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Anne Perry: Una visita navideña a Romney Marshes

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Anne Perry Una visita navideña a Romney Marshes

Una visita navideña a Romney Marshes: краткое содержание, описание и аннотация

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Mariah Ellison, la irritable abuela de la serie del inspector Pitt, se ve forzada a pasar la Navidad en Romney Marshes con los Fielding. Pero pasar la Navidad con ellos es algo muy diferente a lo que está acostumbrada. Cuando llega una prima de la familia, Maude Barrington, la abuela ya se ve al límite de su aguante. Maude le parece una persona poco fina, algo rara… y fascinante, aunque se ocupa bien de no decírselo a nadie y manifestar en público un ligero desdén. Pero cuando aparece muerta, la abuela, intentando descubrir lo que ocurrió, deberá enfrentarse a revelaciones sorprendentes sobre su propio pasado. Una visita navideña en Romney Marshes tiene la combinación perfecta de misterio y crimen en la ambigua sociedad victoriana, sin olvidar una ración generosa de alegría navideña.

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– La familia está reunida, señora -prosiguió el mayordomo en tono grave-. ¿Prefiere tal vez dar la noticia a la señora Harcourt en privado? Ella es la hermana mayor de la señorita Barrington.

– Gracias -aceptó Mariah-. Ella sabrá mejor cómo informar al resto de la familia.

Inclinó la cabeza en señal de aceptación y la condujo hasta una puerta situada en uno de los lados. La acompañó hasta una habitación muy agradable, encendió las luces para ella y atizó el fuego, que estaba a punto de extinguirse. Colocó de manera estratégica un par de trozos de carbón, luego se excusó y se marchó. No le ofreció té. Tal vez estaba demasiado alarmado con la noticia, aunque ignoraba su alcance. A juzgar por su conducta, esperaba una desgracia y no una tragedia, un detalle interesante.

Se acercó al fuego para tratar de entrar en calor. El corazón aún le latía con fuerza y le costaba mantener una respiración regular.

La puerta se abrió y entró una mujer de una gran belleza, que cerró la puerta tras de sí. Tendría unos sesenta años, cabello caoba con matices más dorados que cobrizos, y la tez clara y joven que suele acompañar a ese tipo de cabello. Sus rasgos eran refinados y sus ojos grandes y azules. Tenía una boca perfectamente delineada y se parecía muy poco a Maude. No parecían hermanas. Nadie habría llamado a Maude guapa. Lo que hacía tan atractivo su rostro era la inteligencia, la sensibilidad, la imaginación y un alma desbordante de alegría. No había nada de eso en el rostro de aquella mujer. De hecho parecía temerosa y enfadada. Vestía a la última moda, con un corte impecable y las hombreras y mangas altas de rigor.

– Buenas tardes, señora Ellison -dijo en tono frió y educado-. Soy Bedelía Harcourt. Mi mayordomo me dice que ha venido desde Saint Mary in the Marsh para traernos malas noticias sobre mi hermana. Espero que no la haya… -Vaciló con delicadeza-. Espero que no la haya molestado.

Mariah notó crecer en su interior una especie de ira tan violenta que casi se desmaya. Tenía ganas de dirigir su furia contra aquella mujer, incluso de abofetear su perfecto rostro. Sin embargo, habría sido absurdo y la manera más segura de no averiguar nada. Estaba convencida de que Pitt no habría tenido un comportamiento tan… ¡tan aficionado!

– Lo siento mucho, señora Harcourt. -Hizo un gran esfuerzo por controlarse, el mayor que había ejercido sobre su carácter en toda su vida-. Pero la noticia que debo darle es muy mala. Por eso he venido en persona en lugar de escribirle una carta. -Observó atentamente el rostro de Bedelia para ver si le traicionaba el más mínimo signo de que ya lo sabía, pero no vio nada-. Me temo que la señorita Barrington murió ayer mientras dormía. Lo siento mucho.

Al menos eso era verdad. Se sorprendió de lo mucho que lo sentía.

Bedelia se quedó mirándola fijamente como si sus palabras no tuvieran ningún sentido o ella no pudiera comprenderlo.

– ¿Murió? -repitió llevándose la mano a la boca-. ¿Maude? ¡Pero si nunca dijo que estuviera enferma! ¡Yo lo habría sabido! ¡Oh, es terrible! ¡Muy terrible!

– Lo siento -volvió a decir Mariah-. La doncella llamó a mi puerta. Como yo me alojaba en aquella parte de la casa, fui a verla de inmediato, pero la señorita Barrington debió de fallecer a primeras horas de la noche. Estaba… muy fría. Por supuesto, llamamos al médico.

– ¡Oh, santo cielo! -Bedelía retrocedió y casi se plegó en el sillón que estaba detrás de ella. Se desplomó, pero con una gracia peculiar-. Pobre Maude. Cómo me habría gustado que me contara algo. Era tan… tan reservada… tan valiente.

Mariah recordó la carta de Bedelia a Joshua en la que le decía que no podía alojar a Maude en casa porque tenían un invitado importante, y hubo de hacer grandes esfuerzos por no refrescarle la memoria. Pero aquella reacción la habría convertido en una enemiga y habría resultado imposible averiguar algo. En realidad, la labor de detective requería sacrificios mayores de los que había previsto.

– Siento mucho ser portadora de una noticia tan dolorosa -dijo en lugar de eso-. Me imagino la conmoción que debe de ser para usted. Pasé muy poco tiempo con la señorita Barrington, una persona deliciosa. Y admito que me pareció que gozaba de una salud excelente. Comprendo su conmoción.

Bedelia levantó los ojos y la miró.

– Ella… ella vivió en el extranjero durante algún tiempo, en climas muy severos. Debió de afectarle más de lo que aparentaba. Es posible que más de lo que le parecía a ella.

Mariah se sentó en el otro sillón, enfrente de Bedelia.

– Maude nos habló un poco de Marrakech y creo que de Persia. Y también de Egipto. ¿Estuvo allí mucho tiempo?

– Años -respondió Bedelía poniéndose de pie-. Desde que se fue, poco antes de que yo me casara, y de eso hace cuarenta años, tal vez viviera de un modo mucho más… dañino para su salud de lo que ella creía. Quizá ni ella misma lo supiese.

– Quizá no -convino Mariah. Luego se le ocurrió una idea. Allí sentada cómodamente y sin cuestionar nada era improbable que consiguiera alguna información. Pitt lo habría hecho mejor-. O tal vez fuera muy consciente de que no tenía buena salud, y por eso regresó a Inglaterra, con su familia y con quienes sentía más próximos.

Los magníficos ojos de Bedelía se abrieron como platos y por un momento se volvieron tan duros y fríos como el mar en lo más crudo del invierno.

Mariah le devolvió la mirada sin pestañear.

Bedelia dio un largo suspiro.

– Supongo que tiene usted razón. Eso no se me había pasado por la mente. Al igual que usted, yo creía que Maude gozaba de una excelente salud. Parece que las dos estábamos trágicamente equivocadas.

– ¿No le dijo nada que le hiciera sospechar algo así? -A Mariah le parecía muy descortés insistir en el tema, pero la justicia era antes que las buenas maneras.

Bedelia vaciló unos instantes, como si no pudiera decidirse a responder.

– No se me ocurre nada -dijo al cabo de un momento-. Confieso que estoy absolutamente destrozada. Mi cabeza parece no funcionar bien. Nunca he perdido a nadie tan… tan allegado.

– ¿Sus padres aún viven? -dijo Mariah sorprendida.

– ¡Oh, no! -corrigió enseguida Bedelia-. Me refería a alguien de mi propia generación. ¡Mis padres fueron unas personas excelentes, claro! Pero distantes. Una hermana es… es alguien muy querido para mí. Quizá una solo se da cuenta cuando se ha ido. El vacío que deja es mayor del que podría haber imaginado de antemano.

Está sobreactuando, pensó Mariah. ¡Ni siquiera la acogió en su casa! Por fuera sonrió; fue una sonrisa del todo artificial.

– Es natural que esté usted sufriendo una conmoción -se apiadó-. Cuando alguien de nuestra propia generación se muere nos recuerda que somos mortales; la sombra de la muerte se cruza en nuestro camino. Recuerdo cómo me sentí cuando murió mi marido.

Y era cierto: fue la liberación más maravillosa de su vida, aunque no se lo hubiera contado a nadie, simulara estar desconsolada y llevara luto por él durante el resto de su vida, como la reina.

– ¡Oh, lo siento! -se apresuró a decir Bedelía-. ¡Pobrecita! Y ahora ha venido usted hasta aquí, con este tiempo, para darme la noticia en persona. Y yo estoy aquí sentada sin ofrecerle ni siquiera un té. No sé dónde tengo la cabeza. Yo aún tengo a mi querido Arthur y debo permitir que sea mi consuelo. -Se puso en pie con cierta inestabilidad.

– Gracias, es usted muy amable -aceptó Mariah-. Debo admitir que ha sido un día horrible, y estoy agotada. Me alegro de que tenga a su marido con usted. Sin duda será un gran apoyo. Una puede sentirse tan… sola.

La preocupación ablandó el rostro de Bedelia.

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