Rose estaba lívida, con los ojos casi negros.
– ¡No!
– Entonces ¿por qué? ¿Tenía que ver con tu familia?
– ¡Yo no la maté! ¡Dios mío! ¡La necesitaba viva, te lo juro!
– ¿Por qué? ¿Qué hizo por ti que te importe tanto? -No creía realmente lo que estaba diciendo, pero quería provocar a Rose para que le contara por fin la verdad-. ¿Compartía contigo los secretos de otras personas? ¿Se trataba de poder?
Rose estaba horrorizada. En su rostro se reflejaba su angustia, su cólera y su vergüenza.
– Emily, ¿cómo puedes pensar esas cosas de mí? ¡Eres una rastrera!
– ¿Eso crees? -Era un desafío, una petición para que le dijera la verdad.
– No hice nada que perjudicase a otras personas… -bajó la mirada- aparte de a Aubrey.
– ¿Y tienes el coraje de reconocerlo? -Emily se negaba a tirar la toalla. Veía que Rose temblaba y estaba a punto de desmoronarse y perder el control de sí misma. Le cogió la mano entre las suyas, ocultándola aún con su cuerpo al resto de personas de la sala, mientras todos estaban ocupados hablando, chismorreando, flirteando, creando y rompiendo alianzas-. ¿Qué necesitabas saber?
– Si mi padre murió enajenado -susurró Rose-. A veces hago locuras; tú misma acabas de preguntarme si estaba loca. ¿Lo estoy? ¿Voy a acabar loca como él, muriendo sola en un manicomio? -Se le quebró la voz-. ¿Va a tener que pasar Aubrey el resto de su vida preocupándose de lo que yo pueda hacer? ¿Voy a ser una vergüenza para él, alguien a quien tendrá que vigilar y por la que deberá disculparse continuamente, aterrado ante lo que pueda decir o hacer a continuación? -Jadeó-. Él no permitiría que me encerraran. No es así, es incapaz de salvarse a sí mismo perjudicando a otra persona. ¡Esperaría hasta que yo arruinara su vida, y me resultaría imposible soportarlo!
Emily se sintió abrumada por una compasión que la dejó sin habla. Quería rodear a Rose con los brazos y estrecharla muy fuerte para infundirle calor y consuelo, pero era imposible. Y si lo hiciera, solo conseguiría que la gente ocupada y absorta de aquella atestada sala se volviera a mirarlas. Lo único que podía ofrecer eran palabras. Debían ser las adecuadas.
– Es el miedo lo que hace que te comportes como una lunática, Rose, no la locura heredada. Lo que has hecho no es más estúpido que lo que cualquiera de nosotros hacemos de vez en cuando. Si necesitas saber de qué murió tu padre, debe de haber otro modo de averiguarlo a través del médico que lo atendió…
– ¡Entonces todo el mundo se enteraría! -exclamó Rose, con una voz en la que se percibía el pánico, aferrando las manos de Emily-. ¡No podría soportarlo!
– No, no tienen por qué hacerlo.
– Pero Aubrey…
– Yo iré contigo -prometió Emily-. Diremos que vamos a pasar el día juntas e iremos a preguntárselo al médico que lo atendió. Te dirá si tu padre estaba loco o no. Y si la respuesta es afirmativa, te explicará si es algo que le ocurrió a él solo a causa de un accidente o una enfermedad, o algo que podrías haber heredado. Hay muchas clases de locura, no solo una.
– ¿Y si se entera la prensa? ¡Créeme, Emily, si se llegara a saber que fui a una sesión de espiritismo, no sería nada comparado con eso!
– Entonces esperemos hasta que pasen las elecciones.
– ¡Necesito saberlo ya! Si Aubrey sale elegido y le dan un cargo en el gobierno, en el Ministerio de Asuntos Exteriores… yo… -Se calló, incapaz de pronunciar las palabras.
– Entonces será terrible -dijo Emily-. Y si no estás loca, pero el miedo ha hecho que pierdas el juicio, habrás sacrificado para siempre todas tus oportunidades por nada. Además, el hecho de no saberlo no cambiará nada.
– ¿Lo harás? -preguntó Rose-. ¿Vendrás conmigo? -Luego su expresión cambió: la esperanza se desvaneció y volvió a ensombrecerse y a llenarse de dolor-. ¡Supongo que luego irás a hablar con tu cuñado policía! -Era una acusación nacida de la desesperación, y no una pregunta.
– No -respondió Emily-. No entraré contigo, y no me enteraré de lo que te diga el médico. Además, a la policía no le incumbe la enfermedad que le causó la muerte… a menos que eso te llevara a matar a Maude Lamont porque ella lo sabía.
– ¡Yo no lo hice! Yo… nunca llegué a preguntarle nada al espíritu de mi madre. -Volvió a ocultar la cabeza entre las manos, sumida en la desdicha, el miedo y la vergüenza.
Esta vez la exquisita voz de la cantante llegó flotando desde el otro extremo de la sala, y Emily se dio cuenta de que se habían quedado solas, a excepción de una docena de hombres que hablaban con gran seriedad en la otra esquina junto a las puertas del vestíbulo.
– Vamos -dijo con firmeza-. Échate un poco de agua fría a la cara. Luego iremos a buscar una taza del té que están sirviendo en el comedor y nos reuniremos con los demás. Haremos ver que estamos haciendo planes para una fiesta o algo así. Pero será mejor que nos pongamos de acuerdo. Una fiesta… para recaudar dinero para una obra benéfica. ¡Vamos!
Rose se levantó despacio, se irguió y obedeció.
Pitt y Tellman volvieron a la casa de Southampton Row. Pitt estaba cada vez más seguro de que le observaban cuando entraba en Keppel Street, aunque en realidad nunca había visto a nadie aparte del cartero que se había mostrado tan inquisitivo, y el vendedor de leche que solía estar con su carro en la esquina de la calle flanqueada de antiguas caballerizas que comunicaba con Montague Place.
Había recibido dos breves cartas de Charlotte en las que le decía que todo iba bien; le echaban muchísimo de menos, pero aparte de eso lo estaban pasando en grande. Ninguna de las dos cartas llevaba remite. El había contestado, pero se había asegurado de echar las cartas lejos de Keppel Street, donde el cartero inquisitivo no pudiera encontrarlas.
La casa de Southampton Row parecía tranquila, hasta idílica, aquella calurosa mañana de finales de verano. Como siempre, había recaderos por la calle que silbaban mientras llevaban pescado, pollo o algún mensaje. Uno de ellos gritó un piropo atrevido a una doncella que ahuyentaba un gato de las escaleras, y ella le regañó con una risita.
– ¡Calla, bobo! ¡Nada de flores!
– ¡Violetas! -gritó él detrás de ella, agitando los brazos.
El interior de la casa era algo bien distinto. Las cortinas estaban parcialmente corridas, como correspondía en una casa de luto, aunque mucha gente las corría de todos modos para proteger las habitaciones de la intensa luz o tener más privacidad.
El salón en el que había muerto Maude Lamont seguía como ella lo había dejado. Lena Forrest los recibió con bastante amabilidad, aunque todavía parecía cansada y se le veía más tensa. Tal vez había empezado a comprender que la muerte de Maude era algo real y que dentro de poco tiempo se vería en la necesidad de encontrar otro empleo. No podía ser fácil vivir sola en la casa donde una mujer, a quien uno había conocido y visto cada día en las circunstancias más íntimas, había sido asesinada hacía apenas una semana. Decía mucho de su fortaleza que no hubiera perdido el control de sí misma.
Aunque sin duda había contemplado muchas veces la muerte, y el hecho de que trabajara para Maude Lamont no significaba que le tuviera afecto. Podía haber sido una señora dura, exigente, crítica y poco considerada. Algunas mujeres creían que sus criadas debían estar disponibles a cualquier hora del día o de la noche para atender sus recados, tanto si eran realmente necesarios como si no.
– Buenos días, señorita Forrest -dijo Pitt con cortesía.
– Buenos días, señor -respondió ella-. ¿Qué puedo hacer por ustedes? -Abarcó también a Tellman con la mirada. Estaban de pie en el salón, inquietos, todos ellos conscientes de lo que había ocurrido allí, aunque no del motivo. Pitt había estado reflexionando mucho sobre el tema y había hablado brevemente de ello por el camino.
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