo ahora se daba cuenta de lo mucho que había temido que ocurriera. Los remordimientos la abrumaron-. ¿Qué has leído? -En su voz se podía percibir el miedo.

– ¡Aubrey! -exclamó Jack, bajando el periódico para verla-. Ha escrito una carta al director. Supongo que es para refutar lo que dijo el general Kingsley de él, pero no está bien planteada.

– ¿Quieres decir que está escrita de forma descuidada? No es propio de Aubrey. -Recordaba su bonita voz; no solo era la dicción, sino también la forma de elegir las palabras-. ¿Qué dice?

Jack respiró hondo y se mordió el labio, negándose a responder, como si al leerlo en alto cobrara mayor dimensión real.

– ¿Tan terrible es? -preguntó ella, con una angustia que la estremecía y la consumía por dentro-. ¿Cambiará algo?

– Creo que podría hacerlo.

– ¡Bueno, entonces o me la lees o me pasas el periódico! -ordenó ella-. ¡Por el amor de Dios, no me digas que es terrible y luego te lo calles!

Él bajó la vista hacia las páginas y empezó a leer en voz baja, casi inexpresiva:

He sido acusado recientemente en este periódico por el general de división Roland Kingsley de ser un idealista con poco conocimiento de la realidad, un hombre que renunciaría a las glorias del pasado de nuestras naciones, y con ellas, a los hombres que lucharon y murieron para protegernos y extender el imperio de la ley y la libertad a otros países. En circunstancias normales me habría contentado con dejar que el tiempo demostrara que estaba equivocado. Confiaría en que mis amigos me conocieran mejor y esperaría que los desconocidos fueran sinceros en su juicio.

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